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– Hola, Cameron – dijo Hilary, levantándose -. ¿Ha peleado de nuevo?

Una de sus manos estaba vendada, como si tuviera una luxación en el pulgar.

– Bueno, señor Vicario, el modo como muchos individuos tratan a los caballos es espantoso. Ayer tuve una pelea. Un fulano fustigaba a un caballo lleno de buena voluntad, pero sobrecargado, y yo jamás he podido tolerar una cosa semejante. -¡Espero que le diera su merecido!

El señor Cameron guiñó los ojos.

– Bueno, le hice sangrar un poco la nariz y yo sufrí una. luxación en el pulgar. Pero he venido a decirle, sir, que he encontrado una colocación en el Ayuntamiento. No es mucho, pero basta para ir tirando.

– ¡Estupendo! Oiga, Cameron, lo siento mucho, pero mi esposa y yo hemos de ir a una junta. Quédese aquí, tome una taza de café y charle un rato con mi sobrina. Háblele del Brasil.

El señor Cameron miró a Dinny. Tenía una sonrisa encantadora.

La hora siguiente pasó muy rápida y entretenida. El señor Cameron tenía una conversación fluida. Le contó, prácticamente, toda la historia de su vida, desde su infancia en Australia y su alistamiento a los dieciséis años para ir a la guerra de los boers, hasta sus experiencias después de la gran guerra. Había hospedado en su cuerpo toda especie de insectos y microbios; había tratado con caballos, chinos, cafres y brasileños; se había F roto la clavícula y una pierna, conocía los gases asfixiantes y la conmoción nerviosa producida por los bombardeos; pero – como explicó esmeradamente – ya no le quedaba mal alguno, salvo «aquella miaja de molestias en el corazón». Su rostro tenía una especie de luz interior y sus palabras demostraban que no tenía conciencia de ser un tipo fuera de lo ordinario. En esos momentos, era el mejor antídoto que Dinny hubiese podido tomar y lo retuvo todo lo posible.

Cuando se hubo marchado, salió ella también, sumándose É al tráfico callejero con ojos nuevos. Eran las tres y media. Aún tenía dos horas y media que matar. Anduvo hacia el Regent's Park. Pocas eran las hojas que habían quedado en los árboles y el aire olía fuertemente a hojarasca quemada. Pasó a través del humo tenue y azulado pensando en el señor Cameron y resistiendo a la melancolía. ¡Qué vida había hecho! ¡Y qué alegría de vivir habíale quedado! Pasó por las cercanías del Long Water, iluminado por los últimos rayos del sol, y entró en Marylebone. Se le ocurrió que antes de ir al Foreign Office tenía que buscar un lugar donde arreglarse un poco. Escogió los «Almacenes Harridge», y entró. Eran las cuatro y media. Ilis salones estaban llenos de gente. Fue vagando del uno al otro, compró una borla de polvos, tomó un té, se arregló y salió. Aún faltaba más de media hora y se puso de nuevo a caminar, a pesar de que ya se sentía cansada. A las seis menos cuarto exactas, dio su tarjeta de visita a un empleado del Foreign Office y la acompañaron a una sala de espera. La sala no tenía espejos, de forma que sacó de su bolso la polvera y se miró en el espejito, opaco por el polvo. Le pareció estar descontenta de sí misma y le supo mal, aunque, después de todo, no tuviese que ver a Walter. Tenía que quedarse a un lado y aguardar. ¡Siempre aguardar!

– ¡ Señorita Cherrell!

Bobbie Ferrar estaba en el umbral de la puerta. Presentaba su aspecto habitual. Pero, naturalmente, a él tanto le daba. ¿Y por qué hubiera tenido que importarle algo?

Bobbie dio unos golpecitos contra el bolsillo superior de su americana.

– Aquí tengo el prefacio. ¿Nos vamos?

Y comenzó a hablar del asesinato Chingford. ¿Había seguido el proceso? No, no lo había seguido. Era un caso realmente estupendo. Repentinamente, añadió

– El boliviano no quiere asumir la responsabilidad, señorita Cherrell.

– ¡Olí!

– No tiene importancia -y su rostro se ensanchó en una sonrisa.

«Sus dientes son verdaderos – pensó Dinny -. Puedo ver algunos empastes de oro.»

Llegaron al Home Office y entraron. Su guía les condujo arriba, por los amplios escalones, y luego por un largo pasillo. Finalmente los introdujo en una habitación grande y desierta, cuya chimenea, al fondo, estaba encendida. Bobbie Ferrar acercó una silla a la mesa.

– ¿El Graphic o esto? – y sacó de un bolsillo un pequeño tomo.

– Los dos, por favor – contestó Dinny, con voz débil.

El se los puso delante. «Esto» era una pequeña edición de unos «Poemas de Guerra», encuadernada en rojo.

– Es una edición original -… explicó Bobbie Ferrar -.Lo he descubierto hoy, después del almuerzo.

– Sí – dijo Dinny y se sentó.

Una puerta interior se abrió y asomó una cabeza.

– Señor Ferrar, el Secretario de Estado puede recibirle. Bobbie Ferrar le lanzó una mirada, murmuró entre dientes un: «¡ Ánimo!» y se marchó.

Jamás en toda su vida hablase sentido tan sola como en esta vasta sala de espera, tan contenta de hallarse sola y tan aterrorizada ante la idea de que la soledad tuviese que acabar. Abrió el tomito y leyó

«He eyed a neat framed notice there

Above the fire place kung to show

Disabled heroes where to go

For arms and legs, with scale of price

And words of dignified advice

Hows officers could get them free…

Elbow or shoulder, hip or knee,

Two arms, two legs, though all were lost,

They'd be restored him free of cost.

Then a girl guide looked in and said…

De repente el fuego crujió y una chispa saltó sobre la alfombra. Dinny la vio apagarse con pesar. Leyó otros poemas, pero no los comprendió y, cerrado el tomito, abrió el Graphic. Después de haber vuelto las páginas desde la primera a la última, no habría podido mencionar el tema de ninguna de las ilustraciones. Todas las cosas estaban absorbidas por una sensación de lejanía. Se preguntó si era peor esperar que le operaran a uno mismo o bien a una persona querida; decidió que esto último debía ser lo peor. Parecía que hubiesen transcurrido varias horas. ¿Cuánto tiempo hacía que se había marchado?

¡Sólo las seis y media! Empujó la silla hacia atrás y se puso en pie.

Colgados de las paredes había retratos de hombres de Estado de la época victoriana y Dinny pasó del uno al otro, pero todos hubieran podido ser el mismo hombre de Estado con el bigote en las diferentes fases de su desarrollo. Volvió a sentarse, acercó mucho más la silla a la mesa y apoyó sus codos sobre ella, posando luego la barbilla sobre las manos y sacando un poco de consuelo de esta incómoda posición. A Dios gracias, Hubert no sabía que se estaba decidiendo su destino y no sufría por esta espera atroz. Dinny pensó en Jean y Alan y esperó, de todo corazón, que estuviesen preparados para lo peor. A cada momento, lo peor parecía más seguro. Una especie de somnolencia comenzó a ampararse de ella. ¡Jamás volvería…, jamás, jamás! Y esperó que no volviese, si tenía que traer la condena a muerte.

Al final tendió los brazos encima de la mesa y apoyó sobre ellos la frente. Permaneció sumergida en esa somnolencia por un espacio de tiempo que no habría sabido precisar. Luego, el ruido de alguien que carraspeaba la sobresaltó, y ella dio un respingo hacia atrás.

No era Bobbie Ferrar quien estaba cerca de la chimenea, sino un hombre alto, de rostro afeitado y rojizo, cabellos, de plata cepillados en cresta de gallo sobre la frente, con las piernas alargadas y las manos debajo de los faldones del chaqué. La miraba con sus ojos gris-claro muy abiertos y los labios entreabiertos como si estuviese a punto de decir algo. Dinny estaba demasiado asustada para levantarse y se quedó sentada, mirándole.

¡Señorita Cherrell, no se moleste! – y, como para detenerla, levantó una mano que había sacado de debajo los faldones. Dinny -permaneció sentada, muy contenta de conservar esa posición, puesto que había comenzado a temblar violentamente.

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