– ¿Está muy solitario ahora, tía Em?
– No – contestó lady Mont -. Está perfectamente. Viene aquí muy a menudo.
– ¡Sería delicioso si pudieras provocar un escándalo! – ¡Dinny!
– ¡Lo que se divertiría tío Lawrence!
Lady Mont pareció entrar en una especie de coma.
– ¿Dónde está Blox? – preguntó -. Bien pensado, quiero comer uno de esos bollos.
– Le has mandado salir. -¡Oh!, es verdad.
– ¿Puedo apoyar los pies sobre la estufa, tía Em? – dijo Clara -. Está debajo de mi silla.
– La he puesto ahí para tu tío. Me está leyendo los Viajes de Gulliver, Dinny. Aquel hombre era muy vulgar, ¿sabes? – No tanto como Rabelais, o incluso como Voltaire.
- ¿Tú lees libros vulgares? – Bueno, éstos son clásicos.
– Dicen que había un libro… Se llamaba Aquiles o algo parecido. Tu tío lo compró en París y se lo quitaron en Dover. ¿Lo has leído?
– No – respondió Dinny. – Yo si – declaró Clara.
– Por lo que me dijo tu tío, no hubieses debido leerlo.
– Oh, ahora uno lo lee todo, tía. Eso no significa nada. Lady Mont miró primero a una de sus sobrinas y luego a la otra.
– Bien – dijo, misteriosamente -, también está la Biblia. Blox!
– ¿Milady?
– Tomaremos el café en el vestíbulo, sobre el tigre. Y ponga unos tacos en la chimenea. Mi Vichy.
Cuando hubo- bebido su vaso de Vichy se levantaron.
– ¡Es maravillosa! -murmuró Clara al oído de – Dinny.
– ¿Qué estáis haciendo a propósito de Hubert? – inquirió lady Mont, una vez frente a la chimenea del vestíbulo.
– Sudamos, tía.
– Le he dicho a Wilmet que hable de ello con Hen. Está en relación con los reales, ¿sabéis? Luego está la aviación. ¿No podría volar a alguna parte?
– Tío Lawrence salió fiador por él.
– No le importaría. Podemos prescindir de James, pues tiene adenoides. También podríamos tener a un hombre solo en lugar de Boswell y Johnson.
– Pero a Hubert sí le importaría.
– Quiero a Hubert -repuso lady Mont -, y estando casado es demasiado pronto. ¡Aquí llega el taco!
Entró Blox trayendo el café y los cigarrillos, seguido de James, que portaba un tronco de madera de cedro. Lady Mout preparó el café, en medio de un religioso silencio.
– ¿Azúcar, Dinny?
– Dos cucharaditas, por favor.
– Yo, tres. Sé que me engorda. ¿Tú, Clara? – Una, por favor.
Las muchachas lo bebieron paladeándolo, y Clara suspiró – ¡Estupendo!
– Tía Em, ¿por qué tu café es siempre mejor que cualquier otro?
– Estoy de acuerdo – asintió su tía -. A propósito de aquel pobre hombre, Dinny, me alegré mucho al saber que no os había mordido. Ahora Adrián podrá casarse con Diana. Es un consuelo.
– Aguardará algún tiempo, tía. Tío Adrián se va a América.
– Pero, ¿por qué?
– Todos hemos pensado que es lo mejor.
– – Cuando se vaya al cielo – dijo lady Mont -, alguien tendrá que acompañarle, pues de otro modo no llegará.
– Seguramente tendrá un sitio reservado.
– Eso no se sabe. El Rector hizo un sermón sobre este tema.el pasado domingo.
– ¿Predica bien?
– Bueno, agradablemente.
– Supongo que era Jean quien le redactaba los sermones.
– Sí, antes tenían más chispa. Dinny, ¿de dónde he sacado esta palabra?
– De Michael, probablemente.
– Siempre las sabe todas. El Rector dijo que debemos mortificarnos. Vino aquí a almorzar.
– Y se atiborró bien, ¿verdad? Sí.
– ¿Cuánto pesa, tía Em?
– Sin ropa… no lo sabría decir. – Pero, ¿y con ropa?
– ¡Oh, bastante! Quiere escribir un libro. – ¿Sobre qué?
– Sobre los Tasburgh. Hubo aquella que fue enterrada, y después vivió en. Francia, sólo que por nacimiento era una Fitzherbert. Luego aquella que luchó en la batalla de Spa
ghetti… Bueno, creo que ésta no es la palabra. Agustina nos lo sirve algunas veces.
– Navarino. Pero, ¿es cierto eso?
– Sí, pero la gente decía que no. El reverendo aclarará este particular. Luego hubo el Tasburgh que fue decapitado y se olvidaron de escribirlo. El Rector lo ha descubierto.
– ¿Bajo qué reinado?
– No puedo aclararme con eso de los reinados, Dinny. Me parece que fue durante el de Eduardo VI… ¿o fue bajo el de Eduardo IV? Tenía la nariz colorada. Luego el que se casó con una de nosotras. Puede que se llamase Roland, pero puede que no. Pero hizo algo notable y le quitaron las tierras. Rehusó conformarse. ¿Qué significa eso?
– Significa que era católico bajo un reinado protestante. – Antes le quemaron la casa. Está en el
Mercurius Rusticus, o en algún otro libro. Le quemaron la casa por dos veces y luego la saquearon… ¿O fue viceversa? Estaba rodeada de un foso. Existe la relación de lo que le robaron.
– ¡Qué interesante!
– Lo robado fueron mermeladas, cubiertos de plata, pollos, ropa blanca, y creo que su paraguas, o algo tan ridículo.
– ¿Cuándo sucedió todo eso, tía?
– Durante la guerra civil. Era realista. Ahora recuerdo que se llamaba Roland y que ella se llamaba Elizabeth como tú, Dinny. La historia se repite.
Dinny miró el tronco que ardía.
– Luego hubo el último almirante. Este vivió bajo Guillermo IV y murió borracho. El Rector dice que esto no es cierto y que tiene pruebas de ello. Dice que pescó un resfriado, bebió ron y le sentó como un tiro… ¿De dónde he sacado esta expresión?
– Algunas veces yo la uso, tía.
– Sí. De modo que hubo una porción, sin contar los que no hicieron nada de particular, remontándose a la época de Eduardo el Confesor o algún otro. Quiere probar que ellos son más antiguos que nosotros, ¡el insensato!
– ¡Oh, tía! – murmuró Dinny -. ¿Quién leería un libro así?
– No lo sé. Pero se divertirá trabajando en él y le servirá para quedarse despierto. ¡Ah!, ahí viene Alan. Clara, todavía no has visto el lugar en que estaban filas portulacas. ¿Quieres que vayamos a dar un paseo?
– Tía Em, no tienes el más mínimo pudor -le dijo Dinny al oído -. Y eso no está bien.
– «Si no te sale a la primera…» ¿Recuerdas, Dinny? Aguarda, Clara. He de coger mi sombrero.
Se marcharon.
– ¿De modo que ha terminado tu permiso, Alan? – preguntó Dinny, al quedarse a solas con el joven -. ¿Dónde estás destinado?
– En Portsmouth. – ¿Es bonito?
– Podría ser peor. Dinny, quiero hablarte de Hubert. ¿Qué sucederá si las cosas no marchan bien en el tribunal la próxima vez?
Dinny perdió toda su efervescencia. Se sentó sobre un cojín, al lado del fuego, y miró hacia arriba con ojos perturbados.
– r Me he informado bien – añadió Alan -. El secretario de Estado tiene dos o tres semanas de tiempo para examinar la cuestión. Luego, si él la confirma, lo enviarán lo más pronto posible. Supongo que partiría desde Southampton.
– Tú no crees que lleguen hasta ese punto, ¿verdad?
– No lo sé – contestó él, sombríamente-. Pongámonos en el caso de que un boliviano hubiese matado a alguien aquí y hubiera regresado a su país. Sentiríamos una necesidad urgente de que volviera, ¿no es así? Y, por supuesto, haríamos todo cuanto fuera posible para echarle el lazo.
– ¡Pero es fantástico!
El joven la miró con una compasión extremadamente resuelta.
– Confiemos en lo mejor; pero si las cosas marcharan mal, habrá que hacer algo. Yo no lo soportaré y Jean tampoco. – Pero, ¿qué se puede hacer?
El joven Tasburgh dio una vuelta por el vestíbulo, examinando las puertas. Luego, inclinándose hacia ella, dijo
– Hubert sabe volar y yo me he estado entrenando cada día desde el asunto de Chichester. Jean y yo estamos trabajando en la cosa… por si acaso.
Dinny le cogió una mano. – Pero, ¡eso es de locos!
– No más de locos que las miles de cosas que se hacían durante la guerra.
– ¡Pero eso arruinaría tu carrera!
– ¡A paseo mi carrera! No podría soportar veros a ti y a Jean infelices durante años, y tampoco se puede tolerar que "'- un hombre como Hubert sea destruido de ese modo.