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Adrián movió la cabeza.

– No tengo más que un cepillo para dientes que he comprado hoy.

Dinny sacó su bolsa de la cama y le obligó a quedarse con ella.

– Entonces, ¿le digo a Diana lo que hemos decidido? -Gracias, Dinny.

– Pasado mañana volverá a brillar el sol. – ¿Tú crees? – dijo Adrián.

Mientras la puerta se cerraba, Dinny suspiró.

¿Volvería realmente? Diana parecía muerta para todo sentimiento. Y… ¡además, aún no se había solucionado el asunto de Hubert!

CAPÍTULA XXX

El día siguiente, Adrián y su sobrina entraron juntos en la Sala del Tribunal y, puesto que estaba atestada de gente, pasaron a una pequeña habitación para aguardar allí.

– A ti te toca dar el quinto golpe – dijo Adrián -. A Hilary y a mí nos llamarán antes que a ti. Si nos quedamos fuera de la sala hasta que nos llamen, no podrán decir que hemos copiado el uno del otro.

Permanecían sentados en el pequeño cuarto. La policía, el doctor, Diana y Hilary serían interrogados antes que ellos. – Es igual que los diez negritos de la canción – murmuró Dinny. Tenía la mirada fija en un calendario colgado en la pared de enfrente. No lograba leerlo, pero le parecía necesario – Mira, querida – dijo Adrián, sacando un frasquito de un bolsillo -, bebe un sorbo o dos de esto. Es una composición de sal volátil y agua. Te animará mucho. Ve con cuidado! Dinny tragó un pequeño sorbo que le quemó la garganta, pero sin hacerle daño.

– Tú también, tío.

Adrián bebió un trago, cautelosamente.

– No hay mejor droga antes de entrar en combate u otra cosa parecida.

De nuevo se quedaron silenciosos, asimilando las exhalaciones del líquido. Al cabo de un ratito, Adrián se expresó así -Si las almas sobreviven, ¿qué estará pensando el pobre Ferse de esta farsa? Todavía somos unos bárbaros. Hay una novela de Maupassant que habla de un Club de Suicidas que proporcionaba una forma agradable de muerte a quienes sentían que se tenían que marchar de este mundo. No admito el suicidio para las personas de mente sana, salvo en algunos casos muy raros. Debemos resistir hasta el fin; pero para los alienados o para los que están amenazados de estarlo quisiera que aquel club existiera de verdad, Dinny. ¿Te ha animado el brebaje?

Dinny asintió.

– Los efectos duran más o menos una hora. Se puso en pie.

– Creo que ha llegado mi turno. Adiós, querida, ¡buena suerte! Regálale un asir» al señor comisario de vez en cuando. Al cruzar la puerta Adrián se irguió y Dinny se sintió como inspirada al mirarle. Entre todos los hombres qué conocía, Adrián era al que más admiraba. Rezó una plegaria ilógica. Desde luego, el brebaje la había reanimado, haciendo desaparecer la sensación de languidez y de palpitación que la invadiera poco antes. Extrajo de su monedero un espejito y una polvera. Sea como fuere, no iría al suplicio con la nariz brillante.

No obstante, pasó más de un cuarto de hora antes de que la llamaran. Con la vista fija en el calendario, transcurrió el tiempo pensando en Condaford y recordando los días felices que había vivido allí. Los días lejanos en los que Condaford aún no estaba restaurada, cuando ella era muy chiquitina; los días de la siega y las meriendas en los bosques; la cosecha del espliego, las cabalgadas sobre el perro y el permiso de montar el «pony» cuando Hubert estaba en el colegio; días de puro gozo en una morada nueva y estable, puesto que, a pesar de haber nacido allí, había llevado hasta los cuatro años una vida nómada entre Aldershot y Gibraltar. Recordó con especial agrado la estación dedos hilos dorados de los capullos de sus gusanos de seda, cómo la habían hecho pensar en elefantes que se arrastrasen por el suelo y cuán peculiar había sido su olor.

– ¡Elizabeth Charnvell ¡

¡Qué cosa tan pesada era tener un nombre que todos pronunciaban mal! Se levantó murmurando

Un día paseaba un negrito solo.

Llegó el comisario y no halló a nadie…

En cuanto entró alguien la condujo al extremo opuesto de la sala y le hizo tomar asiento en una especie de banco. Era una suerte que hubiese estado poco tiempo antes en lugares semejantes, porque ahora todo se le antojaba familiar e incluso ligeramente cómico. El jurado tenía el aspecto de estar fuera de uso y el juez se daba una importancia ridícula. A su izquierda, más alejados, estaban los demás extraños personajes tras ellos; apretujadas hasta la desnuda pared, docenas y docenas de caras, todas en hilera, como sardinas erguidas sobre sus colas, en una lata enorme.

Luego, dándose cuenta de que alguien se hallaba a punto de dirigirle la palabra, concentró su atención en el rostro del juez.

– Su nombre es Elizabeth Cherrell. Creo que es usted hija del teniente general sir Conway Cherrell, K. C. B., C. M. G., y de su esposa, lady Cherrell, ¿no es así?

Dinny se inclinó.

«Supongo que esto le agradará», pensó.

– ¿Y vive usted con ellos en Condaford Grange, en el Oxfordshire?

– - Sí.

– Tengo entendido, señorita Cherrell, que se alojó usted en casa de los señores Ferse la mañana en que el capitán Ferse abandonó su domicilio.

– Sí.

– ¿Es usted amiga intima de la familia?

– De la señora Ferse. Creo que sólo había visto una vez al capitán antes de su regreso.

– ¡Ah! Su regreso. ¿Estaba usted con la señora Ferse cuando volvió?

– Había ido a Londres para quedarme con ella aquel mismo día.

– ¿La tarde de su regreso de la clínica mental?

– Sí. Efectivamente, fui a vivir a su casa al día siguiente. – ¿Y permaneció allí hasta el día en que el capitán abandonó la casa?

– Sí.

– ¿Cómo se portó durante ese tiempo?

Ante esta pregunta, Dinny comprendió por vez primera la desventaja de no conocer cuanto ya se había dicho. Sin embargo juzgó poder decir cuanto realmente sentía y sabía.

– A mí me pareció absolutamente normal, salvo que no quería salir ni deseaba ver a nadie. Tenía aspecto saludable, pero mirando sus ojos uno experimentaba una sensación de desasosiego.

– ¿Qué quiere usted decir exactamente?

– Se asemejaban a un fuego detrás de unos barrotes; parecían oscilar como una llama.

Al pronunciar estas palabras le pareció que el jurado había salido por un momento de su estado de inercia.

– Y, ¿dice usted que no quería salir? ¿Y eso durante todo el tiempo que se quedó usted en la casa?

– No. Salió el día anterior al que abandonó su casa. Creo que estuvo fuera todo el día.

– ¿Cree usted? ¿No estaba allí?

– No. Aquella mañana llevé a los dos niños a casa de mi madre, en Condaford, y regresé aquella misma tarde, poco antes de la hora de cenar. El capitán Ferse no estaba.

– ¿Por qué razón llevó usted los niños al campo?

– La señora Ferse me rogó que lo hiciera. Había notado algún cambio en el capitán, y pensó que los niños estarían mejor en otra parte.

– ¿Podría decir que también usted notó un cambio?

– Sí. Lo encontré más intranquilo y quizás algo arisco. Desde luego observé que bebía más durante las comidas.

– ¿No observó algo extremadamente notable?

– No. Yo…

– ¿Qué, señorita Cherrell?

– Estaba a punto de decir algo que no sé a ciencia cierta por no haberlo visto con mis propios ojos.

– ¿Algo que le dijo la señora Ferse? – Bueno, no necesita usted decirlo. – Gracias, sir.

– Volvamos al momento de su llegada, después de haber llevado los niños a su casa. Creo que ha dicho usted que el capitán no estaba. ¿Estaba la señora Ferse?

– Sí; se hallaba ataviada para la cena. Yo me cambié de prisa y cenamos las dos solas. Pasamos mucha angustia por él.

– ¿Y luego?

– Después de cenar subimos a la salita y para que la señora se distrajese, la hice cantar. Estaba muy nerviosa y engustiada. Al cabo de un rato oímos abrirse la puerta de la entrada, el capitán Ferse penetró en la salita y se sentó.

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