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Y tía Wilmet, erguida como un granadero, gritó muy fuerte

– ¡Maldita sea, Dinny, eres imposible!…

Más tarde, sentada al lado de su hermano en el coche descapotable, permaneció silenciosa, resignándose, por decirlo así, a ocupar un segundo término. A pesar de que hubiese sucedido cuanto esperaba, se sentía deprimida. Había ocupado el primer lugar en el pensamiento de Hubert hasta ese momento. Mirando la sonrisa que vagaba por sus labios, necesitaba de toda su filosofía.

– Bien, ¿qué te han parecido nuestros primos?

– El es un buen muchacho. He tenido la impresión de que está enamorado de ti.

– ¡ Oh! ¿De veras? ¿Cuándo te gustaría que viniera a visitarnos?

– Cualquier momento. – ¿La semana próxima? – Sí.

Viendo que él no quería ser más explícito, se sumergió en la contemplación de la belleza de la luz del día que moría lentamente. La altiplanicie Wantage y la carretera de Faringdon eran un encanto bajo los rayos del sol poniente; Whittenham Clumps parecía oponerse a la subida, como una barrera. Virando hacia la derecha llegaron al puente y, cuando estuvieron en el centro, ella le tocó un brazo.

En ese trecho, abajo, fue donde vimos los lámprides. ¿Te acuerdas, Hubert?

Se detuvieron y miraron el río tranquilo, desierto y casi hecho ex profeso para los peces brillantes. La luz crepuscular que se filtraba a través de los sauces iluminaba acá y acullá la ribera meridional. Parecía el río más plácido del mundo, el más sometido al humor de los hombres; su corriente fluía límpida e igual entre los campos luminosos y entre los árboles simétricos, de ramas inclinadas hacia el suelo, poseyendo como una suave intensidad de vida, una fisonomía propia, llena de gracia y de esquivez.

– Hace tres mil años – dijo Hubert repentinamente -, este viejo río era como los que he visto en los países salvajes un curso de agua informe en medio de la selva intrincada.

Puso el coche en marcha. Ahora tenían el sol a su espalda, y era como si se zambulleran en algo que se hubiera pintado para ellos. Y así iba corriendo, mientras por el cielo se difundía el carmesí del ocaso del sol, y los campos, desnudos después de la cosecha, comenzaban a oscurecerse y la soledad parecía intensificarse bajo el vuelo vespertino de los pájaros.

A la puerta de Condaford Grange, Dinny se apeó del coche canturreando: «Ella era una pastorcita, ¡oh!, tan bonita», y miró el rostro de su hermano. Pero éste se hallaba atareado con el automóvil y no pareció darse cuenta de la relación que eso pudiera tener con él.

CAPITULO XII

El carácter de un joven inglés de la variedad «taciturno» es difícil de entender. La variedad «locuaz» es, desde luego, más fácilmente comprensible. Sus modales y sus costumbres chocan a la vista, pero poco cuentan en la vida nacional. Vociferador, criticón, ingenioso, conociendo y dando a conocer tan sólo a los de su propia variedad, forma como una iridiscencia que resplandece sobre la superficie del pantano ocultando el fango que está debajo. De un modo constante y brillante expresa muy pocas cosas, mientras los que pasan la vida en la aplicación de una energía disciplinada permanecen invisibles, pero no por esto son menos sólidos, puesto que los sentimientos continuamente exhibidos dejan de ser sentimientos, y los sentimientos jamás exhibidos se profundizan en el silencio. Hubert no tenía el aspecto sólido, ni era torpe; le faltaban, quizás, esos recursos que son normales en la línea de conducta del silencioso. Disciplinado, sensible y nada tonto, era capaz de formarse tranquilamente un juicio sobre las personas o sobre los sucesos, que hubiera sorprendido al locuaz; pero jamás lo expresaba, salvo a sí mismo. Hasta poco antes, efectivamente, le habían faltado tiempo y oportunidad; pero, viéndole en una sala de fumar, en una comida o en uno cualquiera de esos lugares donde brillan las personas de fácil conversación, se hubiera comprendido que ni el tiempo ni las ocasiones le harían volverse más ruidoso. Dado que había ido a la guerra muy joven como oficial de carrera, le faltaron las influencias de la universidad y de la vida mundana de Londres, que tanto contribuyen a la expansividad de un hombre. Ocho años en Mesopotamia, en Egipto y en la India, un año dé enfermedad y, finalmente, la expedición de Hallorsen, le habían dado un aspecto remoto, enjuto, casi amargo. Tenía el temperamento de los que, cuando están ociosos, se consumen el corazón. Con su perro, su escopeta, o bien montando, encontraba la vida soportable, pera sólo esto. Careciendo de esos recursos accidentales, languidecía. Tres días después de haber regresado a Condaford salió a la terraza. Donde estaba Dinny, con un número del Times en la mano.

– ¡Mira esto! Dinny leyó

«Sir: Espero tendrá usted a bien excusarme por esta intrusión en sus columnas. Ha llegado a mi conocimiento el hecho de que determinados párrafos de mi libro Bolivia y sus secretos, editado el pasado mes de julio, han molestado gravemente a mi colaborador, el capitán Hubert Charwell, D. S. O., que estaba encargado de los transportes de la expedición. Volviendo a leer esos párrafos, he quedado convencido de que, irritado a causa del fracaso parcial de la expedición y debido al estado de agotamiento_ en que regresé de aquella aventura, critiqué de un modo injusto la conducta del capitán Charwell; por lo tanto, mientras aguardo la publicación de la segunda edición revisada, que no tardará mucho en aparecer, deseo abroTechar la ocasión piara rectificar públicamente en su importante periódico la acusación contenida en las palabras que escribí. Es mi deber y mi agrado el presentar al capitán Charueü y al Ejército británico, del que es miembro, mis más sinceras excusas y mi sentimiento por cualquier dolor que haya podido Causarle.

Me considero su humilde servidor,

Profesor Edward Hallorsen. Piedmont Hotel. Londres.»

– ¡Muy noble! – exclamó Dinny, temblando ligeramente. – ¡Hallorsen en Londres! ¿Qué diablos pretenderá con esta salida tan repentina?

Dinny comenzó a arrancar unas hojas mustias de un agapanthus. En ese momento se le revelaba el peligro de entrometerse en los asuntos de los demás.

– Parece como si estuviera arrepentido, querido. -¡Arrepentirse ese individuo! ¡No es propio de él! Detrás de todo esto hay algo.

– Sí, estoy yo. -¡Tú!

Dinny temblaba tras su sonrisa.

– Conocí a Hallorsen en Londres, en casa de Diana. También estuvo en Lippinghall. De manera que yo… ejem… le ataqué.

El rostro cetrino de Hubert se puso colorado. -¿Tú le pediste… tú le rogaste…?

. -¡Oh, no! -Entonces, ¿qué?

– Creo que se prendó de mí. Es extraño, pero no pude impedirlo, Hubert.- ¿Ha hecho esto para caerte en gracia?

– Te expresas como hombre y como hermano. – ¡Dinny!

También ella se sonrojó. A pesar de que sonreía, estaba enojada..

– Yo no le alenté. Se prendó de mí de un modo irrazonable, no obstante las abundantes duchas de agua fría que le eché encima. Pero si te interesa mi opinión, Hubert, he de decirte que tiene muchas buenas cualidades.

– Es natural que pienses así, Dinny – repuso Hubert con frialdad.

Su rostro habíase vuelto a poner cetrino; incluso estaba ceniciento.

Dinny le cogió el brazo impulsivamente.

– ¡No seas tonto! Si por una razón u otra se ha decidido a presentar públicamente sus excusas, aunque estén tan mal expuestas, ¿no hay que considerarlo como una ventaja?

– No, cuando en ello está mezclada mi propia hermana. Me hace el efecto de ser como un… como un… – se llevó las manos a la cabeza -. Todos pueden golpearme y yo no puedo moverme.

Dinny había recobrado su sangre fría.

– No debes temer que yo te comprometa. Esta carta nos trae buenas noticias: derrumba todo el edificio de la acusación. Frente a estas excusas, ¿quién puede decir nada?

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