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– No te preocupes, muchacho. Vas a salir de ésta. Si te hubiera tenido que tocar a ti, a estas alturas ya te habría sucedido. Has sobrevivido a la peor vida por la que un ejército te puede hacer pasar. Todavía vas a estar por aquí un tiempo, así que anímate.

– Sí, señor. -respondió Cato en voz baja. Las palabras de Macro eran un consuelo falso, tal como habían demostrado las muertes de los mejores soldados, como por ejemplo Bestia.

– Bueno, ¿por dónde íbamos? Cato bajó la vista hacia la tablilla de cera.

– El último de los hombres que están en el hospital se recupera favorablemente. Un corte de espada en el muslo. Tendría que estar de nuevo en pie dentro de unos pocos días más. Además, hay cuatro heridos que pueden andar. Pronto volverán a formar parte de nuestra fuerza de lucha. Esto nos deja con cincuenta y ocho efectivos, señor.

– Cincuenta y ocho. -Macro frunció el ceño. La sexta centuria se había resentido mucho de su enfrentamiento con los britanos. Habían tomado tierra en la isla con ochenta hombres. En aquellos momentos, apenas unos días después, habían perdido a dieciocho para siempre.

– ¿Hay noticias de los reemplazos, señor? -No nos va a llegar ninguno hasta que el Estado Mayor pueda organizar un embarque con fuerzas de reserva de la Galia. Al menos tardarán una semana en poderlos mandar al otro lado del canal desde Gesoriaco. No se unirán a nosotros hasta después de la próxima batalla.

– ¿La próxima batalla? Cato se irguió ansioso en su asiento-. ¿Qué batalla, señor?

– Calma, muchacho. -Macro sonrió-. El legado nos lo explicó al darnos las instrucciones. Vespasiano ha tenido noticias del general. Parece ser que el ejército se encuentra frente a un río. Un río muy grande y ancho. Y al otro lado nos está esperando Carataco con su ejército, con cuadrigas y todo.

– ¿A qué distancia de aquí, señor? -A un día de marcha. La segunda tendría que llegar en la mañana. Al parecer, Aulo Plautio no tiene intención de esperar. Lanzará el ataque a la mañana siguiente, en cuanto nos encontremos en posición.

– ¿Y cómo llegaremos hasta ellos? -preguntó Cato-. Quiero decir, ¿cómo vamos a cruzar el río? ¿Hay un puente?

– ¿De verdad crees que los britanos lo dejarían en pie? ¿Para que lo usáramos nosotros? -Macro movió la cabeza cansinamente-. No, el general aún tiene que resolver ese problema.

– ¿Cree que nos ordenará avanzar los primeros? -Lo dudo. Los britanos nos han maltratado de mala manera. Los hombres todavía están muy afectados. Debes de haberlo notado.

Cato asintió con la cabeza. La baja moral de la legión había sido palpable durante los últimos días. Y lo que era aún peor, había oído a algunos hombres criticar abiertamente al legado, pues consideraban a Vespasiano responsable de las cuantiosas bajas que habían sufrido desde que desembarcaron en suelo britano. El hecho de que Vespasiano hubiera luchado contra el enemigo en las filas de vanguardia junto a los hombres no tenía importancia para muchos de los legionarios que no habían comprobado su valentía en persona. Tal como estaban las cosas, había un considerable resentimiento y desconfianza hacia los oficiales superiores de la legión, y no auguraba nada bueno para el próximo combate con los britanos.

– Será mejor que ganemos esta batalla -murmuró Macro. -Sí, señor.

Los dos se quedaron en silencio un momento mientras miraban las lenguas de fuego que bailaban en el brasero. El fuerte sonido de las tripas del centurión desvió súbitamente sus pensamientos hacia asuntos más apremiantes.

– Tengo un hambre de mil demonios. ¿Hay algo de comer?

– Allí, sobre el escritorio, señor. -Cato señaló con un gesto una oscura hogaza de pan y un pedazo de carne de cerdo salada que había en un plato de campaña. Una pequeña jarra de vino aguado estaba junto a una copa de plata abollada, un recuerdo de una de las primeras campañas de Macro. El centurión puso mala cara al ver la carne de cerdo.

– Todavía no hay carne fresca? -No, señor. Carataco está realizando un concienzudo trabajo de limpieza del terreno por delante de nuestra línea de marcha. Los exploradores dicen que han incendiado casi todas las cosechas y granjas hasta orillas del Támesis y se han llevado al ganado con ellos. Estamos limitados a lo que nos llegue desde el depósito de avituallamiento de Rutupiae.

– Estoy harto de esa mierda de cerdo salado. ¿No puedes conseguir otra cosa? Piso nos hubiera traído algo mejor que esto.

– Sí, señor. -respondió Cato con resentimiento. Piso, el asistente de la centuria, era un veterano que había conocido todas las artimañas y chanchullos del reglamento y a los hombres de la centuria les había ido muy bien con él. Hacía tan sólo unos días, Piso, a quien apenas le faltaba un año para que le concedieran la baja honorífica, había muerto a manos del primer britano que se encontró. Cato había aprendido mucho del asistente, pero los más misteriosos secretos del funcionamiento de la burocracia militar habían desaparecido con él y ahora Cato estaba solo.

– Veré qué puedo hacer respecto a los víveres, señor.

– ¡Bien! -Macro asintió con la cabeza al tiempo que le hincaba el diente al cerdo con una mueca e iniciaba el largo proceso de masticar la dura carne hasta que alcanzara una consistencia lo bastante blanda para poder tragarla. Mientras masticaba siguió refunfuñando-. Como me den mucho más de esta cosa abandonaré la legión y me convertiré al judaísmo. Cualquier cosa tiene que ser mejor que soportar esto. No sé qué carajo les hacen a los cerdos esos cabrones de intendencia. Uno diría que es casi imposible echar a perder algo tan simple como el cerdo en salazón.

No era la primera vez que Cato oía todo aquello y siguió con su papeleo. La mayoría de los fallecidos habían dejado testamentos en los que legaban sus posesiones del campamento a los amigos. Pero algunos de los nombrados beneficiarios también habían muerto, y Cato tenía que encontrar el orden de los legados entre todos los documentos para asegurarse de que las posesiones acumuladas llegaban a los destinatarios pertinentes. Las familias de aquellos que habían muerto intestados requerirían una notificación que les permitiera reclamar los ahorros de la víctima de los erarios de la legión. Para Cato,,el cumplimiento de los testamentos era una experiencia nueva y, como la responsabilidad era suya, no se atrevía a correr el riesgo de que hubiera algún error que pudiera conducir a entablar una demanda contra él. Por lo tanto, leía toda la documentación con detenimiento y comprobaba y volvía a comprobar las cuentas de todos y cada uno de los hombres antes de mojar su estilo en un pequeño tintero de cerámica y redactar la declaración definitiva de las posesiones y sus destinos.

El faldón de la tienda se abrió y un asistente del cuartel general se apresuró a entrar con su empapada capa del ejército, que goteaba por todas partes.

– ¡Eh, aparta eso de mi trabajo! -gritó Cato al tiempo que tapaba los pergaminos apilados en su escritorio.

– Perdona. -El asistente del cuartel general retrocedió y se quedó pegado a la entrada.

– ¿Y qué coño quieres? -preguntó Macro mientras arrancaba de un bocado un trozo de pan negro.

– Traigo un mensaje del legado, señor. Quiere verlos a usted y al optio en su tienda con la mayor brevedad posible.

Cato sonrió. La utilización de aquella frase por parte de un oficial superior significaba enseguida, o de ser posible antes.

Después de ordenar rápidamente los documentos en un montón y asegurarse de que ninguna de las goteras que tenía la tienda caía cerca de su escritorio de campaña, Cato se puso en pie y recuperó la capa colocada frente al brasero. Todavía estaba muy mojada y la notó húmeda cuando se la pasó por los hombros y abrochó el pasador. Pero el calor bajo los pliegues de la lana engrasada era reconfortante.

Macro, que seguía masticando, se puso la capa y luego le hizo unas impacientes señas al asistente del cuartel general.

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