Pero Hubert, dejándole el periódico, volvió a entrar en casa.
Dinny no poseía lo que vulgarmente se llama un «pequeño orgullo». Su sentido del humor le impedía atribuir demasiado valor a sus propias acciones. Se daba cuenta de que hubiese tenido que prevenir esta contingencia, a pesar de que no veía de qué manera.
El resentimiento de Hubert era harto natural. De haber sido dictadas por el convencimiento, las excusas de Hallorsen le hubieran calmado, pero, puesto que provenían del deseo de resultar agradable a su hermana, eran únicamente más dolorosas; bien se veía que detestaba la simpatía que el profesor alimentaba hacia ella. Sin embargo, la carta existía, admitiendo clara y directamente haber hecho una crítica injustificada, lo cual cambiaba toda la situación. Inmediatamente comenzó a tomar en consideración las ventajas que podría reportar. ¿Se la enviaría a lord Saxenden? Habiendo llegado tan lejos en el asunto, decidió hacerlo, y entró en casa para redactar una nota.
«Condaford Grange, 21 de septiembre. Apreciado lord Saxenden:
Me tomo la libertad de enviarle el adjunto recorte del «Times» de hoy, porque siento que, en cierto modo, me excusa de mi desfachatez de la otra noche. No hubiera debido molestarle a usted, al final de un largo día, con aquellos fragmentos del Diario de mi hermano. Fue imperdonable y no me extraña que buscara usted un refugio. Pero dicho recorte le demostrará que mi hermano sufrió una injusticia. Espero querrá usted perdonarme.
Sinceramente suya,
Elisabeth Cherrel.»
Introdujo el recorte en el sobre, buscó el nombre de lord Saxenden en el anuario y dirigió la carta a su domicilio particular de Londres, añadiendo a las señas la palabra Partitular.
Algo más tarde, al buscar a Hubert, le dijeron que se había ido a Londres en el coche.
Hubert corría a toda velocidad. La explicación de Dinny e propósito de la carta le había perturbado profundamente. Cubrió las cincuenta millas en menos de dos horas y llegó a Piediñont Hotel a la una en punto. Desde que se separara de Hallorsen, seis meses antes, no se habían visto ni comunicado. Le envió su tarjeta de visita y aguardó en el vestíbulo, sin saber con precisión lo que quería decirle. Cuando la alta figura del americano apareció detrás del botones, una fría inmovilidad se apoderó de todos sus miembros.
– Capitán Cherrell – dijo Hallorsen, tendiéndole una mano.
El horror que Hubert sentía por las «escenas» era más fuerte que él y, por lo tanto, le cogió la mano. Pero no la apretó.
– He sabido por el Times que se hallaba usted aquí. ¿Hay un sitio adecuado donde podamos hablar unos minutos? Hallorsen se dirigió hacia una mesita apartada.
– Traiga dos combinados -1e encargó a un camarero. – Para mí no, gracias. Pero, ¿puedo fumar?
– Espero que ésta sea la pipa de la paz, capitán.
– No lo sé. Unas excusas que no están dictadas por el convencimiento, para mí son menos que nada.
– ¿Quién le ha dicho a usted que no están dictadas por el convencimiento?
– Mi hermana.
– Su hermana, capitán Cherrell, es una señorita muy poco común y encantadora. Quisiera no tener que contradecirla. – ¿No le sabe mal si hablo francamente?
– ¡Desde luego que no!
– Entonces, preferiría no haber recibido por parte suya excusa ninguna, que deberla al sentimiento que haya podido inspirarle a usted alguien de mi familia.
– Bien -dijo Hallorsen después de un silencio -, pero no puedo escribir otra carta al Times y decir que me he equivocado al presentarle esas excusas. Me figuro que no la publicarían. Estaba fuera de quicio cuando escribí el libro. Ya se lo dije a su hermana y ahora se lo digo a usted. Había perdido todo sentimiento generoso y he tenido que arrepentirme de ello.
– No quiero generosidad, sino justicia. ¿Dejé o no dejé de cumplir con mi deber?
– Bueno, no cabe duda de que al no lograr usted sujetar a un puñado de hombres me hizo perder toda posibilidad de éxito.
– Lo admite. ¿No logré hacerlo por culpa mía o bien por culpa de usted, porque me había confiado una tarea imposible?
Durante un minuto los dos hombres se miraron a los ojos, sin cambiar palabra. Luego Hallorsen volvió a tenderle la mano. – Dejémoslo correr – repuso -. Fue culpa mía.
Hubert tendió impetuosamente la mano, pero se detuvo a medio camino.
– Un momento. ¿Dice usted eso por complacer a mi hermana?
– No, sir; lo digo porque lo pienso. Hubert le apretó la mano.
– Perfectamente – dijo Hallorsen -. No íbamos de acuerdo, capitán Cherrell; pero después de haber sido huésped en una de las antiguas mansiones de su familia, creo haber comprendido el porqué. Yo esperaba de usted lo que, según parece, un inglés de su clase social jamás querrá dar, es decir, la franca expresión de sus sentimientos. Me figuro que usted es de los hombres que han de ser interpretados, y esto era precisamente lo que yo no sabía hacer; por lo tanto, ambos quedamos sumidos en la obscuridad el uno con respecto al otro. Y así es como se producen los roces.
– Yo no sé por qué razones, pero lo cierto es que los roces se produjeron.
– Pues bien, me gustaría poder volver a vivir el pasado. Hubert se estremeció.
_-¡A mí no!
– Y ahora, capitán, ¿quiere usted almorzar conmigo y decirme en qué puedo servirle? Haré todo cuanto usted desee para reparar mi error.
Por un momento Hubert no habló. 5u rostro estaba inmóvil, pero sus manos temblaban un poco.
– Está bien – dijo -. Es poca cosa. Y se encaminaron hacia el grill-room.
CAPÍTULO XIII
Si existe una cosa más cierta que otra -lo que es extremadamente dudoso – es que nada que esté relacionado con un Departamento Público seguirá el curso que el individuo particular espera.
Una mujer de más experiencia y menos ingenuamente confiada que Dinny hubiera dejado tranquilo al perro entregado al sueño. Pero ella aún no tenía la suficiente experiencia para saber que el efecto que suelen producir las cartas enviadas a personas de altos cargos es, por lo general, opuesto al que espera quien las mandó. El hecho de haber excitado su amor propio – lo que debe evitarse en el caso de un político – hizo que lord Saxenden dejara de ocuparse de la cuestión. ¿Había supuesto aquella joven, aunque fuera por un solo instante, que él no se había dado cuenta de que el americano estaba picoteando en su mano como un pajarito domesticado? De hecho, en conformidad con la ironía latente en los asuntos humanos, la renuncia a la acusación, por parte de Hallorsen, había provocado en las autoridades una actitud más suspicaz y severa. Y Hubert, dos días antes de que finalizase su año de permiso, recibió el aviso de que éste quedaba prorrogado indefinidamente y que debía permanecer a medio sueldo, puesto que estaba pendiente una indagación sobre la cuestión promovida en la Cá mara de los Comunes por el comandante Montley. Un jurisconsulto militar envió a los periódicos una carta, en contestación a la de Hallorsen, en la que preguntaba si debía suponer que la muerte del mestizo y la pena de azotes mencionadas en su libro
no habían ocurrido efectivamente. En tal caso, ¿qué explicación podía presentar ese caballero americano acerca de una discrepancia tan sorprendente? Esta carta a su vez provocó, por parte de Hallorsen, la respuesta de que los sucesos eran los que en su libro expusiera, pero que él había sacado deducciones erróneas y que las acciones del capitán Cherrell estaban plenamente justificadas.
Cuando recibió la notificación de que su permiso quedaba prorrogado, Hubert se personó en el Ministerio de la Guerra. No obtuvo ninguna noticia favorable. Por el contrario, recibió una comunicación extraoficial, por parte de una persona conocida
suya, de que las autoridades bolivianas estaban a punto de «meter las narices» en el asunto. Esta noticia produjo en Condaford poco menos que una absoluta consternación. De todos modos, ninguno de los cuatro jóvenes, puesto que los Tasburgh aún estaban allí y Clara se hallaba en Escocia, apreció la cosa en su justo valor, porque ninguno de ellos tenía idea de los extremos a que puede llegar la autoridad judicial cuando se pone en movimiento para cumplir con su deber. Pero para el general tuvo un significado tan siniestro, que inmediatamente partió hacia Londres y se alojó en su club.