– Probablemente conoce estos alrededores metro por metro – comentó Adrián -. Era un apasionado cazador.
En ese momento, Ferse levantó los brazos como si asiera una escopeta. Había algo extrañamente tranquilizador en aquel gesto.
– Corramos – dijo Hilary, mientras Ferse desaparecía en el bosquecillo.
Bajaron la pendiente, apresurándose sobre el terreno desigual.
– ¿Y si se parase en el bosquecillo? -preguntó Adrián, jadeando.
– ¡Arriesguémonos! Vayamos despacio hasta que logremos ver la cuesta.
Unos cien metros más allá del pequeño bosque, Ferse se encaramaba lenta y fatigosamente por la colina.
– Por ahora todo marcha bien -murmuró Hilary -. Tenemos que esperar hasta que esa subida se allane y dejemos de verle. Éste es un asunto bien raro. Y, al final de todo esto, puedes decirme ¿qué hay? – Debemos saber- contestó Adrián.
– Ahora le perdemos de vista. Concedámosle cinco minutos. Los contaré.
Esos cinco minutos parecieron interminables. Una urraca emitió una nota estridente desde la falda boscosa de la colina; un conejo salió de su, madriguera y se acurrucó delante de ellos.; ligeros hálitos de viento pasaban a través de la maleza.
– ¡Vamos! -dijo Hilary. Se levantaron y subieron a pasos rápidos la cuesta herbosa -. Si vuelve sobre sus pasos… – Cuanto más pronto nos encontremos frente a frente, mejor será =repuso Adrián -. Pero si se da cuenta de que le perseguimos echará a correr y le perderemos de vista. Cautelosamente alcanzaron la cumbre. El terreno descendía suavemente hasta llegar a un terreno arcilloso que se deslizaba en la parte superior de un bosque de hayas, a su derecha. No había ninguna huella de Ferse.
– O bien ha entrado en el bosque, o bien ha atravesado la maleza y está subiendo de nuevo. Es mejor que nos apresuremos y que nos cercioremos.
Corrieron por el sendero. Estaban a punto de entrar en el bosque, cuando el sonido de una voz a unos veinte metros de distancia les hizo quedarse inmóviles. Ferse hablaba en algún lugar del bosque, murmurando entre dientes. No distinguían las palabras, pero la voz les causó una sensación de desasosiego.
– ¡Pobre muchacho! – cuchicheó Hilary -. ¿Debemos alcanzarle e intentar confortarle?
– ¡Escucha!
Se produjo un ruido como el de una rama quebrada bajo un pie, una imprecación mascullada y luego un grito de angustia, tan inesperado que les llenó de terror. Tenía un tono que helaba la sangre. Adrián dijo
– ¡Es horroroso! ¡Ha salido del bosque!
Entraron cautelosamente en el bosque y observaron que Ferse corría hacia la colina que se levantaba al otro extremo. – No nos ha visto. ¿Verdad?
. No, pues en caso contrario se volvería para mirar. Aguardemos hasta que le perdamos nuevamente de vista.
– Ésta es una tarea sumamente antipática – dijo Hilary de pronto-, pero estoy de acuerdo contigo en que ha de hacerse hasta el fin. ¿Has oído qué sonido tan horrible? Debemos saber con exactitud lo que vamos a hacer.
– He pensado – repuso Adrián -, que si podemos convencerle de que regrese a Chelsea, mantendremos alejados a Diana y a los niños, despediremos a las doncellas y contrataremos a unos camareros especiales. Yo me quedaría con él hasta que todo estuviese arreglado. Me parece que la única posibilidad de salvación es su casa.
– No creo que regrese por su propia voluntad.
– En tal caso, sólo Dios sabe lo que sucederá. Yo no quiero contribuir a que le encierren.
– ¿Y qué haremos si intenta matarse? – Eso es cosa tuya, Hilary.
Este permaneció silencioso.
– No te fíes demasiado de mi hábito – dijo, repentinamente -. Un párroco de una parroquia como la mía es bastante duro de corazón.
Adrián le cogió una mano
– ¡Ya está fuera de nuestra vista! – Adelante, entonces.
Atravesaron el llano rápidamente y emprendieron la subida. Arriba, cambiaba el carácter del terreno; esparcidas por la elevación había zarzas de espino blanco, ifos, arbustos espinosos y unas hayas jóvenes.
Formaban un buen escondrijo y ellos podían moverse libremente.
– Dentro de poco llegaremos a la encrucijada que hay encima de Bignor – murmuró Hilary -. Desde allí puede coger el sendero que baja. Podríamos perderle de vista fácilmente.
Echaron a correr, pero detrás de un tejo se pararon de golpe.
– No baja – dijo Hilary – ¡Mira!
Ferse corría hacia la parte norte del collado, por una pendiente abierta y herbácea, al otro lado del cruce de senderos donde se erguía un poste indicador.
– Recuerdo que hay un segundo sendero que conduce hasta allá.
– Es una oportunidad, pero ahora no podemos detenemos. Ferse había dejado de correr y marchaba lentamente cuesta arriba con la cabeza gacha. Quedándose detrás del tronco de un tejo le siguieron con la mirada hasta que desapareció. -¡Vamos! -dijo Hilary.
Había casi un kilómetro y ambos estaban en la cincuentena.
– No vayamos demasiado aprisa – jadeó Hilary -. No podemos exponemos a que nos estallen los pulmones. Siguiendo un paso regular, alcanzaron la cumbre tras la cual Ferse había desaparecido y encontraron un sendero lleno de híerba.
– Despacio ahora – dijo Hilary, resoplando.
También aquí la falda de la colina estaba sembrada de matorrales y árboles jóvenes y se ocultaron tras ellos hasta que llegaron a una cantera de greda poco profunda.
– Detengámonos aquí un momento a recobrar aliento… No puede haberse alejado de la colina porque lo hubiéramos visto. ¡Escucha!
Hasta ellos llegaba desde abajo el son de un canto. Adrián asomó la cabeza y miró. Algo más lejos, cerca del sendero, Ferse yacía tumbado. Las palabras de la canción que cantaba les llegaba claramente
Must I go bound, and you go freet Must I love a lass that couldrit love met Oh l was 1 taught so poor a wit
As love a lass, would break my heart.
Calló y permaneció inmóvil. Luego, con gran horror por parte de Adrián, su rostro se deformó, levantó los puños al aire y gritó
¡ No quiero… no quiero estar loco! – Y se revolcó con el rostro contra el suelo.
Adrián retrocedió.
– Es terrible. ¿Debo ir abajo y hablar con él? -Iremos juntos. Caminemos despacio, para no asustarlo. Tomaron el sendero que rodeaba la cantera. Ferse ya no estaba allí.
– Sigamos lentamente, muchacho – dijo Hilary. Avanzaron extrañamente tranquilos, como si hubiesen abandonado la partida.
En frente, al otro lado de la depresión de la loma, Ferse caminaba a lo largo de una alambrada de hierro.
Le siguieron con la mirada hasta que desapareció para volver a aparecer más tarde en la ladera de la colina, después de haber dado la vuelta a la esquina de la alambrada.
– ¿Qué hacemos ahora?
– Desde allí no puede vemos. Si queremos hablarle tenemos que acercamos a él, sea como sea. Tal vez intentará huir.
Atravesaron el declive, subieron a lo largo de la alambrada y dieron la vuelta a la esquina escondidos tras las zarzas de espino blanco. Ferse había desaparecido nuevamente en la colina escarpada.
– Han puesto esta alambrada para las ovejas – dijo Hilary-. ¡Fíjate! Están esparcidas por toda la colina. Son de raza Southdowns.
Alcanzaron otra cumbre. No había rastro de Ferse. Se mantuvieron cerca de la alambrada y, llegados a la cresta de la cuesta siguiente, se pararon para mirar. A su izquierda, el collado descendía rápidamente formando otra cuenca; frente a ellos un terreno abierto y herbáceo declinaba dulcemente hacia un bosque. A la derecha, seguía la alambrada y un prado irregular. Adrián se agarró repentinamente al brazo de su hermano. Ferse yacía de cara contra la hierba a una distancia de setenta metros y las ovejas parlan a su alrededor. Los hermanos se arrastraron al abrigo de un matorral. Desde allá, podían observarle perfectamente sin ser vistos y lo hicieron en silencio. Yacía tan inmóvil que las ovejas lo ignoraban. Con el cuerpo redondo, las patas cortas, el morro romo, el color blanco grasiento y la tranquilidad peculiar de la raza Southdowns, las ovejas pastaban la hierba tranquilamente.