– ¿Crees que está durmiendo?
Adrián movió la cabeza negativamente. – Pero parece sosegado.
Había algo en su actitud que iba derecho al corazón, algo que recordaba a un niño que oculta la cabeza en el regazo de su madre. Parecía que el contacto de la hierba debajo de su cabeza, de su rostro y de sus brazos tendidos le confortase, como si buscara a tientas el camino de regreso hacia la apacible seguridad de la madre Naturaleza. Mientras yaciera así, era imposible molestarle.
El sol les daba en la espalda y Adrián volvió la cabeza para recibirlo en el rostro. El amante de la naturaleza y el campesino que abrigaba en su interior, respondieron a ese calor, al perfume de la hierba, al canto de las alondras, al balido de las ovejas y al azul del cielo. Observó que también Hilary se había puesto de cara al sol. Todo estaba tan tranquilo que, de no haber sido por el canto de las alondras y el balido de las ovejas, hubiérase podido decir que la naturaleza era muda. Ninguna voz de hombre o de animal, ningún rumor de tráfico, subía hasta la altiplanicie.
– Son las tres. Duerme un ratito – le cuchicheó a Hilary -. Yo vigilaré.
Ferse parecía dormir. $n ese lugar su cerebro en desorden hallaba seguramente un poco de reposo. Si existe un poder curativo en el aire, en los campos y en los colores, ciertamente lo había en aquella colina deshabitada desde hacía más de mil años y liberada de la inquietud de los hombres. En efecto, hombres de tiempos antiguos vivieron allí arriba; pero desde entonces nadie habíala tocado, salvo el viento y las sombras de las nubes. Ahora no había viento, ni una nube que echase una sombra ligera sobre la hierba.
Adrián sentíase invadido de profunda lástima para con aquel pobre infeliz tendido en tierra como si no tuviese que volver a moverse nunca más. No podía pensar en sí mismo, ni tampoco compadecer a Diana. Ferse le producía una sensación absolutamente impersonal, algo así como el profundo sentido de protección que los hombres sienten mutuamente frente a los golpes, que parecen desleales, de la suerte. Dormía apegándose a la tierra como en busca de un refugio, y el apegarse a la tierra como a un refugio eterno era todo cuanto le quedaba.
Durante las dos horas en que estuvo vigilando a la figura postrada en medio de las ovejas, Adrián se sintió invadido, no de amargura o de una fútil rebelión, sino de un estupor extraño. Los antiguos dramaturgos griegos comprendieron el trágico juguete en que los dioses convertían al hombre. Ante el destino de Ferse, ¿qué habría hecho cualquiera? ¿Qué, mientras todavía quedara un destello de razón? Cuando el hilo de la vida de un hombre estaba tan retorcido que ya no podía cumplir con su trabajo, que no podía ser para sus semejantes sino una pobre criatura atormentada y espantosa, había llegado inevitablemente la hora del eterno reposo. Parecía que también Hilary pensara lo mismo; sin embargo, no estaba seguro de lo que su hermano hubiera hecho de llegar la cosa a tal punto. Su profesión atañía a los vivos: para él, un hombre muerto estaba perdido. Adrián experimentaba una especie de gratitud hacia su profesión, que se ocupaba de los muertos y clasificaba los huesos de los hombres, la única parte de ellos que no sufre y se prolonga a través de los siglos para dar prueba de la existencia de un animal maravilloso.
Mientras vigilaba, cogía una brizna de hierba tras otra, restregándolas entre las palmas para deleitarse con su olor fresco y dulce.
El sol siguió girando, hacia occidente, hasta que estuvo casi al nivel de sus ojos; las ovejas habían dejado de pacer y se movían lentamente, todas juntas, como si esperasen a que las encerraran en el redil; los conejos habían salido de sus madrigueras y roían la hierba; las alondras habían descendido del cielo. Un hálito de frescura serpenteaba por el aire, los árboles del bosque habíanse oscurecido y casi solidificado y el cielo blanquecino parecía aguardar el resplandor del ocaso. También la hierba había perdido su perfume, pero aún no había comenzado a caer la escarcha.
Adrián se sintió atravesado por un escalofrío. Diez minutos más tarde el sol se ocultaría tras las colinas y haría frío. ¿Sería mejor o peor cuando Ferse se despertara? Debían arriesgarse. Tocó a Hilary, que estaba tumbado con las rodillas dobladas, sumido todavía en el sueño. Se despertó instantáneamente.
– ¡Hola!
– ¡Chist! Aún duerme. ¿Qué haremos cuando se despierte? ¿Hemos de acercarnos a él en seguida, o bien aguardar? Hilary agarró la manga de su hermano. Ferse se había puesto en pie. Desde su matorral le vieron mirar alrededor como un loco, como hubiera podido hacerlo un animal a punto de huir por haber advertido un peligro. Era evidente que no les veía, pero que habla notado la presencia de alguien. Empezó a caminar hacia la alambrada, la pasó a gatas, luego se enderezó y se volvió de cara al sol bermejo, que parecía estar en equilibrio, como una esfera incandescente, sobre las lejanas cumbres boscosas. Con el resplandor del sol en el rostro, con la cabeza desnuda, tan inmóvil que hubiérasele podido creer muerto en pie, permaneció erguido hasta que el sol desapareció – ¡Vamos! – murmuró Hilary, levantándose.
Adrián vio que Ferse volvía repentinamente a la vida, agitaba los brazos en gesto de frenético desafío y echaba a correr.
En tono asustado, Hilary observó:
– Está desesperado. Hay una cantera de piedra justamente encima de la carretera. ¡Vamos, chico, vamos! Comenzaron a correr, pero, entumecidos como estaban, no podían competir con Ferse, que a cada paso iba ganando terreno. Corría furiosamente, agitando los brazos. Le oían gritar. Hilary dijo, jadeando
– ¡Alto! No se dirige hacia la cantera. Está allí, a la derecha. Va hacia el bosque. Es mejor que le dejemos creer que hemos renunciado.
Le miraron correr ladera abajo y le perdieron de vista cuando, sin cesar de correr, entró en el bosque.
– ¡Vamos! -dijo Hilary.
Bajaron fatigosamente hasta el bosque y penetraron en la espesura, manteniéndose lo más cerca que les fue posible del punto en donde había desaparecido. Era un bosque de hayas y, salvo en el lindero no había matorrales. Se detuvieron a la escucha, pero no les llegó rumor alguno. La luz ya era débil, pero el bosque era pequeño y pronto alcanzaron el extremo opuesto. En el valle se veían algunas casitas y unas cuantas alquerías.
– Bajemos a la carretera.
Prosiguiendo rápidamente, llegaron de repente al borde de una profunda cantera de piedra. Se detuvieron espantados.
– No sabía esto – dijo Hilary -. Tú, ve por aquel lado y yo iré por éste, por el borde de la cantera.
Adrián subió hasta alcanzar la cumbre. En el fondo, a unos veinte metros bajo la pared casi a pico, vio una cosa oscura Lo que fuese, estaba inmóvil y no emitía sonido alguno. ¿Sería él? ¿Se habría precipitado en la semioscuridad? Una sensación de sofoco le oprimió la garganta. Por un momento fue incapaz de llamar o de moverse. Luego corrió rápidamente a lo largo del borde de la cantera hasta que llegó al lado de Hilary.
– ¿Bien?
Adrián señaló la cantera. Continuaron a lo largo del borde a través de los arbustos hasta que, de bruces, pudieron llegar al fondo herbáceo de la vieja cantera. Entonces se dirigieron hacia el ángulo más lejano, que estaba debajo del punto más alto. La cosa oscura era Ferse. Adrián se arrodilló y le levantó la cabeza. Tenía el cuello partido y estaba muerto.
No podían decir si buscó deliberadamente ese fin o si cayó durante su loca carrera. Ninguno de los dos dijo palabra, pero Hilary, posó una mano sobre el hombro de su hermano. Finalmente, indicó
– Hay una cochera a poca distancia de aquí, en la carretera, pero quizá no deberíamos moverle. Quédate con él, mientras yo voy al pueblo a telefonear. Creo que en este asunto debe intervenir la policía.
Adrián, siempre de hinojos al lado del cadáver, asintió. – Hay una oficina de correos muy cerca; no tardaré en regresar – dijo Hilary, y se fue apresuradamente.