Cuando todos, salvo los más íntimos de la familia, se hubieron marchado, Dinny se aproximó a su padre. Todavía permanecía derecho delante de un cuadro, pero no era el mismo de antes.
Deslizándole una mano debajo del brazo, le dijo
– Todo se arreglará, papaíto querido. Ya has visto que el magistrado estaba realmente pesaroso. No tenía poder piara cambiar las cosas, pero el secretario de atado sí lo tiene.
– Estaba pensando – dijo el general -, qué harían los habitantes de este país si nosotros no trabajáramos y arriesgáramos la vida por ellos.-Hablaba sin énfasis y sin amargura -. Me preguntaba por qué razón deberíamos continuar ejerciendo nuestra profesión, si no ha de darse fe a nuestra palabra. Me preguntaba dónde pararía aquel magistrado – ¡oh, creo que, según su punto de vista, tiene toda la razón! – si unos jóvenes como Hubert no se hubiesen alistado antes de hora. Me pregunto por qué hemos escogido un camino que nos ha llevado, a mí al borde de la ruina y a Hubert a este percance, cuando habríamos podido vivir tranquilos y cómodamente ejerciendo el comercio o la carrera de leyes. ¿Es que importa un bledo la carrera de un hombre cuando sucede una cosa semejante? Yo siento el insulto que se ha hecho al Ejército, Dinny.
Ésta notó el movimiento convulsivo de sus flacas manos morenas, cerradas como si estuviese en la posición de «descansen». Todo su corazón voló hacia él, a pesar de que veía perfectamente lo absurdo del privilegio que pretendía. «Es más fácil que el Cielo y la Tierra desaparezcan, que no que falle una pequeña palabra de la Ley». ¿No era ésta la frase que leyera poco tiempo antes en aquel libro que, según su misma sugerencia, habría debido ser transformado en un código naval secreto?
– Bueno – concluyó el general -, ahora he de salir con Lawrence. Cuida bien de tu madre, Dinny. Tiene dolor de cabeza.
Cuando hubo cerrado las celosías del dormitorio de su madre y le hubo suministrado los acostumbrados medicamentos, la dejó sola a fin de que intentara conciliar el sueño. Volvió a bajar las escaleras. Clara había salido y la salita, poco antes tan llena de personas, ahora parecía vacía. La atravesó en toda su longitud y abrió el piano. Una voz dijo
– No, Polly, has de ir a dormir. Me siento demasiado triste – y Dinny se dio cuenta de que en un ángulo de la habitación estaba su tía encerrando al loro en su jaula.
– ¿Podemos estar tristes juntas, tía Em? Lady Mont se volvió.
– Pon tu rostro cerca del mío, Dinny.
Obedeció. El rostro era redondo, rosado y fino, y le dio una sensación de reposo.
– Sabía desde el principio lo que diría el magistrado – dijo lady Mont -. ¡Su nariz era tan larga! Dentro de diez años le tocará la barbilla. No sé por qué se permiten cosas así. Con un hombre semejante no hay nada que hacer. Lloremos, Dinny. Siéntate ahí y yo me sentaré aquí.
– ¿Lloras despacio o fuerte, tía Em?
– Depende. Empieza tú. ¡Un hombre que no puede asumir una responsabilidad! ¡.Yo habría sabido asumir muy bien esa responsabilidad, Dinny! ¿Por qué no le dijo a Hubert: «Vete y no vuelvas a pecar»?
– ¡Pero Hubert no ha pecado!
– Tanto peor. ¿Por qué tiene que cuidarse de unos extranjeros? El otro día estaba sentada cerca de la ventana, en Lippinghall. Había tres estorninos en la terraza y yo estornudé dos veces. ¿Crees que se cuidaron de mí? ¿Dónde está Bolivia? – En América del Sur, tía Em.
– Jamás logré aprender Geografía. Mis mapas eran- los peores que jamás se hicieron en mi escuela, Dinny. Una vez me preguntaron dónde abrazó Livingstone a Stanley, y yo contesté: «En las cataratas del Niágara». Naturalmente, me equivoqué.
– Te equivocaste sólo de continente, tía.
– Sí. Nunca he visto reír tanto a una persona como no mi maestra cuando le di esa respuesta. Era una mujer gorda. He encontrado a Hubert bastante flaco.
– Siempre ha sido flaco, pero parece menos doblado sobre sí mismo desde su boda.
– Jean está más gorda, lo cual es natural. Tendrías que casarte, Dinny.
– Jamás te he visto tan entregada a la manía de casar a la gente, tía Em.
– ¿Qué sucedió el otro día sobre la piel de tigre? – No puedo decírtelo, tía.
– En tal caso, debe de ser bastante feo. – ¿No querrás decir hermoso?
– Tú me estás tomando el pelo.
¿Me has conocido impertinente alguna vez, tía?
– Sí. Recuerdo perfectamente que escribiste una poesía sobre mí.
I do not tare for Auntie Em,
She says I cannot sew or hem.
Dos she? Well! I can sew a dem
Sight better than my Awntie Em.
La he conservado, porque siempre he creído que demostraba carácter.
– ¿Tan diablillo era?
– Sí… ¿No sabes algún método para acortar los perros? e indicó el perro dorado tendido sobre la alfombra -. El cuerpo de Bonzo es demasiado largo.
– Ya te lo dije, tía, cuando todavía era un cachorro.
– Sí, pero no me fijé en ello hasta que comenzó a cazar conejos. No puede entrar bien en las madrigueras y esto le hace parecer débil. ¡Bueno! Si no nos ponemos a llorar, Dinny, ¿qué debemos hacer?
– ¿Reír? – murmuró Dinny.
CAPÍTULA XXXIII
Su padre y sir Lawrence no vendrían a cenar y su madre quería quedarse en cama, por, lo que Dinny cenó sola con su tía, ya que Clara estaba con tinos amigos.
– Tía Rin -dijo en cuanto hubieron terminado -. ¿Te sabría mal si fuese a casa de Michael? Fleur ha tenido un presentimiento.
– ¿Por qué? – contestó lady Mont -. Es aún demasiado pronto… hasta marzo.
– Tú piensas en otra cosa, tía. Un presentimiento significa una idea.
– ¿Y por qué no la ha expuesto? – y repudiando con semejante sencillez las expresiones modernas, lady Mont oprimió el timbre -. Blox, un taxi para la señorita Dinny.
Y, cuando regrese sir Lawrence, hágamelo saber. Quiero tomar un baño caliente y lavarme los cabellos.
– Sí, milady.
– ¿Te lavas los cabellos cuando estás triste, Dinny? Dirigiéndose hacia South Square, en la noche neblinosa y oscura, Dinny experimentaba una melancolía que superaba todo cuanto había sentido hasta ese momento. La idea de Hubert en la cárcel, arrancado de los brazos de su mujer cuando tan sólo hacía tres semanas que se había casado, con la perspectiva de una separación que podría ser permanente y un destino en el que le resultaba insoportable pensar, y todo esto porque había gente demasiado escrupulosa para hacer una concesión y aceptar su palabra, hacía que el terror y la ira se acumulasen en su alma, como el calor se condensa antes de una tempestad.
Halló a Fleur y a lady Alison discutiendo los modos y los medios. Por lo visto el Ministro boliviano estaba ausente por convalecencia, y en su lugar había un subordinado. Esto, según lady Alison, complicaba el asunto, porque probablemente el subordinado no querría asumir responsabilidad alguna. A pesar de todo, ella daría un almuerzo al que serían invitados Fleur y Michael y también Dinny, caso de desearlo. Pero ésta movió la cabeza: había perdido confianza en su maña para tratar a los políticos.
– Si tú y Fleur no podéis arreglar las cosas, tía Alison, menos lo haré yo. Pero Jean es singularmente atractiva, cuando quiere.
– Ha telefoneado hace un rato y me ha rogado que si venías aquí te dijera que fueras a verla a su casa. De otro modo, te escribiría.
Dinny se puso en pie. -Voy al instante.
Anduvo rápidamente entre la niebla a lo largo del Embankment, dirigiéndose hacia el grupo de casas obreras donde Jean había encontrado un piso. En la esquina de una calle algunos muchachos pregonaban los sucesos sensacionales del día. Compró un periódico para ver si hablaba del caso de Hubert y lo abrió debajo de un farol. ¡Sí, aquí estaba! «Oficial británico detenido. Extradición por acusación de homicidio».