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En medio de la línea de batalla de la segunda legión se encontraba Cato, hombro con hombro con su centurión en las densas filas de hombres que esperaban la orden para terminar el combate. Desde el extremo derecho de la línea romana, Vespasiano dio la orden de avanzar; el mandato fue rápidamente transmitido entre las cohortes y momentos después, tras una barrera de escudos, la legión empezó a caminar al ritmo lento y regular con el que se desplazaba una unidad. Los honderos y arqueros a los que todavía les quedaba munición seguían disparando contra las filas romanas, pero la pared de escudos resultó ser prácticamente impenetrable. Desesperados, los guerreros britanos empezaron a lanzarse hacia adelante, directamente contra los escudos, para intentar romper la línea.

– ¡Cuidado! -gritó Macro cuando un enorme individuo avanzó pesadamente hacia Cato en ángulo oblicuo. El optio echó su escudo hacia la izquierda y con el tachón le golpeó en la cara. Notó que había topado con algo y, automáticamente, clavó su espada corta en las tripas de aquel hombre, giró y retiró la hoja. El britano soltó un quejido y se desplomó a un lado.

– ¡Bien hecho! -Macro, como pez en el agua, sonrió al tiempo que atravesaba el pecho de otro britano y luego le daba una patada para extraer su arma. Dos o tres soldados de la sexta centuria, dominados por el deseo de lanzarse contra el enemigo, se adelantaron y salieron de la línea romana.

– ¡Volved a la alineación! -bramó Macro-. ¡Tengo vuestros nombres!

Los soldados, a los que aquella voz apaciguó al instante, retrocedieron avergonzados y volvieron a unirse a la formación sin osar cruzarse con la mirada fulminante del centurión, mas preocupados de momento por el inevitable castigo disciplinario que por el combate que se estaba produciendo en aquellos momentos.-

La batalla en la empalizada había terminado y los hombres de la decimocuarta legión hacían retroceder a los britanos por la pendiente opuesta hacia su campamento. Atrapados entre las dos fuerzas, los britanos lucharon por sus vidas con una desesperación bárbara que a Cato le pareció francamente espeluznante. Aquellos rostros salvajes, salpicados con la saliva de sus gritos roncos, le hacían frente como espíritus diabólicos. El entrenamiento del ejército romano se impuso y la secuencia de avance-embestida-retroceso-avance se llevó a cabo de forma automática, casi como si su cuerpo perteneciera del todo a otra entidad.

Mientras los muertos y moribundos caían bajo el acero de los romanos, la línea fue avanzando lentamente sobre una extensión de cuerpos, tiendas derribadas y equipo desperdigado. De pronto la sexta centuria llegó a un área que los britanos habían reservado para cocinar; los hornos de turba y las chimeneas aún ardían y crepitaban con un fulgor anaranjado a la luz del atardecer, y bañaban con un refulgente resplandor rojizo a aquellos que se encontraban cerca, lo cual no hacía sino acentuar el horror de la batalla.

Antes de que Cato pudiera verlo venir, un fortísimo golpe en el escudo lo pilló desprevenido y se cayó sobre una gran olla humeante que estaba suspendida sobre el fuego. Las llamas le quemaron las piernas y antes de que el agua se derramara y apagara el fuego, le escaldó todo un lado del cuerpo. No pudo evitar soltar un grito ante el dolor agudo y punzante de sus quemaduras y estuvo a punto de soltar el escudo y la espada. Otro golpe cayó sobre su escudo; al levantar la vista, Cato vio a un guerrero delgado con unas largas trenzas que pendían sobre él y con un odio salvaje que le crispaba las facciones. Cuando el britano alzó su hacha para asestarle un mandoble, Cato alzó la espada de Bestia para hacer frente al golpe.

Pero éste no llegó a descargarse. Macro había hincado su hoja casi hasta la empuñadura bajo la axila del britano y el hombre murió al instante. Mientras intentaba resistir el dolor de sus quemaduras, Cato no pudo hacer más que darle las gracias al centurión con un movimiento de la cabeza.

Macro le dedicó una rápida sonrisa.

– ¡Levántate! La primera fila de la centuria había pasado junto a ellos y por un momento Cato estuvo a salvo del enemigo.

– ¿Cómo te encuentras, muchacho? -Sobreviviré, señor -dijo Cato con los dientes apretados mientras un embravecido río de dolor le inundaba el costado. Apenas podía concentrarse debido al sufrimiento. Macro no se dejó engañar por aquella bravuconada, ya había visto esta reacción muchas veces durante los catorce años que hacía que servía en el ejército. Pero también había llegado a respetar el derecho de un individuo a lidiar con su dolor como quisiera. Ayudó al optio a ponerse en pie y, sin pensarlo, le dio a Cato una palmada de ánimo en la espalda. El joven tensó todo el cuerpo, pero tras un temblor que le duró sólo un momento se recuperó lo suficiente para asir con firmeza la espada y el escudo y abrirse camino hacia la fila delantera. Macro empuñó también con más fuerza su espada y volvió a incorporarse a la lucha.

Del resto de la batalla para tomar el campamento britano a Cato sólo le quedó un recuerdo borroso, tal fue el esfuerzo requerido para contener el terrible padecimiento causado por sus quemaduras. Quizás hubiera matado a varios hombres, pero después no logró recordar ni un solo incidente; acuchilló con su espada y paró golpes con su escudo ajeno a cualquier sentido del peligro, sólo consciente de la necesidad de controlar el dolor.

La batalla siguió su implacable curso en contra de los britanos, apretujados entre la inexorable fuerza de las dos legiones. Buscaron desesperados el punto de menos resistencia y empezaron a salir corriendo hacia los espacios entre las líneas de legionarios que se cerraban. Primero fueron docenas y luego veintenas de britanos los que se separaron de sus compañeros y corrieron para salvar sus vidas, subiendo a gatas por las pendientes de los terraplenes y adentrándose a toda velocidad en el inminente anochecer. Miles de ellos escaparon antes de que las dos -líneas de legionarios confluyeran y rodearan a un sentenciado grupo de guerreros decididos a luchar hasta el final.

Aquéllas no eran unas tropas corrientes, Macro se dio cuenta de ello mientras intercambiaba golpes con un anciano guerrero al que el sudor le brillaba sobre la piel de su musculoso cuerpo. Del cuello del britano colgaba un pesado torques de oro similar al trofeo tomado del cadáver de Togodumno y que Macro llevaba en esos instantes. El britano lo vio, en su expresión se hizo patente que lo había reconocido y arremetió con el hacha contra Macro con renovada furia alimentada por su deseo de venganza. Al final, su propia ira acabó con él: el romano, más sereno, dejó que la menguante energía de aquel hombre se agotara contra su escudo antes de zanjar el asunto con un golpe rápido. Un legionario, uno de los reclutas del otoño anterior, se arrodilló y tendió una mano hacia el torques del britano muerto.

– Coge eso y estás muerto -le advirtió Macro-. Ya conoces las reglas sobre el botín de guerra.

El legionario asintió con un rápido movimiento de la cabeza y se lanzó hacia el cada vez más reducido grupo de britanos, con lo cual consiguió únicamente empalarse a sí mismo en una -lanza de guerra de hoja ancha.

Macro soltó una maldición. Entonces siguió adelante y se encontró con que, una vez más, Cato estaba a su lado y gruñía con los dientes apretados mientras seguía luchando con una eficiencia feroz. Cuando el arrebol anaranjado y rojo del sol poniente-teñía el cielo, una trompeta romana tocó retirada a todo volumen y se abrió un pequeño espacio alrededor de los britanos -que seguían con vida. Cato fue el último en ceder, tuvo que ser físicamente apartado de la lucha por su centurión y zarandeado para hacerlo volver a un estado de ánimo más equilibrado.

En la penumbra, reunidos en un pequeño círculo de no más de cincuenta hombres, los britanos miraban en silencio a los legionarios. Sangrando por numerosas heridas, con los cuerpos manchados de sangre que se agitaban al haberse quedado sin aliento, se apoyaron en sus armas y aguardaron el final. Desde las filas de las legiones una voz les gritó algo en una lengua celta. Una llamada a la rendición, se imaginó Macro. El llamamiento se volvió a repetir y esta vez los britanos dieron rienda suelta a un coro de gritos y gestos desafiantes. Macro sacudió la cabeza, de pronto estaba muy harto de luchar. ¿Qué más tenían que demostrar aquellos hombres con su muerte? ¿Quién iba a enterarse nunca de su última resistencia? Era axiomático que la historia-la escribían los vencedores en la guerra. Eso era lo que había aprendido de los libros de historia que Cato había utilizado para enseñarle a leer. Aquellos valientes se condenaban a sí mismos a morir para nada.

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