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– ¿Dijo algo? – No.

– ¿Qué aspecto tenía?

– Su aspecto me pareció espantoso, como si estuviera poseído por algún horrible pensamiento.

– ¿Sí?

– La señora Ferse le preguntó si había cenado, si quería irse a acostar y si no deseaba que llamase al médico, pero él no contestó. Estaba sentado con los ojos cerrados, como si se hubiera dormido, hasta que finalmente yo murmuré: «¿Está realmente dormido?» Entonces él se enderezó de golpe, gritando: ¡Dormir! ¡Ya vuelve otra vez! ¡Y no quiero soportarlo! ¡Por Dios! ¡No quiero soportarlo!».

Cuando hubo repetido las palabras de Ferse, Dinny comprendió mejor que nunca lo que significaba «causar sensación en un tribunal». De cierta misteriosa manera, ella había dicho lo que, en las declaraciones de los testigos anteriores, faltaba para convencer al magistrado. Si había hecho bien, era algo que no, podía decidir. Sus ojos buscaron el rostro de Adrián y él le hizo un signo de asentimiento casi imperceptible.

- ¿Y luego, señorita Cherrell?

– La señora Ferse intentó acercársele, pero él gritó «¡Dejadme! ¡ Marchaos!» Me parece que ella dijo: «Ronald, ¿no quieres ver a alguien, sólo para que te haga dormir?». Pero él dió un brinco, y gritó: «¡No quiero ver a nadie, a nadie!».

– Sí, señorita Cherrell. ¿Y qué más?

– Estábamos aterrorizadas. Subimos a mi dormitorio y nos consultamos. Yo dije que era necesario telefonear.

– ¿A quién?

– Al médico de la señora Ferse. Quería ir ella, pero yo se lo impedí y corrí abajo. El teléfono se hallaba en el pequeño despacho de la planta baja. Estaba buscando el número en el listín, cuando de pronto sentí que alguien me agarraba la mano. El capitán Ferse estaba detrás de mí y cortó el hilo telefónico con un cortaplumas. Luego continuó agarrándome el brazo, y yo le dije: «Capitán Ferse, eso es tonto. Usted sabe que ni Diana ni yo le haremos ningún daño». Él me soltó, se metió el cortaplumas en un bolsillo y me dijo que me pusiera los zapatos que yo llevaba en la otra mano.

– ¿Quiere usted decir que se los había quitado?

– Sí, para no hacer ruido al bajar. Me los puse. -Luego él dijo: «No quiero que nadie se entrometa en mis asuntos. Haré de mí mismo lo que me venga en gana.» «Usted sabe que sólo queremos su bien», dije yo, y él me contestó: «Sé perfectamente de qué bien se trata. Ya tengo bastante». Se acercó a la ventana y miró afuera. «Llueve a cántaros – dijo, y volviéndose repentinamente hacia mí, gritó -: ¡Salga de aquí! ¡De prisa! ¡Fuera, fuera ¡», y yo volé escaleras arriba.

Dinny hizo una pausa y respiró profundamente. El corazón le latía con fuerza al volver a vivir aquellos momentos Cerró los ojos.

– Sí, señorita Cherrell. ¿Y qué pasó luego?

Abrió los ojos. El médico forense todavía estaba sentado en su sitio, así como los jurados, los cuales le pareció teñían la boca ligeramente abierta.

– Se lo conté todo a la señora Ferse. No sabíamos qué decidir ni lo que nos convenía hacer y yo tuve la idea de arrastrar el lecho contra la puerta.

– ¿Y lo hicieron?

– Sí, pero nos quedamos despiertas durante mucho tiempo. La señora Ferse estaba tan agotada, que finalmente se durmió, y creo que yo también me dormí hacia el amanecer. Sea como fuere, me desperté al llamar la doncella a. la puerta.

– ¿No oyó usted nada durante la noche, por parte del capitán?

El viejo lema de los chicos de escuela «Si decís una mentira, decidla bien», le- pasó por la mente, y por lo tanto contestó con firmeza

– No, nada.

– ¿Qué hora era cuando las llamaron?

– Eran las ocho. Desperté a la señora Ferse y bajamos en. seguida. El cuarto del capitán estaba en desorden y parecía que. él se hubiese tumbado en la cama; pero no se hallaba en casa y su abrigo y su sombrero habían desaparecido de la silla del vestíbulo.

– ¿Qué hicieron entonces?

– Nos consultamos. La señora Ferse quería llamar a su médico y a nuestro primo, el señor Michael Mont, miembro del Parlamento; pero yo pensé que si podía hallar a mis tíos, a ellos les sería más fácil encontrar al capitán. Así que la convencí para que me acompañara a casa de mi tío 'Adrián a ver si éste lograba inducir a tío Hilary a que le ayudase a buscar al capitán. Sabía que ambos son hombres inteligentes y de tacto. – Dinny vio que el médico forense hacía una ligera inclinación en la dirección de sus tíos, y continuó rápidamente -: Además, ambos son viejos amigos de la familia, de modo que consideré que nadie mejor que ellos podía encontrarle sin servirse de medios publicitarios. Por consiguiente, fuimos a ver a mi tío Adrián y él consintió en intentarlo con la ayuda de tío Hilary. Luego acompañé a la señora Ferse a Condaford, para que se reuniera con sus niños, y esto es todo cuanto sé.

El médico forense se inclinó profundamente, y dijo

– Muchísimas gracias, señorita Cherrell. Ha declarado usted de fin modo admirable.

También los jurados se inclinaron. Dinny salió del banco haciendo un esfuerzo y tomó asiento al lado de Hilar, quien posó una mano sobre las de ella. Permanecía muy quieta. Luego se dio cuenta de que una lágrima, como si fuera el último residuo de la sal volátil, le bajaba lentamente por una mejilla. Mientras escuchaba sin interés la declaración del médico de la clínica mental y el discurso del médico forense, y mientras aguardaba el veredicto de los jurados, sufría sintiendo que, en su lealtad para con los vivos, había sido desleal para con el muerto. Era una sensación muy penosa. Había atestiguado la evidencia de la locura contra quien no podía ni defenderse ni explicarse. Con un interés lleno de temor miró a los jurados cuando éstos volvieron a ocupar sus asientos y el presidente del jurado se levantó para contestar a la pregunta relativa al veredicto.

– Creemos que el difunto murió de resultas de haber caído en una cantera de greda.

– Es decir – resumió el médico forense -, murió a consecuencia de una desgracia.

– Deseamos expresarle a la viuda nuestra simpatía. Dinny hubiese querido aplaudir. Le hablan concedido el beneficio de la duda… ¡aquellos hombres que parecían distraídos! Y, con calor repentino, casi personal, levantó la cabeza y les dirigió una sonrisa.

CAPÍTULO XXXI

Cuando hubo terminado de sonreír, Dinny se dio cuenta de que su tío la miraba con expresión de burla. -¿Podemos irnos, tío Hilary?

– Sí, será mejor que nos vayamos, Dinny, antes de que acabes de conquistar al presidente del jurado.

Afuera, en el húmedo aire de octubre, puesto que el día era de los clásicos del octubre inglés, ella dijo

– Vamos a respirar un poco de aire puro, tío, y a quitarnos de encima el olor de esa sala.

Se dirigieron hacia el lado del mar lejano, caminando a buen paso.

– Estoy terriblemente ansiosa por saber qué ha sucedido antes de mi entrada, tío. ¿He dicho algo contradictorio?

– No. Por la declaración de Diana, ha resultado claro que Ferse había vuelto de una clínica mental. El médico forense la ha tratado con mucha amabilidad. Ha sido una suerte que me hayan llamado antes que a Adrián, de modo que su declaración no ha sido más que una repetición de la mía. Me sabe muy mal por los periodistas. Los jurados evitan pronunciarse en favor de los suicidios y de las enfermedades mentales cuando pueden y, después de todo, no sabemos lo que le sucedió al pobre Ferse en su último instante. Pudo haber caído muy fácilmente desde el borde de la cantera: el lugar estaba oscuro y la luz iba amortiguándose de minuto, en minuto.

– ¿Verdaderamente lo crees así, tío?

– No, Dinny. Soy del parecer que decidió hacer lo que hizo y aquél era el lugar más próximo a su antigua morada

Y, a pesar de que quizá diga lo que no debería, démosle gracias a Dios de que lo haya hecho y que ahora descanse en paz. -Sí, ¡oh, sí! ¿Qué les sucederá ahora a Diana y a tío Adrián?

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