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Dina se puso pálida, roja y luego otra vez pálida. ¡Dios mío! ¡Estaba claro! La verdad es que yo hubiera podido pensar en ello. Le habían escondido el periódico porque llevaba la noticia de la quiebra de su banco. Había vuelto a meter la pata hasta el fondo.

Pero Dina recuperó rápidamente el dominio de sí misma y respondió con ligereza, como si no dijera nada importante:

– ¿El periódico? Creo que lo he visto por algún sitio del jardín. Ya lo encontraremos. Pero ibas a decir algo que me interesa mucho, Eugen.

Sigue hablando, te lo ruego.

Félix estaba junto a mí, y casi sin mover los labios, con un leve susurro, me dijo:

– ¿Pretende seguir mucho rato con su experimento?

¿Qué ocurría? ¿Qué había querido decir con ello?

Había cometido una indiscreción en un momento de descuido y nada más. ¿Qué otra cosa querían que hubiera sido?

4

Eugen Bischoff iba de un lado a otro del salón; había algo que parecía preocuparle, como si quisiera transformar algún pensamiento en palabras. De pronto se detuvo ante mí y se quedó mirándome directamente a los ojos, examinándome, con una expresión intranquila e insegura, casi desconfiada. Aquella mirada me incomodó bastante, la verdad, aunque no sabría muy bien decir el porqué.

– Se trata de una historia muy extraña, barón -comenzó-. Puede que lo que les voy a contar les provoque incluso escalofríos, y que quizás esta noche no puedan conciliar el sueño. Pero aquí -a lo que Eugen Bischoff se golpeó con vehemencia la frente -, aquí dentro hay algo, digamos que algo así como un nervio, que sólo a desgana se deja arrancar del reposo y que es absolutamente reacio a cumplir las funciones que le han sido encomendadas. Está allí sólo para los acontecimientos cotidianos, para las cosas corrientes de la vida. Pero para el miedo, el espanto, el pavor desorbitado… para todo esto no sirve de nada, para todo esto me hace falta un órgano especial.

– Comience su historia de una vez -le inte rrumpió el doctor.

– No estoy seguro de que consiga hacerles ver en qué consiste lo verdaderamente insólito del caso. Explicar historias, ya lo saben ustedes, nunca ha sido mi fuerte. Quizá cuando la hayan oído no les parezca tan excitante. En fin…

– ¿Para qué tantos preámbulos, Eugen? ¡Co mienza ya de una vez! -dijo el ingeniero al tiempo que hacía caer la ceniza de su cigarrillo.

– Pues bien, presten atención y piensen lo que les plazca. La historia es ésta: Hace algún tiempo trabé amistad con un oficial de la Armada, quien por aquel entonces gozaba de un permiso especial de varios meses para poner en orden ciertos asuntos familiares. Dichos asuntos cabe decir que eran de una naturaleza muy especial. Un hermano suyo, pintor y alumno de la Acade mia, había venido a vivir y a estudiar a la ciudad. Un buen día este joven, que al parecer tenía ver dadero talento (he podido contemplar alguno de sus trabajos: un Grupo de niños, el retrato de una mujer vestida de enfermera, una Muchacha bañándose), un buen día, como les decía, este jo ven apareció muerto, se había suicidado. Un suicidio sin motivo, no había ninguna causa apa rente para tal acto de desesperación. No tenía deudas ni problemas de dinero, no había ningún amor que lo torturara, ninguna enfermedad. En pocas palabras, se trataba de algo extremada mente misterioso. Y el hermano…

– ¡Vamos, vamos! Casos así ocurren mucho más a menudo de lo que la gente cree -le inte rrumpió el doctor Gorski-. Los informes policiales utilizan para referirse a ellos la expresión «enajenación momentánea».

– Exacto. También en aquella ocasión se dijo eso. Pero la familia no se dio por satisfecha. A los padres les resultaba incomprensible sobre todo que su hijo no hubiera dejado ninguna carta de despedida. Ni tan sólo lo corriente en estos casos, algo del estilo de «queridos padres, perdonadme, no podía hacer otra cosa», etc. Ni una triste línea, nada, no se pudo encontrar nada entre sus papeles. Ni una carta más o menos reciente que hiciera prever las intenciones del muchacho, ya fueran firmes o una simple inclinación todavía titubeante. La familia, pues, descartó la idea de un simple suicidio, y el hermano mayor emprendió viaje a Viena para intentar echar un poco de luz sobre todo el asunto. El oficial ya había pensado cuál sería su plan y lo llevó a cabo con verdadera energía y tenacidad. Se instaló en la misma casa donde había vivido su hermano; adoptó las costumbres de éste, incluyendo los horarios; buscó los medios para trabar relaciones con todas las personas que había frecuentado, al tiempo que evitó conocer a cualquier otro tipo de gente que pudiera desviarle de su cometido. Se matriculó en la Academia, se puso a dibujar y a pintar, y cada día pasaba unas horas en el café frecuentado por su hermano. Y fue tan consecuente en todo su plan que llegó incluso a vestirse con la ropa del difunto y a apuntarse a un curso de italiano al que también había asistido éste, a pesar de que, como oficial, él ya dominaba el italiano a la perfección. Le daba lo mismo: seguía las clases con la misma atención que un principiante. Y todo esto lo hacía con el convencimiento de que, de ese modo, un día u otro llegaría indefectiblemente a dar con las razones de aquel enigmático suicidio. Nada le hacía vacilar en su empeño.

»Llevó esa vida, que en realidad era la vida de otro, durante dos largos meses. Y no estoy en condiciones de poder decirles si durante ese lapso de tiempo se acercó o no a su objetivo. Un buen día, sin embargo, y en contra de su costumbre, llegó con bastante retraso a casa, lo que no pasó desapercibido a su patrona, que le subía la comida a la habitación y estaba acostumbrada a que su inquilino llevara una vida regulada al minuto. No se podía decir que estuviera precisamente de mal humor, aunque no se abstuvo de exteriorizar su disgusto por la comida enfriada. Dijo que tenía la intención de ir aquella noche a la ópera, y que confiaba en que todavía se pudieran conseguir entradas. Luego encargó el café y una cena fría para las once.

»Un cuarto de hora más tarde llegó la cocinera con el café. La puerta estaba cerrada, pero oyó al oficial que iba de un lado para otro de su habitación. Llamó y a través de la puerta cerrada le dijo que le dejara el café en el pasillo. Al cabo de un rato volvió para recoger el servicio y se encontró con que el café seguía en el mismo sitio donde lo había dejado. Llama y no recibe respuesta, escucha y nada se mueve. De pronto oye palabras, breves exclamaciones en una lengua que no entiende. E inmediatamente después un grito.

»La cocinera intenta forzar la puerta, chilla, empieza a dar golpes, la patrona acude en su ayuda y entre las dos consiguen abrir. La habitación está vacía, pero las ventanas están abiertas. Desde la calle llega el griterío de la gente y ahora se dan cuenta de lo que ha ocurrido. Abajo, en la calle, todo el mundo se amontona alrededor del cuerpo sin vida del oficial que se acababa de tirar por la ventana medio minuto antes. En su escritorio había un cigarrillo encendido.

– ¡Cómo! ¿Dice que se había tirado por la ventana? -interrumpió el ingeniero-. ¡Qué extraño! Seguro que siendo oficial tenía algún arma al alcance.

– Así es. El revólver se encontraba en el cajón de su escritorio. Estaba sin cargar. Un revólver de la Armada, calibre 9 mm. Junto a él se hallaba la munición, una caja llena de balas.

– ¿Y qué más, y qué más? -apremió el doctor Gorski.

– ¿Qué más? Eso es todo. Se había suicidado exactamente igual que su hermano. No sé si llegó a dar con la solución del misterio. Pero si así fue, entonces tuvo sus motivos para llevarse el miste rio a la tumba.

– ¡Qué dice usted! -exclamó el doctor Gors ki-. Seguro que dejó un escrito, algo que justificara su acto, unas líneas para sus padres.

– No.

No había sido Eugen Bischoff quien dio aquella respuesta tan decidida, sino el ingeniero, que prosiguió:

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