– Ferrar me ha dicho que ha sido usted quien ha -hecho imprimir el Diario de su hermano.
Dinny inclinó la cabeza y suspiró hondamente. – ¿Ha sido impreso en su forma -original? – ¿Exactamente?
– Sí. No he alterado ni omitido palabra alguna.
Observando su rostro no veía más que la redonda brillantez de los ojos y la ligera prominencia del labio inferior. Era casi como mirar a un dios. Tuvo un escalofrío ante la rareza de este pensamiento y sus labios formaron una crispada y desesperada sonrisa.
– He de hacerle una pregunta, señorita Cherrell. Dinny emitió un «sí» que fue un suspiro.
– ¿Cuántas páginas de este Diario fueron escritas por su hermano después de su regreso?
Lo miró estupefacta. Luego, el oculto significado de la pregunta le produjo un choque.
– ¡Ninguna! ¡Oh, ninguna! Todo fue escrito allí – exclamó, levantándose impulsivamente.
– ¿Me permite preguntarle cómo lo sabe usted?
– Mi hermano… – empezó y solamente entonces se dio cuenta del hecho de no poseer más que la palabra de Hubert -. Eso me dijo mi hermano.
– ¿Su palabra es el Evangelio para usted?
Le quedaba bastante sentido del humor para no «sulfurarse», pero irguió la cabeza.
– Evangelio. Mi hermano es un soldado y…
Se paró de golpe y, observando aquel labio inferior tan imperativo, se odió a sí misma por haber usado esa fórmula.
– ¡Sin duda! ¡Sin duda! Pero, ¿se da usted cuenta de la trascendencia de la cuestión?
– Está el original… – balbuceó Dinny. ¡Oh!, ¿por qué no lo había traído? – Se ve claramente…-, quiero decir que está todo manchado y en desorden. Puede usted verlo cuando quiera. ¿Tengo que?…
Pero él tendió una mano para detenerla.
– No importa. ¿Quiere usted mucho a su hermano, señorita Cherrell?
Los labios de Dinny temblaron.
– Mucho. Todos le queremos.
– Está recién casado, ¿verdad?
– Sí, recién casado.
– ¿Resultó herido su hermano durante la guerra? – Sí. Una bala le atravesó la pierna izquierda. – ¿Ninguna herida en un brazo?
De nuevo la misma insinuación.
– ¡No!
La vibrante respuesta salió como un disparo de fusil. Durante medio minuto se quedaron mirándose uno al otro. Palabras de súplica, de resentimiento, palabras incoherentes subiéronle a Dinny a los labios, pero no las pronunció: se llevó una mano a la boca.
Él asintió.
– Gracias, señorita Cherrell, gracias.
Ladeó ligeramente la cabeza, se volvió y, como llevando la cabeza en una bandeja, salió. Cuando hubo traspuesto el umbral, Dinny se cubrió el rostro con las manos. ¿Qué había hecho? ¿Se lo había enemistado? Se pasó las manos por la cara y luego cerró los puños, abandonando los brazos a lo largo del costado, mirando fijamente la puerta por la que se había marchado y temblando de pies a cabeza. Pasó un minuto. La puerta se abrió de nuevo y Bobbie Ferrar entró. Ella vio sus dientes. Bobbie inclinó la cabeza en señal de asentimiento, cerró la puerta y dijo
– Todo marcha bien.
Dinny se volvió de pronto hacia la ventana. Ya había oscurecido, pero, incluso sin la oscuridad, no habría podido ver. ¡Todo marchaba bien! i Todo marchaba bien! Se restregó los ojos con los nudillos, dio media vuelta y tendió ambas manos, sin saber dónde las tendía.
No se las sintió estrechar, pero la voz de Bobbie pronunció
– Soy muy feliz.
– Creí haberlo echado todo a perder.
Entonces ella vio sus ojos, redondos como los de un cachorro.
– Ya había tomado su decisión, pues de otro modo no la hubiera querido ver a usted, señorita Cherrell. Al fin y al cabo, no es tan duro de corazón. Naturalmente, había hablado de la cuestión con el magistrado, durante el almuerzo… y eso ha servido de mucho.
«Entonces he sufrido esa agonía para nadan – pensó Dinny. – ¿Ha visto el prefacio, señor Ferrar?
– No, y ha sido mejor así. Pudiera haber surtido el efecto contrario. En realidad, todo se lo debemos al magistrado. Pero usted le ha causado buena impresión. Ha dicho que es usted transparente.
– ¡Oh!
Bobbie Ferrar cogió de encima de la mesa el pequeño libro encarnado, lo miró amorosamente y se lo metió en un bolsillo.
– ¿Podemos irnos?
En Whitehall, Dinny aspiró tan hondamente, que todo el, aire oscuro de noviembre pareció entrar en ella como una bebida larga y desesperadamente deseada.
– ¡Una oficina de correos! ~- dijo -. Supongo que no cambiará de idea, ¿verdad?
– Tengo su palabra. Su hermano, señorita Cherrell, será puesto en libertad esta misma noche.
– ¡Oh, señor Ferrar!
Las lágrimas subieron repentinamente a sus ojos. Se volvió para ocultarlas, y cuando se volvió de nuevo hacia él, ya no estaba allí.
CAPITULO XXXVII
Cuando hubo enviado sendos telegramas a su padre y a Jean y hubo telefoneado a Fleur, a Adrián y a Hilary, Dinny cogió un taxi para ir a Mount Street y, al llegar, abrió la puerta del despacho de su tío. Sir Lawrence, sentado al lado del fuego con un libro que no leía, levantó la mirada.
– ¿Qué noticias, Dinny? -¡Salvado!
– ¡Gracias a ti!
– Bobbie Ferrar dice que gracias al magistrado… Por poco lo estropeo todo.
– Toca el timbre.
Dinny lo oprimió.
– Blox, dígale a lady Mont que necesito hablar con ella.
– Buenas noticias, Blox; el señorito Hubert está libre.
– Gracias, señorita… Aposté seis contra cuatro.
– ¿Qué podemos hacer para celebrarlo, Dinny?
– Yo he de volver a Condaford, tío.
– No antes de haber comido. Te irás borracha. ¿Y Hubert? ¿Nadie irá a buscarle?
– Tío Adrián me ha dicho que es mejor que yo no vaya; que iría él. Hubert volverá a su casa, naturalmente, y aguardará a Jean.
Sir Lawrence le dirigió una extraña mirada.
– ¿Dónde emprenderá el vuelo?
– Desde Bruselas.
– ¡De modo que allí estaba el centro de operaciones! Estoy muy satisfecho de que haya concluido esta empresa por la liberación de Hubert. Hoy en día no se puede recurrir a ese tipo de iniciativas.
– Creo que lo habrían hecho – dijo Dinny. Ahora que ya no era necesaria, la idea de la fuga se le antojaba menos descabellada -. ¡Oh, tía, Em, qué bata tan hermosa!
– Estaba vistiéndome. Blox ha ganado cuatro libras. Dinny, dame un beso. Dale uno también a tu tío. Das unos besos muy agradables. Tienen cuerpo. Si bebo champaña, mañana estaré enferma.
– Pero, ¿lo necesitas, tía?
– Sí, Dinny, prométeme que besarás a aquel muchacho.
– ¿Te dan comisión por los besos, tía?
– No querrás decirme que no estaba a punto de hacer huir a Hubert de la cárcel, o algo semejante, ¿verdad? El rector me dijo que un día llegó de repente con unas largas barbas, cogió una regla de cálculo, dos libros sobre Portugal y volvió a marcharse. El rector se sentirá aliviado. Estaba adelgazando. De modo que yo creo que tendrías que besarle.
– Un beso, tía, hoy día ya no significa nada. He estado a punto de besar a Bobbie Ferrar, sólo que se ha dado cuenta a tiempo.
– Dinny no quiere que la molesten con todos esos besos - dijo sir Lawrence -. Tiene que posar para mi joven. Irá a Condaford mañana.
– Tu tío tiene una manía, Dinny: hace colección de damas. Pero ya no quedan, ¿sabes? El tipo ha desaparecido. Ahora todas somos hembras.
Dinny partió para Condaford en el último tren de la noche. Habían insistido para que bebiese vino durante la cena. Ahora estaba sentada, presa de una extraña exaltación soñolienta, sintiendo gratitud hacia cada cosa, hacia el movimiento y hacia la oscuridad iluminada que volaba ante las ventanillas. No lograba retener pequeñas sonrisas de alegría. ¡Hubert estaba libre! ¡Condaford salvada! ¡Sus padres otra vez tranquilos!
¡Jean feliz! ¡Alan desprendido de la amenaza de la deshonra! Sus compañeros de viaje, puesto que viajaba en tercera, la miraban con la sincera y furtiva extrañeza que tantas sonrisas despertaban en las mentes de personar- obligadas a pagar impuestos. ¿Estaba borracha, idiotizada o sencillamente enamorada? A lo mejor, las tres cosas. A su vez los miraba con benévola compasión; evidentemente, ellos no estaban ebrios de felicidad. La hora y media pareció breve y Dinny se apeó en la estación débilmente iluminada. Se hallaba menos soñolienta, pero afín tan exaltada como cuando había montado en el tren. En el telegrama había olvidado anunciar su regreso, de manera que tuvo que dejar allí su equipaje y encaminarse a pie.