Dinny le estrechó convulsivamente la mano y la soltó en seguida.
– No se debe llegar a esos extremos. Además, ¿cómo podrías llevarte a Hubert? Le meterían en la cárcel.
– No lo sé, pero lo sabré perfectamente cuando llegue el momento. De lo que sí estoy seguro es de que si los bolivianos logran echarle el guante, pocas probabilidades tendrá de salvarse.
– ¿Has hablado con Hubert?
– No. De momento es un proyecto muy vago. – Estoy convencida de que no lo consentiría. – Jean se encargará de ello.
Dinny movió la cabeza
– Vosotros no conocéis a Hubert. Jamás lo permitiría. Alan sonrió y Dinny diose cuenta repentinamente de que en él se albergaba una formidable fuerza de decisión.
– ¿Lo sabe el profesor Hallorsen?
– No, y no lo sabrá, a menos que no sea absolutamente indispensable. Pero he de admitir que es un pedazo de pan. Ella sonrió débilmente
– Sí, es un pedazo de pan, pero tiene un tamaño fuera de lo ordinario.
– Dinny, no te sientes atraída por él, ¿verdad? – No, querido.
– ¡Bueno, debo dar gracias a Dios porque no sea así ¡¿Comprendes? -continuó-, no es posible que traten a Hubert como a un criminal cualquiera, y eso facilitaría las cosas.
Dinny le miró, y un escalofrío la penetró hasta la médula. Esta última observación la convencía, de un modo que no hubiera podido explicar, de la realidad de su propuesta.
– Comienzo a comprender. Pero…
– Nada de peros, y ¡ánimo! El barco llegará pasado mañana y entonces se reanudará la vista. Te veré en el Tribunal, Dinny. Ahora he de irme, pues tengo que hacer mi vuelo diario. Quería que supieras que, si tuviese que suceder lo peor, no permitiría que nos hiciesen semejante afrenta. Saluda a lady Mont de mi parte. No volveré a verla. Adiós y que Dios te bendiga.
Le besó la mano y salió del vestíbulo antes de que ella pudiese decir palabra.
Dinny permaneció sentada cerca del fuego, inmóvil y extrañamente conmovida. La idea de rebelarse jamás habíale pasado por la mente, tal vez porque nunca había creído seriamente que Hubert fuese procesado ante un Tribunal por asesinato. Tampoco lo creía ahora, y esto hacía más emocionante aquella «locas idea, puesto que se ha observado a menudo que, cuanto menos inminente es un riesgo, más emocionante parece. Y a esta emoción uníase un sentimiento más cálido hacia Alan. El hecho de que ni siquiera había vuelto a hacerle otra proposición, añadía fuerza al convencimiento de su absoluta seriedad. Sentada sobre aquella piel de tigre que tan poca emoción proporcionara al octavo baronet, quien había matado a su propietario desde el dorso de un elefante mientras intentaba escabullirse, Dinny se calentaba el cuerpo al amor de la lumbre de cedro y el espíritu a la sensación de estar más cerca del fuego de la vida de cuanto jamás lo había estado. Quince, el viejo spaniel blanco y negro de su tío, que durante las ausencias de su amo se cuidaba poco de los seres humanos, atravesó lentamente el vestíbulo, se tendió, posó la cabeza sobre sus patas anteriores y la miró con ojos de bordes colorados. «Puede que sea así -parecía decir – y puede que sea todo lo contrario.» El tronco chisporroteaba ligeramente y el reloj, alto y antiguo, colocado en el otro extremo del hall, dio las tres con su peculiar lentitud
CAPÍTULO XXXII
Ante cualquier conclusión inminente, sea ésta de un partido decisivo, o un ultimátum, o la carrera de caballos de Cambridge, o el ahorcamiento de un hombre, la agitación general alcanza su diapasón en las últimas horas. En la familia Cherrell, la incertidumbre volvióse penosa cuando llegó el día de la vista de la causa Hubert. En los tiempos antiguos, un clan de los Highlands se reunía cuando uno de sus miembros veíase amenazado por un peligro; de modo que todos los parientes do Hubert se reunieron en el Tribunal. Salvo Lionel, que tenía una sesión, y los hijos de Hilary, que estaban en el colegio, todos se hallaban presentes. Hubiera podido parecer una boda o un funeral, a no ser por la expresión sombría de sus rostros y por el sentido de inmerecida persecución que se ocultaba en el fondo de la mente de cada uno. Dinny, Clara y Jean estaban sentados entre sus padres; Alan, Hallorsen y Adrián se hallaban cerca; inmediatamente detrás estaban Hilary y su mujer, Fleur, Michael y tía Wilmet; detrás, sir Lawrence y lady Mont y, por último, el Rector formaba la cola puntiaguda de una falange al revés.
Al entrar con su abogado, Hubert les dirigió una sonrisa de camarada.
Ahora que realmente estaba ante el Tribunal, Dinny se sentía casi apática. Su hermano era inocente, si se reconocía la acción de defensa personal. Si llegaran a condenarle, sería inocente lo mismo. Después de haber contestado a la sonrisa de Hubert, la atención de Dinny se concentró sobre el rostro de Jean. La expresión de la joven no había sido nunca tan de «leoparda» como en aquel momento. Sus ojos extraños iban incesantemente desde su «cachorro;› a aquel que amenazaba quitárselo.
Habiéndose leído las declaraciones de las primeras audiencias, el abogado de Hubert exhibió la declaración jurada de Manuel. Entonces la apatía de Dinny desapareció, porque esa declaración jurada fue seguida de otra que contenía el juramento de cuatro muleros, según la cual Manuel no estuvo presente en el momento del disparo.
Sobrevino un momento de verdadero horror. ¡Cuatro mestizos contra uno!
Dinny vio que por el rostro del magistrado pasaba una expresión desconcertada.
– ¿Quién ha proporcionado esta segunda indagatoria, señor Buttall?
– El abogado de La Paz, encargado de este asunto, Honorable. Se enteró de que ése Manuel sería llamado a declarar. – Entiendo. ¿Qué dice usted ahora a propósito de la herida exhibida por el acusado?
– Aparte de la afirmación del acusado, no existe otro testigo que demuestre cuándo y dónde fue producida esa herida. – Es cierto. No estará usted sugiriendo que la herida fue producida por Castro después de que el disparo le había matado, ¿verdad?
– Si Castro, después de haber levantado una navaja, hubiese caído hacia delante cuando se hizo el disparo, yo creo que el hecho no tendría nada de inconcebible.
– Pero no de verosímil, señor Buttall.
– No. Pero las declaraciones que he presentado dicen que se disparó deliberadamente, a sangre fría y a una distancia de varios metros. Nada dicen de la navaja sacada por Castro.
– En tal caso, llegamos a lo siguiente: o sus cuatro testigos mienten, o bien mienten el acusado y el «boy» Manuel. – La situación, Honorable, parece ser ésta. Usted mismo ha de juzgar si es más aceptable la declaración jurada de cuatro ciudadanos o bien sólo la de dos.
El magistrado se removió en su silla.
Estoy perfectamente informado de la situación, señor Buttall. ¿Qué dice usted, capitán Cherell, de la atestiguación según la cual el aboya Manuel estaba ausente?
Los ojos de Dinny se posaron en el rostro de su hermano. Estaba impasible y se mostraba ligeramente irónico.
– Nada, sir. No sé dónde se hallaba Manuel. Estaba demasiado ocupado en salvar mi vida. Sólo sé que se me acercó casi en seguida.
– ¿Casi? ¿Cuánto tiempo después?
– En realidad lo ignoro, sir. Tal vez tardó un minuto. Yo intentaba detener la sangre y me desmayé en el instante en que llegó.
Durante los siguientes discursos de los dos abogados, la apatía de Dinny volvió y desapareció de nuevo en el curso de los cinco minutos de silencio que les sucedieron. En todo el Tribunal, tan sólo el magistrado parecía ocupado; y era como si nunca hubiese tenido que acabar. Mirándole a través de las pestañas entornadas, le veía consultar una serie de documentos. Tenía el rostro colorado, la nariz larga, la barbilla puntiaguda, y unos ojos que le agradaban todas las veces que lograba verlos. Instintivamente sentía que no se encontraba a sus anchas. Finalmente dijo