Vespasiano cruzó las manos, las apretó con fuerza y asintió con un movimiento de la cabeza.
– S«
Siempre que cumplas tu parte del trato.
– No se preocupe, señor. Su esposa está completamente a salvo, por el momento.
– Suponiendo que haya una pizca de verdad en lo que has dicho de ella.
– ¿Una pizca de verdad? -Vitelio sonrió-. Creo que se sorprendería bastante si supiera lo que sería capaz de hacer Flavia para conseguir sus fines políticos. Mucho más de lo que es prudente para alguien cuyo marido tiene un futuro prometedor… al servicio del emperador.
– Eso es lo que tú dices. -Vespasiano asintió con un lento movimiento de la cabeza-. Pero todavía no me has proporcionado pruebas sólidas de tus acusaciones. Nada de lo que me has contado hasta ahora se podría demostrar ante un tribunal de justicia.
– ¡Tribunal de justicia! -Vitelio se rió-. ¡Qué noción tan extraña! ¿Qué le ha hecho pensar por un momento que se iba a presentar algún cargo contra Flavia, o contra usted mismo ante un tribunal? Una discreta palabra del emperador y un pequeño pelotón de pretorianos les harían una visita con órdenes de no marcharse hasta que ambos estuvieran muertos. Lo mejor que puede esperar es un pequeño obituario de cortesía en la gaceta romana. Así es como funciona el mundo, señor. Será mejor que se acostumbre.
– Me acostumbraré. De la misma manera que tú tendrás que acostumbrarte al hecho de que puedo implicarte en una pequeña traición que has cometido. _¡Oh! Lo había olvidado, señor. Por eso estamos discutiendo. Supongo que se habrá cerciorado de que su parte del acuerdo está documentada de forma segura.
– Por supuesto -mintió Vespasiano-. He enviado un mensaje a Roma para que sea depositado en manos de mi abogado hasta que yo lo reclame o muera. Sea lo que sea lo que ocurra primero. Entonces la carta se abrirá y se leerá ante el senado y el emperador. Debo creer que tu muerte seguirá rápidamente a la mía. Tan rápidamente que tal vez incluso crucemos la laguna Estigia en la misma embarcación.
– Lo consideraría un honor, señor. -Vitelio se permitió esbozar una sonrisa irónica-. Pero en realidad no hace falta que las cosas lleguen a ese extremo, ¿no está de acuerdo?
– Lo estoy. -Entonces no hay nada más que decir, señor. -Nada.
– ¿Puedo retirarme? Vespasiano se quedó en silencio un momento y luego sacudió la cabeza en señal de negación. -Todavía no, tribuno. Antes de que te vayas necesito que me respondas a una pregunta.
– ¿Sí? -¿Qué sabes de los Libertadores? Vitelio alzó una ceja, al parecer sorprendido por la pregunta. Apretó los labios y frunció el ceño antes de que se le ocurriera una respuesta.
– Ella ha estado en contacto con usted, ¿no es cierto? Vespasiano se negó a satisfacer al tribuno con una contestación y trató de ocultar su irritación ante la informal alusión a su esposa.
– Me lo imaginaba. -Vitelio asintió con la cabeza-. Los Libertadores. He ahí un nombre que se ha estado repitiendo cada vez más durante los últimos meses. Vaya, vaya. Nuestra Flavia es un enigma más oscuro de lo que yo había creído, señor. Será mejor que la vigile bien antes de que haga algo por lo que su linaje pueda tener motivos para maldecirla. _¿Conoces la existencia de esa organización entonces?
– Podríamos decir que he oído hablar de ella -respondió el tribuno con soltura-. Corre el rumor de que los Libertadores son una organización secreta que aspira a derrocar al emperador y restaurar la república. Se supone que llevan existiendo desde la época de Augusto, y fueron lo bastante vanidosos como para ponerse el nombre de los asesinos de julio César.
– ¿Un rumor? -preguntó Vespasiano como para sí- ¿Eso es todo?
– Sigue siendo suficiente para que te hagan ejecutar, señor. Narciso tiene hombres repartidos por toda Roma y por las provincias que buscan a gente relacionada con la organización. Se supone que las personas involucradas en la confabulación de Escriboniano tienen contactos con los Libertadores. Me pregunto cuánto sabe su esposa sobre ellos. Imagino que Narciso tendrá mucho interés en preguntárselo a la menor oportunidad.
Vespasiano no quiso responder a aquella amenaza apenas disimulada; ninguno de los dos ganaría nada con descubrir al otro. Se concentró en Flavia y en su posible conexión con aquella conspiración que se ocultaba en las sombras de la historia. Por lo que sabía de Narciso, el jefe del Estado Mayor del Imperio iba a ser implacable y totalmente firme en su persecución de cualquiera que fuera una amenaza para el emperador. Se tardara lo que se tardara, fueran cuantos fueran los sospechosos torturados para conseguir información, la conspiración seria descubierta y sus miembros eliminados discretamente.
Sin embargo, si Vitelio estaba en lo cierto, los Libertadores habían estado confabulando durante décadas y eso demostraba un extraordinario compromiso con el secreto y la paciencia. Vespasiano podía imaginarse cuál era la motivación de aquellos que se habían unido a los Libertadores. Roma había sido gobernada por emperadores durante sesenta años y, aunque Augusto había puesto fin a la terrible era de luchas intestinas que habían dividido en dos el estado romano durante generaciones, era una paz conseguida a costa de negar a los aristócratas los poderes políticos que sus familias habían ejercido durante siglos. Una clase social imbuida de semejante sentido de su propio destino no acepta fácilmente la subordinación a una dinastía que engendró a un loco como Calígula y a un idiota como Claudio.
Pero Vespasiano se preguntaba: ¿Qué otra cosa podía hacer entonces Roma?
Devolver el control del Imperio al senado transformaría una vez más el mundo civilizado en un campo de batalla por el que deambularían los vastos ejércitos de las facciones senatoriales ofuscadas por el poder. Dejarían una estela de devastación a su paso mientras que las hordas bárbaras lo observarían todo con regocijo desde el otro lado de las fronteras salvajes del Imperio. Fueran cuales fueran sus defectos, los emperadores representaban el orden. Puede que de vez en cuando hicieran mermar las filas de los aristócratas, pero para el hormiguero de masas de Roma y todo aquel que viviera dentro de los límites del Imperio, los emperadores eran sinónimo de cierta paz y orden. Pese a que, Vespasiano era miembro de la clase senatorial, cuya causa los Libertadores afirmaban representar, él sabía que las consecuencias de la vuelta al control senatorial que ofrecían los Libertadores eran demasiado terribles como para considerarlas.
– ¿Señor? Vespasiano levantó la mirada, irritado por la interrupción del hilo de su pensamiento.
– ¿Qué pasa? -¿Hay algo más que tengamos que discutir? ¿o puedo volver a mis obligaciones con la segunda?
– Hemos dicho todo lo que era necesario decir. Será mejor que hagas saber a Plinio que tiene que dejar su puesto de tribuno superior. Haz que te informe sobre el avance de mañana. Y todavía hay un poco de papeleo relativo a los pertrechos que tiene que ponerse en orden. Encárgate de ello antes de acostarte.
– Sí, señor. -Ten presente lo que he dicho, Vitelio. -Vespasiano miró fijamente al tribuno con expresión severa--. A pesar de tus obligaciones como agente imperial, sigues siendo mi tribuno superior y espero que representes ese papel. Desobedéceme o haz algún comentario fuera de lugar y me encargaré de que sufras las consecuencias.