– No – replicó Adrián -. Si se ha marchado, habrá ido en primera clase. Pregunta tú. Si existe alguna duda, recuérdales sus ojos.
Vio el rostro enjuto de Hilary introducirse en la ventanilla y retirarse rápidamente.
– Ha tomado un billete – dijo -. Para este tren. A Petworth. ¡De prisa!
Lis dos hermanos echaron a correr de nuevo, pero cuando llegaron al andén el tren comenzaba a moverse. Adrián hubiese querido continuar corriendo, pero Hilary le cogió del brazo.
– Calma, viejo. No podemos subir. Nos vería y eso lo estropearía todo.
Se encaminaron, cabizbajos, hacia la entrada.
– Has adivinado de un modo realmente maravilloso – - repuso Hilary -. ¿A qué hora llega este tren?
– A las doce veintitrés.
– En tal caso podemos ir en coche. ¿Llevas dinero? Adrián buscó en sus bolsillos.
– Sólo ocho chelines y medio – contestó, tristemente.
– Yo no tengo más que once chelines. ¡Qué contrariedad!Ya sé qué podemos hacer. Cojamos un taxi y acerquémonos a casa de Fleur. Si no tiene el coche fuera nos lo cederá y ella misma o Michael nos acompañarán. Pero es necesario que al llegar allí nos libremos del coche.
Adrián asintió, atontado por el éxito de su inducción. Llegados a South Square supieron que Michael estaba ausente, pero que Fleur se hallaba en casa. Adrián, que no la conocía tanto como Hilary, quedó sorprendido por la rapidez con que se hizo cargo de la situación y sacó el coche. Diez minutos más tarde, efectivamente, estaba en ruta, con Fleur al volante.
– Pasaré por Dorhing y Pulborough – dijo, volviéndose -. A partir de Dorhing, podremos correr a toda velocidad. Pero, tío Hilary, ¿qué haréis si le encontráis?
Ante esta pregunta sencilla, pero necesaria, los dos hermanos se miraron mutuamente. Pareció que Fleur hubiera sentido penetrar en su nuca esa indecisión, porque frenó con una fuerte sacudida frente a un perro en peligro y, volviéndose, dijo
– ¿Queréis pensarlo antes de volver a emprender la marcha?
Mirando su rostro menudo, abierto, como una personificación de la juventud serena y confiada; mirando luego el de su hermano, largo, perspicaz, rugoso, consumido por su experiencia de los hombres y, sin embargo, no endurecido, Adrián dejó que Hilary diera una respuesta.
– Sigamos – decidió éste -. Será necesario sacar partido de todo lo que suceda.
– Cuando pasemos delante de una oficina de Correos -dijo Adrián -, párate, por favor. Quiero enviarle a Dinny un telegrama.
Fleur asintió.
– En todo caso he de pararme para llenar el depósito de gasolina. Hay una oficina de Correos en King's Road.
Y el, automóvil continuó adelante, en medio del tráfico.
– ¿Qué le pondré en el telegrama?… – preguntó Adrián -. ¿He hablar de Petworth?
Hilary movió la cabeza.
– Dile tan sólo que creemos estar sobre la buena pista. Cuando el telegrama fue expedido, faltaban sólo dos horas para que el tren llegara a su destino.
– Hay cincuenta millas de aquí a Pulborough – observó Fleur -. No sé si arriesgarme con la gasolina que me queda. Lo veremos en Dorhing.
Desde ese momento dejó de existir para ellos, a pesar de que el coche era una berlina; toda su atención estaba concentrada en la tarea de conducir.
Los dos hermanos permanecían silenciosos, con los ojos fijos en el reloj y el marcador de velocidades.
– No doy a menudo paseos de recreo – dijo Hilary suavemente -. ¿En qué piensas?
– En qué diantre haremos.
– Si en mi profesión tuviese que pensar las cosas de antemano, al cabo de un mes me habría muerto. En una parroquia de los barrios pobres, se vive algo así como rodeado de gatos salvajes, igual que en la selva. De modo que a uno se le desarrolla una especie de instinto y ha de confiar en él. – ¡Ah! -exclamó Adrián -. Yo vivo entre muertos y no tengo práctica.
– Nuestra sobrina guía bien – manifestó Hilary- Fíjate en su cuello. ¿No es la personificación de la habilidad? El cuello, blanco y redondo, se mantenía graciosamente erguido y causaba una extraordinaria impresión de rápido y eficaz dominio del cuerpo, ejercido por el cerebro.
Durante muchas millas corrieron en silencio.
– Box Hill – dijo Hilary -. Un día me sucedió una cosa que jamás he olvidado y que nunca te he contado. Demuestra lo terriblemente próximos que vivimos al borde del abismo de la locura. – Bajó la voz, y continuó -: ¿Recuerdas a Durcott, aquel alegre sacerdote? Cuando yo estaba en Beaker, antes de ir a Harrow, él era maestro allí. Un domingo me llevó a hacer una excursión a Box Hill. Al regresar, estábamos solos en el tren. Habíamos bromeado un poco, cuando repentinamente pareció cogerle una especie de frenesí y sus miradas se volvieron ávidas y salvajes. Yo no tenía la más mínima idea de qué podía haberle reducido a tal estado y me espanté tremendamente. Luego, al cabo de poco, pareció volverse a dominar. ¡Un trueno en la bonanza! Sensualidad reprimida, naturalmente – una verdadera demencia momentánea -, bastante horrible, por cierto. Por lo demás, era un joven muy simpático. Existen unas fuerzas, mi querido Adrián…
– Demoníacas. Y cuando rompen para siempre la cáscara…¡Pobre Ferse!
Les llegó la voz de Fleur.
– El coche comienza a fallar un poco – dijo -. He de poner gasolina, tío Hilary. Hay una estación de servicio por aquí cerca.
– Está bien.
El coche se detuvo frente al poste de gasolina.
– Siempre es lento el camino hasta llegar a Dorhing – dijo Fleur, desperezándose -. Ahora podremos correr más. Hemos hecho sólo treinta millas y afín nos queda una hora larga. ¿Habéis pensado…?
– No – contestó Hilary, interrumpiéndola -. Nos hemos abstenido de ello como de un veneno.
Los ojos de Fleur, con el blanco tan claro, le lanzaron una de aquellas miradas directas que convencían inmediatamente a la gente de que era una mujer con inteligencia.
– ¿Le queréis devolver a casa en coche? En vuestro lugar, yo no lo haría.
Y, sacando de su bolso una polvera, comenzó a retocarse los labios y a empolvarse la recta naricita.
Adrián la observaba con una especie de temor respetuoso no había entrado apenas en contacto con la juventud moderna. No le impresionaron sus pocas palabras, pero sí lo que en ellas estaba implícito. Traducidas cruelmente, significaban lo siguiente: «Dejadle abandonado a su destino. Vosotros nada podéis hacer.» ¿Llevaba razón? ¿Se estaban dejando llevar por el instinto humano que induce a entrometerse en los asuntos de los demás y a posar una sacrílega mano sobre la Natura leza? Sin embargo, debían enterarse de lo que hacia Ferse y de lo que podía hacer, por el bien de Diana. Incluso por su propio bien tenían que cuidar de que no cayese en malas manos. En el rostro de su hermano vagaba una débil sonrisa. Él, al fin y al cabo, pensó Adrián, conocía a la juventud y estaba en condiciones de decir hasta dónde podía llegar la serena y cruel filosofía de los jóvenes.
Partieron nuevamente, pasando entre el tráfico de las largas calles de Dorhing.
– Al fin libres – dijo Fleur, volviendo la cabeza -. Si queréis cogerle de veras, le cogeréis – y se lanzó a toda velocidad.
Durante el siguiente cuarto de hora volaron, pasando por delante de unos bosquecillos de matorrales amarillentos, de campos y de trechos de terrenos públicos cubiertos de retama y punteados de patos y viejos caballos.
Luego el automóvil, que hasta entonces había corrido regularmente, comenzó a rechinar y traquetear.
– ¡Un neumático pinchado! -anunció Fleur, volviendo otra vez la cabeza. Paró el coche y todos se apearon. Uno de los neumáticos posteriores estaba completamente deshinchado.
– ¡A trabajar! – dijo Hilary, quitándose la americana -. Prepara el gato, Adrián; yo bajaré el neumático de recambio.
La cabeza de Fleur había desaparecido en la caja de los útiles, pero oyeron que decía
– Demasiados ayudantes. Es mejor que me lo dejéis a mí. Adrián, que no entendía nada de coches, y que frente a cualquier mecanismo sentíase impotente, se apartó de buena gana y les observó a los dos con admiración. Eran fríos, veloces y eficientes, pero el gato estaba defectuoso.