Литмир - Электронная Библиотека
A
A

– ¿Cuándo lo concebiste? -En la Galia, poco antes de que llegáramos a Gesoriaco. Hace más de cuatro meses. Espero el bebé para primeros del año que viene.

– ¡Vespasiano! -gritó Claudio por encima del barullo de las conversaciones que, de repente, se apagaron-. ¡Eh, Vespasiano!

Vespasiano soltó a su esposa y se volvió rápidamente. -¿César? -¿Te encuentras bien? -Perfectamente bien, César. -Se volvió hacia su esposa con una sonrisa-. En realidad, estoy de maravilla.

– Pues no lo pa--pa--parece. ¡Hace un m-mo-momento parecías estar a punto de estirar la pata! Estaba pensando que me había salvado de milagro, que alguien te había envenenado por error.

– Nada de veneno, César. Acabo de enterarme de que voy a tener otro hijo.

Flavia se ruborizó y fijó la mirada en sus manos con apropiada modestia. Claudio alargó la mano para coger su copa de oro llena de vino y la alzó en su dirección.

– ¡Un brindis! Que el próximo Flavio que ha de nacer viva para servir a su emperador con tanta distinción como su padre, y como su tío, por supuesto. -Claudio movió la cabeza en dirección a Sabino, que esbozó una débil sonrisa. El resto de invitados que había en el enorme e intensamente iluminado salón de los catuvelanios coreó el brindis y Vespasiano inclinó la cabeza en señal de agradecimiento. Pero la desenfadada mención por parte del emperador de un posible intento de asesinato volvió a recordarle a Vespasiano sus temores sobre lo que Adminio le había contado y echó un vistazo por el salón al tiempo que observaba con recelo al contingente britano. Venutio, los patriarcas de los trinovantes y una veintena de otros nativos estaban sentados con cohibida incomodidad a la derecha del emperador, no muy lejos.

– ¿Por qué tardará tanto esa condenada de Lavinia? -masculló Flavia al tiempo que paseaba su mirada por el salón-. Sólo tenía que traerte un vaso de agua…

Un acre aroma a especias con un subyacente olor, más intenso, a salsas y a carne que se cocinaba, inundó el olfato de Cato cuando él y Macro entraron en la zona abierta de la cocina situada en la parte de atrás del gran salón. Unos enormes calderos hervían sobre los fogones de los que se ocupaban unos sudorosos esclavos mientras los cocineros trabajaban sobre unas largas mesas montadas sobre caballetes preparando la plétora de platos requeridos en un banquete imperial.

– ¿Y ahora qué? -susurró Cato. -Tú haz lo mismo que yo. El centurión se dirigió hacia la puerta de marco de madera que daba a uno de los lados del formidable salón. Un fornido esclavo de palacio vestido con una túnica de color púrpura levantó la mano mientras se acercaban.

– ¡Apártate de mi camino! -exclamó Macro con brusquedad.

– ¡Alto! -respondió el esclavo con firmeza-. No se puede entrar sin autorización.

– ¿Autorización? -Macro le devolvió una mirada fulminante-. ¿Quién dice que necesito autorización, esclavo?

– Por aquí sólo entran los esclavos de la cocina. Pruebe por la entrada principal del salón.

– ¿Quién lo dice? -Son las órdenes que tengo, señor. Directamente de Narciso en persona.

– Narciso, ¿eh? -Macro se le acercó y bajó la voz-. Tenemos que ver al legado de la segunda ahora mismo.

– No sin autorización, señor. -Vale, muy bien, ¿quieres ver mi autorización? -Macro metió la mano izquierda en su portamonedas y en el instante en que los ojos del esclavo siguieron aquel gesto, el centurión le propinó un tremendo gancho con la derecha. Al esclavo se le fue la mandíbula hacia atrás y cayó como un saco lleno de piedras. Macro se sacudió la mano al tiempo que miraba a la maltrecha figura que tenía a sus pies-. ¿Qué te parece esta autorización, bobo de mierda?

Los esclavos de la cocina observaban nerviosos al centurión.

– ¡Volved al trabajo! -gritó Macro-. ¡Ahora! Antes de que recibáis el mismo trato que él.

Por un momento no hubo ninguna reacción y Macro dio unos pasos hacia el grupo de cocineros más cercano mientras desenfundaba su espada lentamente. Volvieron al trabajo de inmediato. Macro echó un vistazo a su alrededor con el ceño fruncido, desafiando a todos los demás a que le retaran hasta que todos los cocineros volvieron a sus quehaceres.

– Vamos, Cato -dijo Macro con calma, y agachó la cabeza para cruzar la puerta hacia el gran salón. Cato lo siguió hacia las sombras, detrás de un contrafuerte de piedra. Los envolvió una cálida atmósfera viciada.

– Quédate aquí atrás -ordenó Macro-. Necesito tantear el terreno.

Macro atisbó por el contrafuerte. El inmenso espacio estaba iluminado por innumerables lámparas de aceite y velas de sebo sujetas en enormes travesaños de madera que colgaban mediante poleas de las oscuras vigas que había en lo alto. Bajo su luz ambarina, los cientos de invitados estaban tendidos sobre triclinios situados a lo largo de tres de los lados del salón. Ante ellos había unas mesas repletas de la mejor gastronomía que los cocineros imperiales pudieron procurar. El vocerío de las conversaciones y las risas abrumaba a los cantantes griegos que se esforzaban por hacerse oír desde una tarima situada detrás de la mesa principal, donde estaba recostado el emperador solo. En el espacio que quedaba entre las mesas había un oso encadenado a un perno del suelo. El oso gruñía y daba zarpazos a una jauría de perros de caza que daban vueltas a su alrededor y le mordían siempre que bajaba la guardia por algún lado. Uno de los perros fue alcanzado por una zarpa y, con un aullido agudo, salió volando por los aires y se estrelló estrepitosamente contra una mesa. Comida, platos, copas y vino saltaron por los aires mientras que una de las invitadas daba un chillido de horror cuando la sangre le salpicó la estola de color azul pálido que llevaba.

Al tiempo que los rugidos de ánimo dirigidos al oso se iban apagando, Macro volvió la mirada hacia el contingente britano que estaba sentado a un lado del emperador. La mayor parte de los britanos habían sucumbido a la debilidad celta por la bebida y se mostraban escandalosos y torpes mientras daban gritos de entusiasmo ante la pelea de animales. Sin embargo, había unos cuantos que estaban sentados en silencio, picando de la comida y observando el espectáculo con un desdén apenas disimulado. En el triclinio más próximo al emperador había un joven britano que mordisqueaba una hogaza de pan en forma de trenza a la vez que -miraba fijamente al suelo que tenía delante, completamente ajeno a la atmósfera que imperaba en el banquete.

– Allí está nuestro hombre… Belonio, quiero decir. -Macro le hizo un gesto con la mano a Cato para que se acercara--. ¿Lo ves?

– Sí, señor. -¿Crees que deberíamos saltarle encima? -No, señor. Ya no tenemos pruebas. Tenemos que intentar hablar con el legado, o con Narciso.

– El liberto no se separa un momento de su amo, pero no veo al legado.

– Allí. -Con un gesto de la cabeza, Cato señaló hacia el otro lado del salón. Vespasiano tenía la cabeza vuelta hacia otro lado y besaba a su mujer. De pie detrás de ellos estaba Lavinia, que reía alegremente mientras miraba al atormentado oso. Una hirviente mezcla de celosa aversión y recordado afecto le subió a Cato por la boca del estómago. Lavinia miró a un lado y sonrió. Cato siguió su mirada y vio a Vitelio, sentado con un grupo de oficiales del Estado Mayor enfrente de los britanos. El tribuno miraba por encima de su hombro y le devolvía la sonrisa a Lavinia, lo cual provocó que Cato apretara los puños y frunciera la boca.

– Allí está Vitelio, junto al emperador -susurró Macro. -Ya lo he visto. -¿Y ahora qué? -Macro volvió a situarse detrás del contrafuerte con cuidado y miró a su optio-. ¿Narciso o Vespasiano?

– Vespasiano -decidió Cato inmediatamente-. Hay demasiados de esos guardaespaldas germanos alrededor de Narciso. No tendríamos oportunidad de que nuestro mensaje llegara a su destino a través de todos ésos. Esperemos a que sirvan el próximo plato y utilicemos a los camareros para acercarnos al legado sin que nos vean.

94
{"b":"108805","o":1}