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– Siempre sucede lo mismo cuando uno lleva prisa – se lamentó Fleur.

Pasaron veinte minutos antes de que volviesen a ponerse en marcha.

– No es posible llegar a tiempo – dijo Fleur-, pero, si realmente lo queréis, encontraréis sus huellas. La estación está un poco más allá del pueblo.

Atravesaron a toda velocidad Billingshurst, Pulborough y el puente de Stopham.

– Es mejor que vayamos directamente a Petworth – propuso Hilary -. Si tiene intención de volver a Londres, le encontraremos.

– ¿He de pararme si le vemos?

– No, continúa adelante y luego retrocede.

Pero pasaron por Pehvorth y recorrieron, sin encontrarlo; los dos kilómetros que había desde la estación.

– El tren ha llegado hace más de veinte minutos – dijo Adrián -. Vamos a informarnos.

El empleado había recogido el billete de un señor con abrigo azul y bombín. No, no llevaba equipaje y se había dirigido hacia las colinas. ¿Cuánto tiempo hacía? Quizá media hora.

Volvieron rápidamente al coche y se encaminaron hacia las colinas.

– Recuerdo – dijo Hilary -, que un poco más adelante hay una bifurcación que conduce a Sutton. Queda por saber si ha ido por ese lado o bien si ha continuado subiendo. Lo preguntaremos. Pueden haberle visto, dado que por ahí hay muchas casas.

Apenas pasada la vuelta había una pequeña oficina de correos y un cartero se acercaba en bicicleta por la carretera de Sutton

Fleur detuvo el coche, rozando la acera.

– ¿Ha visto usted dirigirse hacia Sutton a un señor con abrigo azul y bombín?

– No señorita, no he visto ni un alma.

– Gracias. ¿He de continuar hacia las colinas, tío? Hilary consultó el reloj.

– Si mal no recuerdo, hay casi dos kilómetros de aquí a la cumbre de la colina situada cerca de Duncton Beacon. Hemos recorrido diez kilómetros desde la estación, y él llevaba, digamos, veinticinco minutos de ventaja. Por lo tanto, una vez llegados a la cumbre tendríamos casi que haberle alcanzado. Desde arriba veremos la carretera frente a nosotros y podremos avistarle. Si no lo encontramos, eso significará que ha subido a la colina, pero… ¿por qué camino?

– Habrá ido hacia su casa – dijo Adrián en voz baja. – ¿Hacia el este? – preguntó Hilary -. Adelante, pues, Fleur, y no demasiado de prisa.

Fleur dirigió el coche por la carretera que conducía a las colinas.

– Hurgad en mi abrigo y encontraréis tres manzanas. Las he cogido al salir de casa.

– ¡Qué cabeza! -exclamó Hilary -. Pero las querrás para ti.

– No. Yo estoy adelgazando. Puedes dejarme una.

Los dos hermanos, comiendo una manzana cada uno, miraban atentamente los bosques que bordeaban la carretera.

– Demasiado 'espesos – repuso Hilary -. Marchará por donde esté más descubierto. Si le ves, Fleur, párate en seguida.

Pero no le vieron, y subiendo cada vez más lentamente, llegaron a la cumbre. A la derecha estaba la punta redonda de Duncton Beacon, coronada de hayas, y a la izquierda los Downs abiertos. Por la carretera que extendíase delante de ellos no había nadie.

– Nadie en frente – dijo Hilary -. Debemos decidir algo.

– Sigue mi consejo, tío Hilary. Déjame que os vuelva a llevar a casa.

– ¿Tú qué dices, Adrián? Adrián movió la cabeza.

– Yo continuaré – decidió. – Perfectamente. Voy contigo.

– ¡Mirad! – exclamó Fleur de repente, indicando con la mano.

A una distancia de cinco metros aproximadamente, en un escarpado sendero que tenía su origen en el lado izquierdo de de la carretera, yacía un objeto oscuro.,

– Me parece que es su abrigo.

Adrián saltó del coche y corrió hacia el objeto. Regresó trayendo un abrigo colgado del brazo.

– Ya no cabe duda – dijo -. O bien se ha parado aquí para descansar y lo ha perdido inadvertidamente, o bien se ha cansado de llevarlo. Sea como fuere, es una mala señal. Vamos, Hilary.

Dejó el abrigo en el coche.

– ¿Ordenes para mí, tío Hilary?

Has estado magnífica, querida mía. ¿Quieres estarlo un poco más y aguardarnos aquí una hora? Si al cabo de ese tiempo no hubiésemos regresado, baja y bordea lentamente las colinas por la carretera de Sutton Bugnor y West Burton; entonces, si no nos ves por ninguna parte a lo largo de ese camino, pasa por la carretera que atraviesa Pulborough y regresa a Londres. Si te sobra un poco de dinero, nos lo podrías prestar. Fleur sacó el portamonedas.

– Llevo tres libras. ¿Os bastarán dos?

– Las aceptamos con gratitud – contestó Hilary -. Adrián y yo jamás tenemos dinero. Creo que somos la familia más pobre de Inglaterra. Adiós, querida, y gracias. ¡Ahora, a lo nuestro, viejo!

CAPÍTULO XXVIII

Agitando la mano en señal de saludo hacia Fleur que, de pie cerca de su coche, estaba mordiendo la última de las tres manzanas, los hermanos tomaron el sendero que rodeaba la colina.

– Ve delante – dijo Hilary -. Tienes mejor vista y tu traje es menos visible. Si le vieras, nos consultaremos. Llegaron casi en seguida ante una alta alambrada que corría a lo largo de la colina.

– Acaba allá, a la izquierda – indicó Adrián -. Démosle la vuelta por el lado de los bosques. Cuanto más bajo nos mantengamos, mejor será.

Bordearon la falda de la colina avanzando cerca de la alambrada, sobre un terreno escabroso y desigual. Caminaban con el paso tardo en los escaladores, como si hiciesen de nuevo una larga y difícil ascensión. La duda de poder alcanzar a Ferse, de lo que harían en caso de alcanzarle y el saber que la persona con quien tendrían que tratar era un loco, daba a sus rostros la expresión que ofrecen los de los soldados, de los marinos, de los hombres que escalan montañas, es decir, la de mirar de hito en hito las cosas que tienen delante.

Habían atravesado una vieja y poco profunda cantera de greda y subían los pocos metros de desnivel del lado opuesto, cuando Adrián se echó para atrás, arrastrando a su hermano.

– Ahí está – cuchicheó -, a unos setenta metros delante nuestro.

– ¿Te ha visto?

– No. Tiene un aspecto terrible. Va sin sombrero y anda gesticulando. ¿Qué hacemos?

– Asoma la cabeza por esa mata.

Adrián, de rodillas, se puso a mirar. Ferse había cesado de gesticular y ahora estaba erguido, cruzado de brazos y cabizbajo. Le daba la espalda a Adrián y no hubiérase podido juzgar su estado de ánimo, a no ser por su postura inmóvil, rígida y abstraída. Repentinamente alargó los brazos, movió la cabeza de un lado para otro y comenzó a caminar.

Adrián esperó hasta que hubo desaparecido entre los matorrales de la pendiente y luego hizo signo a Hilary de seguirle. – No debemos dejar que nos adelante demasiado – murmuró Hilary – o no sabremos si entra en el bosque.

– Continuará al descubierto. El pobre diablo necesita aire. De nuevo hizo agachar a su hermano. El terreno había empezado repentinamente a formar un declive que descendía directamente hasta una cavidad tapizada de hierba. Veían perfectamente a Ferse en medio de la pendiente. Caminaba despacio, inconsciente de ser perseguido. De vez en cuando se llevaba las manos a la cabeza como para alejar algo que le molestase.

– ¡Dios mío! – exclamó Adrián -. ¡Detesto este espectáculo!

Hilary asintió.

Permanecieron tendidos, observando. Parte de la altiplanicie era visible, rica en colores en aquella luminosa jornada de octubre. La hierba, después de la densa escarcha matutina, todavía estaba perfumada; encima de las colinas gredosas el cielo tenía ese azul pálido y espiritual que tiende casi al blanco. El día era silencioso, casi sin hálito de vida. Los hermanos esperaban callados.

Ferse había llegado ya a la llanura; le vieron dirigirse, desconsolado, hacia un bosquecillo de matorrales, a través de un prado accidentado. Un faisán levantó el vuelo delante de sus pies. Se sobresaltó igual que si se hubiera despertado de un ensueño y se quedó mirando su vuelo por el cielo.

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