– En este caso, yo no debo indagar si ha sido cometido un delito o -si el acusado lo ha cometido; tan sólo debo preguntarme si las declaraciones que me han sido presentadas son tales que me convenzan de que la acusación que contienen constituye un delito por el cual pueda pedirse la extradición, si el mandato extendido por el país extranjero está debidamente autentificado y, si se han aducido pruebas suficientes para justificar, por parte de dicho país, que el acusado deba sufrir proceso ante los Tribunales.
Se detuvo un momento, y luego añadió
– No cabe duda de que el delito alegado es susceptible de extradición v que el mandato extranjero está debidamente autentificado.
Se detuvo de nuevo y, en un silencio de muerte, Dinny oyó un largo suspiro, como si hubiera sido emitido por un espectro; tan aislado e incorpóreo fue su sonido. Los ojos del magistrado se volvieron para mirar a Hubert y continuó
– A pesar mío, he llegado a la conclusión de que, basándome sobre las declaraciones aducidas, es mi deber recluir en la cárcel al acusado, donde aguardará a que le entreguen al Gobierno extranjero, tras mandato del secretario de Estado, si éste juzgara oportuno extender dicho mandato. He escuchado la declaración del acusado, según la cual él tenía una antecedente justificación que quitaba al hecho de que le acusaban todo carácter de delito, sostenida por la declaración de un testigo y contradicha por la de otros cuatro. No tengo la posibilidad de escoger entre la calidad contradictoria de estas dos declaraciones, salvo en la proporción de cuatro contra dos y, por consiguiente, dejaré de ocuparme de ello. Frente a la declaración jurada de cuatro testigos, que sostienen que hubo premeditación, no creo que la afirmación contraria del acusado, no corroborada por prueba alguna, podría justificar, en caso de delito cometido en este país, la negativa de entregarle a los Tribunales. Por lo tanto, no puedo aceptarla como justificación de la negativa de entregarle, tratándose de un delito cometido en otro país. No titubeo en confesar mi poca satisfacción al llegar a esta conclusión, pero me parece que no tengo otra salida. La cuestión, repito, no estriba en el hecho de que el acusado sea más o menos inocente, pero en lo que se refiere a si se ha de celebrar o no un proceso, yo no puedo asumir la responsabilidad de decir que no habría de tener lugar. En ocasiones como ésta, la última palabra ha de decirla el secretario de Estado, quien extiende la orden de entrega. Yo, por lo tanto, lo recluyo en la cárcel, donde aguardará a que el mandato sea extendido. No será entregado usted hasta que no haya expirado el plazo de quince días, y tiene usted derecho a pedir la aplicación de la ley del Habeas Corpus, por lo que a la legalidad de su encarcelamiento se refiere. Yo no tengo poder de otorgarle ulterior libertad provisional, pero puede que la logre si la solicita a la Real Corte.
Los ojos horrorizados de Dinny vieron que Hubert, muy tieso, hada una ligera inclinación al magistrado y salía del banco lentamente y sin volverse. Tras de él salió también su abogado.
Ella permaneció sentada, como atontada, y su única impresión de los momentos que siguieron fue la visión del petrificado rostro de Jean y de las bronceadas manos de Alan, que se apretaban sobre el puño de su bastón.
Volvió en sí al darse cuenta de que las lágrimas surcaban las mejillas de su madre, y que su padre se había puesto en pie. Vamos -dijo éste-, salgamos de aquí.
En ese momento lo sintió más por su padre que por cualquier otro. Desde que había sucedido el hecho, ¡había hablado tan poco y sufrido tanto! ¡Para él era espantoso! Dinny comprendía harto bien sus sencillos sentimientos. Para él, la negativa de creer en la palabra de Hubert significaba un insulto lanzado a la cara de su hijo, a la suya, padre de Hubert, y también a la cara de todo cuanto ellos representaban: a la cara de todos los soldados y de todos los caballeros.
Fuera lo que fuese que sucediera más adelante, jamás volvería a rehacerse del golpe. Entre la justicia y lo que era justo, ¡qué inexorable incompatibilidad! ¿Es que había hombres más honorables que su padre, que su hermano y que aquel mismo magistrado?
Mientras caminaba por ese desordenado callejón sin salida de vida y de tráfico que es Bow Street, se dio cuenta de que estaban todos, salvo Jean, Alan y Hallorsen. Sir Lawrence dijo.
– Es mejor que cojamos unos taxis y que nos vayamos. Lo más conveniente sería que fuéramos a Mount Street para consultar qué debemos hacer.
Cuando media hora más tarde se reunieron en la salita de tía Em, aquellos tres aún estaban ausentes.
– ¿Qué les habrá sucedido? – preguntó sir Lawrence. – Probablemente habrán ido a buscar al abogado de Hubert – contestó Dinny; pero ella sabía algo más. Se estaba organizando algún proyecto desesperado y poca fue la atención que prestó al consejo de familia.
Según la opinión de sir Lawrence, el único hombre que podía ayudarles realmente era Bobbie Ferrar. Si él no tenía influencia sobre Walter, nadie más la tendría. Y propuso ir nuevamente a verles a él y al marqués.
El general nada dije. Permanecía algo apartado, mirando uno de los cuadros de su cuñado, evidentemente sin verlo. Dinny comprendió que no se les unía porque no podía hacerlo. Quién sabe en qué estaba pensando! Quizás en cuando era joven como su hijo, o tal vez en los largos días de maniobras bajo el sol abrasador entre las arenas y las rocas de la India y de Sudáfrica. O bien en los días aún más largos transcurridos en las oficinas administrativas, en los estudios agotadores hechos sobre los mapas geográficos, con los ojos sobre el reloj y los oídos atentos al teléfono. O en sus heridas y en la larga enfermedad de su hijo o bien en la extraña compensación que, al fin, obtenían dos vidas dedicadas al servicio de su país.
Ella estaba al lado de Fleur, dándose cuenta instintivamente de que de ese cerebro límpido y vivaz podría quizá venir una sugerencia realmente eficaz.
– El Squire tiene mucha influencia en el Gobierno Yo podría ir a ver a Bentworth -oyó que decía Hilary, y el Rector añadió
– ¡Ah! Le conocí en Eaton. Iré con usted. Tía Wilmet, con su voz ronca, dijo
– Yo volveré a ver a Hen. Conoce a los soberanos. Michael observó
– Dentro de unos quince días se reanudarán las sesiones en la Cámara.
Y Fleur, impaciente, replicó
– Eso no servirá de nada, Michael. Y tampoco sirven los periódicos. Tengo una idea.
Dinny se acercó un poco más.
– No hemos examinado suficientemente el fondo del asunto. ¿Qué hay detrás de todo esto? ¿Por qué el Gobierno boliviano ha de preocuparse tanto por un mulero mestizo? No es el delito en sí lo que cuenta, sino la ofensa inferida a su País. ¡Ser fustigados y matados por extranjeros!… Es menester hacer algo para que el ministro boliviano se vea obligado a decirle a Walter que en realidad a ellos el asunto no les importa mucho.
– No podemos raptarle – repuso Michael -.r. En los altos círculos eso no se usa.
Una pálida sonrisa apareció en los labios de Dinny. No estaba muy segura de ello.
– Veremos – dijo Fleur, como hablando consigo misma -. Dinny, deberías venirte con nosotros. Aquí no irán más lejos – y sus ojos pasaron rápidamente revista a los ancianos-. Iré a ver a tío Lionel y a Alison. El no se atreverá a moverse, puesto que le han nombrado juez hace poco, pero ella sí. Además conoce a todas las personas de las Legaciones. ¿Quieres venir, Dinny?
– Yo tendría que quedarme con mamá y papá.
– Pasarán unos días aquí. Tía Em acaba de pedírselo. Bueno, si tú también te quedas, ven a mi casa todas las veces que quieras; podrías serme de ayuda.
Dinny asintió, contenta de seguir en Londres, porque el pensar en Condaford la oprimía ahora que se hallaban en un período de incertidumbre.
– Ahora nos vamos -dijo ' Fleur -. Yo me pondré en seguida en contacto con Alison. ¡Mimo, Dinny ¡ Ya verás que de un modo u otro lograremos sacarle del atolladero. ¡Si por lo menos no se tratase de Walter! No puede haber hombre menos indicado. Imaginar que uno siempre ha de ser «justo» es una especie de enfermedad mental.