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hh! ¡Cómo duele!

– Tranquilo, Niso. -El cirujano jefe le dio unas palmaditas en el hombro-. Muy pronto habrá terminado. ¿Quieres te te facilite las cosas?

– ¡No! Nada de drogas. -Estaba jadeando, con una respiración áspera y superficial.

Su mano seguía agarrada a la de Cato con tanta fuerza que casi le hacía daño, y trataba desesperadamente de aferrarse al mundo de los vivos mientras que la muerte se lo llevaba poco a poco. Con sumo esfuerzo y empujado por la chispa de conciencia que le quedaba, agarró a Cato con la otra mano y tiró del optio para acercarlo a su boca. -Dile al tribuno, dile que… -La voz se apagó hasta que quedó en un susurro y Cato ni siquiera estaba seguro de lo que eran, palabras o el estertor de un moribundo. Lentamente sus manos se aflojaron y su respiración se debilitó dando paso al silencio. La cabeza de Niso quedó colgando hacia atrás y sus ojos sin vida se congelaron, la boca caída y ligeramente abierta.

Por un momento se hizo el silencio, luego el cirujano jefe le buscó el pulso. No encontró nada.

– Ya está. Se ha ido. Cato seguía sosteniéndole la mano a Niso, consciente de que sólo era un pedazo de carne por cuyo interior ya no circulaba ni un atisbo de vida. Sintió furia ante su impotencia para salvarle la vida a aquel hombre. Había perdido demasiada sangre; él había intentado contener la hemorragia, pero no dejaba de salir a borbotones.

– ¿Dónde demonios ha estado estos últimos días? -preguntó el cirujano jefe.

– No tengo ni idea. -¿Qué te dijo al final?

Cato sacudió la cabeza en señal de negación. -No lo sé. -¿Te dijo algo? -insistió el cirujano jefe-. ¿Dijo sus ritos mortuorios?

– ¿Ritos mortuorios? -Es cartaginés, como yo. ¿Qué dijo justo antes de morir? Te susurró algo.

– Sí. Pero no lo entendí… Algo sobre una campaña, creo. -Entonces me temo que tendré que realizar los ritos mortuorios por él.

El cirujano jefe le soltó la mano a Cato y lo empujó suavemente para que se apartara del cuerpo.

– Será sólo un momento pero tiene que hacerse, de lo contrario se verá obligado a permanecer en la tierra, como vuestros lémures romanos.

La idea del inquieto espíritu de Niso recorriendo las sombras de la tierra llenó de horror a Cato, que se apartó de la mesa de reconocimiento. El cirujano jefe apretó su mano derecha contra el corazón del muerto y empezó a salmodiar un antiguo ritual púnico. Terminó rápidamente y entonces se volvió hacia Cato.

– ¿Quieres ofrecerle también los ritos romanos? Cato dijo que no con la cabeza.

– ¿Quieres quedarte con él un momento? -Sí. El cirujano jefe hizo salir a los legionarios y Cato se quedó a solas con el cuerpo de Niso. No estaba seguro de cuáles eran sus sentimientos. Sentía dolor por haber perdido un amigo y amargura de que hubiera muerto inútilmente por la punta de una jabalina romana. También sentía cólera. Niso había traicionado su amistad, primero abandonándolo a favor del tribuno Vitelio y, en segundo lugar, desertando… o lo que fuera que estuviera tramando cuando había desaparecido del campamento. Las últimas palabras que Niso había pronunciado habían sido para Vitelio, y eso era lo que más indignaba a Cato. fuera cual fuera la razón por la que Niso desapareció, Cato sospechaba que tenía algo que ver con Vitelio. Aquellas emociones contradictorias daban vueltas y más vueltas en su interior mientras miraba fijamente el cadáver.

– Ya has hecho las paces, optio -dijo en voz baja el cirujano jefe cuando volvió a entrar en la tienda al cabo de un rato. Ahora me temo que tenemos que hacernos cargo de él.

Con este calor tenemos que procurar ocuparnos de los cuerpos lo más rápidamente posible.

Cato asintió con la cabeza y se quedó a un lado de la tienda mientras el cirujano jefe hacía una señal a un par de ordenanzas médicos. Con una eficiencia nacida de la cruda experiencia habitual, los médicos enderezaron el cuerpo y empezaron a despojarlo de toda la ropa y efectos personales.

– No tienes que quedarte a verlo si no quieres -dijo el cirujano jefe. -Estoy bien, señor. De verdad. -Como quieras. Me temo que yo tengo que irme. Tengo otros deberes que atender. Lamento no haber podido salvar a tu amigo -añadió el cirujano jefe con delicadeza.

– Usted hizo lo que pudo, señor. › Los ordenanzas estaban atareados quitándole la ropa al muerto y separaban aquellas prendas que no estaban manchadas de sangre y se podían volver a usar. Las demás las dejaban a un lado para deshacerse de ellas. La herida había dejado de sangrar ahora que el corazón ya no latía. La piel manchada de sangre que la rodeaba fue rápidamente enjuagada con un cubo de agua. Uno de los ordenanzas empezó a deshacer el vendaje que envolvía la rodilla izquierda de Niso. De pronto se detuvo y estiró el cuello para mirar más cerca.

– ¡Vaya! ¡Qué raro! -dijo entre dientes. -¿Qué es raro? -replicó su compañero al tiempo que sacaba las botas. _Debajo de este vendaje no hay nada. No hay ninguna herida, ni siquiera un arañazo.

– -¡Pues claro que tiene que haberla! La gente no se pone vendajes para divertirse.

– No. Te estoy diciendo que ahí no hay nada. Sólo esas extrañas marcas.

La curiosidad pudo más que la profunda pena de Cato y éste se acercó a ver qué estaba causando aquel leve alboroto.

– ¿Qué problema hay? -Ven, optio. Mira esto. -El ordenanza le dio las vendas--.

En la pierna no tiene ni un rasguño, pero hay unas extrañas marcas negras en este vendaje.

Cato se dirigió a un lado de la tienda en el que se había montado un tosco banco y se sentó en él despacio mientras miraba las curiosas líneas y curvas escritas en una de las caras de la venda. No logró encontrarles ningún significado. Decidió que hacía falta examinarlas más detenidamente a la luz del día y se metió el vendaje dentro de la túnica.

Levantó la vista hacia el cadáver que estaba sobre la mesa.

Niso tenía una expresión serena y apacible en el rostro ahora que la tensión de la agonía había terminado. ¿Qué habría estado haciendo esos últimos días?

Cato percibió la presencia de otra persona en la tienda. El tribuno Vitelio había entrado con tanto sigilo que nadie se había dado cuenta. Se quedó de pie entre las sombras junto a la portezuela de la tienda y miró el cadáver. Por un momento no reparó en Cato y el optio vio que el desasosiego y la frustración recorrían el rostro del tribuno. Desasosiego y frustración, pero no dolor. Entonces Vitelio lo vio y frunció el ceño.

– ¿Qué estás haciendo aquí? Se supone que estás de servicio.

– Yo traje a Niso, señor. -¿Qué le ha ocurrido? -Uno de mis centinelas lo sorprendió intentando cruzar nuestras líneas. No respondió al alto y cuando trató de escapar el centinela lo abatió con la jabalina.

– Eso sí que es mala suerte -dijo Vitelio entre dientes, y luego añadió en voz más alta: Muy mala suerte. No hemos tenido ocasión de interrogarlo y descubrir a qué ha estado jugando desde que desapareció del campamento. ¿Pudo decir algo antes de morir?

– Nada que tuviera sentido, señor. -Ya veo -dijo el tribuno en voz baja. Casi sonó aliviado-. Bueno, será mejor que vuelvas a tu unidad, enseguida.

– Sí, señor. -Cato se puso en pie e intercambió un saludo con el tribuno. Fuera del sofocante calor de la tienda la atmósfera era fresca y húmeda; faltaba poco para que amaneciera. Cato se encaminó hacia el portón de entrada, deseoso de alejarse de Vitelio lo más pronto posible.

Dentro de la tienda, Vitelio se acercó al cuerpo de Niso al que, en aquel momento, los dos ordenanzas frotaban con aceites aromáticos, listo para la cremación. El tribuno recorrió a Niso con la mirada antes de dirigirla a sus ropas y escrutarlas.

– ¿Busca algo, señor? -No, sólo me preguntaba si le habíais encontrado algo… poco usual.

– No, señor, nada fuera de lo corriente. -Entiendo. -Vitelio se rascó el mentón y examinó atentamente la expresión del ordenanza-. Bien, si encontráis algo fuera de lo normal, cualquier cosa, me lo traéis inmediatamente.

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