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– ¡Hal-lo!

– ¿Te sabe mal comer un almuerzo frío?

– No hay ninguna campanilla – observó lady Mont. -. Es mejor que palmoteemos.

Dieron una palmada, al unísono.

– ¡Qué diablos!

Un hombre joven, en traje de franela gris, apareció en el umbral de la puerta. Tenía un rostro ancho y moreno, cabellos negros y ojos grises, profundos y de mirada firme.

– ¡ Oh! – Dijo -. ¡ Lady Mont! ¡ Eh! ¡ Jean!

Luego, encontrando los ojos de Dinny tras el borde del sombrero, sonrió como lo hacen en la Marina.

– Alan, ¿pueden venir a cenar esta noche usted y Jean? Dinny, éste es Alan Tasburgh. ¿Le gusta mi sombrero?

– Es sorprendente, lady Mont.

Entretanto, se les estaba acercando una muchacha hecha toda de una pieza y aparentemente montada sobre un muelle de acero. Llevaba una falda y una blusa sin mangas, color leonado, y del mismo tono eran sus brazos y sus mejillas. Dinny comprendió lo que su tía había querido decir. El rostro, ancho en los pómulos, terminaba en una barbilla, punta; los ojos, de un gris verdoso, hundidos bajó las pestañas largas y negras, tenían una mirada firme y parecían iluminados interiormente; la nariz era fina; la frente, baja y ancha, y los cabellos, castaño-oscuro, los llevaba cortos.

«¡Quién sabe!», pensó Dinny.

Luego, cuando la muchacha sonrió, un estremecimiento le corrió por todo el cuerpo.

– Esta es Jean – dijo su tía -. Mi sobrina, Dinny Cherrell.

Una mano morena y delgada apretó con fuerza la de Dinny. – ¿Dónde está su padre? – continuó lady Mont.

– Papá ha ido a una conferencia eclesiástica. Yo deseaba que me llevase consigo, pero no ha querido.

– Entonces, sospecho que estará en Londres, frecuentando los teatros.

Dinny vio a la muchacha lanzar una mirada a su tía, decidir que era lady Mont y sonreír. Alan reía.

– ¿Así, vendrán los dos a cenar? A las ocho y cuarto. Dinny, debemos regresar para el almuerzo. ¡Golondrinas ¡- añadió, saliendo del pórtico.

– Tenemos invitados – explicó Dinny al ver que el joven levantaba las cejas con expresión de interrogación -. Quiere decir chaqueta con cola de golondrina, o sea, frac y corbata.

– ¡Oh! ¡Ah! El babero mejor y el camisolín, Jean.

Los hermanos se cogieron del brazo y se quedaron bajo el pórtico. «Muy simpático», pensó Dinny.

– ¿Bien? – dijo su tía cuando estuvieron nuevamente en la avenida alfombrada de hierba.

– Sí, he observado bien a la leopardita. Es muy bonita. Pero habría que tenerla sujeta con una correa.

– ¡Ahí está Boswell y Johnson! – exclamó lady Mont, cómo si se tratara de uno solo – ¡Dios mío! ¡Entonces deben ser ya más dulas dos!

CAPÍTULO IX

Poco después del almuerzo, al que Dinny y su tía llegaron con retraso, Adrián y las cuatro señoras más jóvenes, provistos de las sillas plegables dejadas por los cazadores, bajaban por un sendero hacia el lugar donde se concentraría la cacería principal de la tarde. Adrián caminaba junto a Diana y Cecilia Mushkam; delante de ellos iban Dinny y Fleur. Estas últimas, primas políticas, no se habían visto desde hacía casi un año y, de todos modos, se conocían poco. Dinny examinaba la cabeza que su tía la recomendara. Era redonda y firme, erguida bajo el sombrero. En su opinión, el rostro, gracioso, tenía una expresión algo dura, pero era expresivo. Llevaba un traje de corte excelente y su esbelta figura parecía la de una americana.

Dinny se dijo que de una fuente tan clara sacaría por lo menos un poco de sentido común.

– Oí leer tu testimonio en el Tribunal. Fleur.

– ¡Oh, eso! Era lo que deseaba Hilary, naturalmente. En realidad yo no sé nada sobre esas muchachas. Son impenetrables. Hay personas, desde luego, que saben provocar las confidencias de los demás; yo no, y te aseguro que no me interesa. ¿Encuentras que es más fácil conocer a las campesinas de tus tierras?

– Por aquellos alrededores todos han tenido que ver con mi familia desde hace tanto tiempo, que uno sabe lo que ha de saber casi antes que ellos mismos.

Fleur la escudriñaba atentamente.

– Sí, me atrevo a decir que tú tienes maña, Dinny. Serás una antepasada maravillosa, pero no sé quién podría hacerte el retrato. Es hora de que venga alguien que tenga el estilo de los primitivos italianos. A los prerrafaelistas les faltaba completamente; sus cuadros carecían de musicalidad y alegría. Para pintarte a ti se necesitan ambas cosas.

– Dime – preguntó Dinny algo desconcertada -: ¿Estaba Michael en la Cámara cuando se leyeron las acusaciones contra Hubert?

– Sí, y volvió a casa completamente fuera de tino. – ¡Bien!

– Tenía la intención de hacer someter el asunto a un nuevo debate, pero al día siguiente se levantaban las sesiones. Además, ¿qué importancia tiene la Cámara? Hoy en día es la última cosa a la que la gente presta atención.

– Me temo que mi padre se, la prestó de modo tremendo en lo que se refiere a aquellas acusaciones.

– Sí, tu padre pertenece a la pasada generación. Pero la única actividad del Parlamento que ahora le interesa al público es el Presupuesto del Estado. Y no hay que extrañarse, puesto que todo se basa en el dinero.

– ¿Le dices esas cosas a Michael?

– No es necesario; hoy en día el Parlamento es una máquina para la imposición de impuestos.

– Pero dicta aún algunas leyes, ¿verdad?

– Sí, querida, pero siempre después del suceso. No hace más que consolidar lo que ya ha entrado en la práctica o, cuando menos, en el sentimiento del público. Jamás toma la iniciativa. ¿Cómo podría hacerlo? Esta no es una función de la democracia. Si quieres la prueba, ¡mira el estado del país! Es la última cosa de que se ocupa el Parlamento.

– En tal caso, ¿quién toma la iniciativa?

– ¿De qué lado sopla el viento? Las corrientes comienzan los pasillos. ¡Grandes sitios, los pasillos! ¿Junto a quién quieres quedarte cuando alcancemos a los cazadores?

– Junto a lord Saxenden. Fleur la miró.

– ¿No será por sus beaux yeux, ni tampoco por su beau titre? ¿Por qué, pues?

– Porque quiero hablarle de Hubert y no dispongo de mucho tiempo.

– Ya entiendo. Bueno, quiero hacerte una advertencia, querida. No juzgues a Saxenden por la expresión de su rostro. Es un_ viejo zorro astuto, y tampoco es tan viejo, por otra parte. Y si hay algo que le complace extremadamente es su quid pro quo. ¿Tienes preparado un quid para él? Exigirá el pago al contado.

Dinny hizo una mueca.

– Haré lo que pueda. Tío Lawrence ya me dio unas cuanta- indicaciones.

– Ve con cuidado; se burla de ti – canturreó Fleur. – Bueno, yo me reuniré con Michael. Cuando estoy con él tira mejor. Es una cosa que necesita mucho, el pobrecillo. El Squire y Bart se alegrarán de prescindir de nosotros. Cicely, naturalmente, se irá con Charles. Están todavía en su luna de miel. Queda Diana, para el americano.

– Y espero – dijo Dinny – que le haga fallar los disparos.

– Me parece que no hay nada que logre hacérselos fallar. He olvidado a Adrián. Éste se quedará sentado en su silla plegable, meditando sobre los huesos y sobre Diana. Ya hemos llegado. ¿Ves? Por esta cancela. Allí está Saxenden. Le han dado el rincón caliente. Pasa por detrás de aquella empalizada y alcánzale por la espalda. Michael debe de estar metido en algún rincón, allá abajo: siempre le dan el apostadero peor.

Se separó de Dinny y continuó por el sendero. Pensando que no le había pedido a Fleur lo que tenía intención de pedirle, Dinny pasó por detrás de la empalizada y, cautelosamente, se acercó a lord Saxenden. El Par se movía de matorral en matorral, en el ángulo del campo que le había sido destinado. Cerca de un alto bastón con una hendidura, en la cual habían introducido un cartelito blanco numerado, se hallaba un joven guardabosques sosteniendo dos escopetas. A sus pies estaba tendido un perro de caza con la lengua colgando. Al lado opuesto del sendero, los campos de hierbas y rastrojos subían formando una ladera, y a Dinny – como a cualquier otra persona que tuviera experiencia – le pareció evidente que los pájaros empujados hacia aquel lado, volarían altos y veloces. «A menos que -r pensó – no haya detrás una maleza muy espesan. Se volvió para mirar. No la habla. Se hallaba en un vasto campo de hierba y los arbustos más cercanos distaban unos trescientos metros. «Me pregunto – volvió a meditar – si cuando le mira una mujer dispara mejor o peor. Diríase que no tiene nervios.» Volviéndose de nuevo, se dio cuenta de que él la había visto. – ¿Le molesto, lord Saxenden? Estaré muy quieta.

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