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Cuando levantó el faldón de la portezuela de su tienda, Vespasiano vio que el amanecer ya estaba muy avanzado; el pálido disco de color naranja pendía justo encima del horizonte, ligeramente envuelto en las volutas de humo de las hogueras que se extinguían. Algunos de los soldados ya hablaban y tosían en el frío aire del alba mientras los centuriones y sus optios empezaban a despertar al resto. La renuencia de los hombres a moverse y empezar la rutina diaria de la vida de la legión era palpable y Vespasiano se obligó a saludarlos alegremente al pasar.

Los centuriones y tribunos de la legión allí congregados se pusieron de pie con fría formalidad cuando Vespasiano entró en la tienda del cuartel general. Con un gesto de la mano les indicó que volvieran a sus taburetes. Fue entonces cuando vio a Vitelio, bien afeitado y vestido con una túnica limpia. Aunque al hombre se le veía cansado, el contraste con los otros oficiales y con él mismo llamaba la atención y el antiguo antagonismo hacia Vitelio afloró a su corazón.

– Me temo que no hay tiempo para ceremonias, caballeros -dijo Vespasiano al tiempo que se inclinaba sobre la mesa de mapas y se apoyaba en ella con los dedos extendidos--.

El general ha decidido que la batalla siga adelante y nos ha vuelto a tocar un papel destacado.

Aunque los tribunos ya se imaginaban que habría malas noticias, no pudieron evitar unos gruñidos de consternación ante la perspectiva de más lucha.

– Antes de que nadie lo pregunte, el general es consciente de nuestras condiciones y la orden de ataque prevalece.

– ¿Por qué nosotros, señor? -preguntó el tribuno Plinio. -Porque estamos aquí, Plinio. Tan simple como eso.

– Pero la vigésima apenas tiene ni un rasguño -insistió Plinio en un tono amargo que obviamente reflejaba el estado de ánimo de los demás oficiales, muchos de los cuales asintieron con la cabeza y mascullaron en señal de aprobación. Vespasiano compartía su resentimiento totalmente, sobre todo después de todo por lo que había pasado la segunda legión últimamente y todo lo que habían conseguido. Pero su rango exigía un estoico acatamiento de las órdenes.

– La vigésima quedará de reserva. Plautio quiere mantener a una unidad intacta para hacer frente a posibles contraataques y para que sean la punta de lanza de cualquier avance que podamos realizar. -Eso era muy cierto, reflexionó Vespasiano: no mencionó que utilizarían a la segunda para agotar al enemigo. La guerra de desgaste era una táctica que costaba digerir cuando los efectivos que iban a reducirse eran tus propios soldados.

El tribuno Plinio todavía no se había calmado. -Si es que llevamos a cabo algún avance -dijo enojado-. A este ritmo, señor, estaremos todos muertos antes de que la vigésima pierda un solo hombre.

– Tal vez. o tal vez no. Pero las órdenes se van a cumplir, tribuno -replicó Vespasiano con firmeza-. Si hay alguien aquí que no quiera tomar parte en esto, aceptaré gustoso su renuncia… después del asalto.

Se oyó un murmullo de risas contenidas en la tienda y el tribuno se sonrojó.

– Entonces bien, caballeros. Vamos a los detalles. El clima de relajación desapareció rápidamente y los centuriones y tribunos centraron su atención en Vespasiano.

– La armada tiene que unirse a nosotros esta mañana. El general ha facilitado un trirreme para proporcionar apoyo al desembarco y diez transportes para conducir a la legión al otro lado del Támesis. Tal como habrán calculado ya los más listos de entre vosotros, tendremos que hacer tres viajes para llevar al otro lado lo que queda de la legión. Eso significa que el primer grupo deberá ocupar la zona de desembarco hasta que el resto pueda añadirse al ataque. Si las cosas van mal no habrá ninguna posibilidad de retirada, los transportes habrán ido en busca del siguiente grupo. -Vespasiano hizo una pausa para dejar que el asunto les entrara en la cabeza-. Como ustedes comprenderán, caballeros, la primera oleada bien podría resultar una misión suicida. Bien, no quiero ordenar a nadie que cruce en los primeros transportes, así que voy a pedir voluntarios. -Levantó la vista y echó un rápido vistazo›por la estancia. Algunos de los oficiales evitaron su mirada mientras que otros se revolvieron nerviosos en sus asientos. Los ojos de Vespasiano se posaron en un brazo alzado en la parte de atrás de la tienda que se mantenía recto apuntando al cielo. Dentro de la tienda la luz todavía era débil y los cansados ojos del legado no distinguían la identidad del oficial.

– ¡Levántate! El oficial se puso en pie entre los murmullos de asombro de los demás.

– Te estás ofreciendo voluntario para ir en el primer grupo? -preguntó Vespasiano, que apenas pudo ocultar la sorpresa en su voz.

– Sí, señor. En la primera embarcación del primer grupo. -¿Y crees que tus hombres se sentirán con ánimos?

– Sí, señor. Están listos y quieren venganza. -Entonces la tendrán, centurión interino. ¿Pero crees que eres la persona adecuada para dirigirlos en este asalto?

Cato se sonrojó, enojado. -Lo soy, señor. Vespasiano esbozó una forzada sonrisa ante la determinación del joven por vengar a su centurión. No había duda de su coraje, pero era necesario que los líderes estuvieran por encima de las motivaciones personales en plena batalla. ¿Se podría confiar en que ese chico antepusiera el deber al desquite? ¿o se limitaría a lanzarse sobre el enemigo y luchar como una furia hasta que lo mataran, sin acordarse de la responsabilidad que tenía hacia los hombres que estaban a sus órdenes? Vespasiano sopesó la situación y tomó una decisión rápida. El primer grupo tendría poco tiempo para coordinar una defensa del punto de desembarco, por lo que bien podría aprovechar cualquier frenesí bélico disponible.

– Muy bien, centurión interino. Y buena suerte. ¿Alguien más está dispuesto a unírsele?

La respuesta instantánea de Cato había avergonzado a los veteranos y todos sin excepción levantaron los brazos.

– Bien -dijo el legado-. Os llegarán las últimas órdenes cuando la legión haya comido. Ahora será mejor que despertéis a vuestros soldados y les hagáis saber lo que Roma quiere hoy a cambio de su dinero.

Mientras los oficiales salían en fila de la tienda, Vespasiano cruzó la mirada con Cato y levantó un dedo para indicarle por señas que se acercara.

– ¿Señor? -¿Estás seguro de lo que haces?

Cuando Cato asintió con un movimiento de la cabeza, Vespasiano se inclinó hacia él para que los hombres que salían de la tienda no pudieran oír lo que decía.

– No es necesario que encabeces el ataque. Tú y tus hombres debéis de estar agotados y tú estás herido.

– Sobreviviré -dijo Cato entre dientes-. Estamos cansados, señor, y no quedamos muchos en nuestra centuria. Pero eso no nos hace distintos de cualquier otra centuria, señor. La diferencia estriba en que nosotros tenemos más motivos para luchar que la mayoría. Creo que en este sentido puedo hablar en nombre de los hombres de Macro.

– Ahora son tus hombres, hijo. -Sí, señor. -Cato se puso tenso y alzó la barbilla. -¡Buen chico! -exclamó Vespasiano con aprobación-. Y asegúrate de tener cuidado, joven Cato. Prometes llegar lejos. Si sobrevives a esto podrás sobrevivir a cualquier cosa.

– Sí, señor. -Y ahora vete. Te veré luego, al otro lado del río. Cato saludó y siguió a los demás oficiales fuera de la tienda.

Mientras veía irse al joven, Vespasiano sintió una punzada de culpabilidad. Era cierto que el muchacho prometía y la retórica rastrera que había utilizado había funcionado, como él ya sabía. El optio (el centurión interino, se corrigió Vespasiano) se sentiría enardecido por la confianza que su superior le había expresado. Pero era probable que eso hiciera que lo mataran mucho antes., Era una pena. El muchacho era agradable y lo había hecho muy bien durante el poco tiempo que había servido con las águilas. Pero ésa era la naturaleza del mando. Fueran cuales fueran los sentimientos que uno albergara, la batalla tenía que ganarse, el enemigo debía ser vencido y ambas cosas tenían su precio… calculado con la sangre de los soldados de su legión.

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