– ¿No se da usted cuenta de que no tuvo tiempo de hacerlo? No tuvo tiempo, esto es lo más curioso del caso. Si no pudo ni coger su revólver y cargarlo, cómo quiere usted que pudiera escribir una carta de despedida.
– Te equivocas, Solgrub -dijo Eugen Bischoff-. El oficial dejó algo escrito, aunque sólo media palabra.
– A eso es a lo que yo llamo laconismo militar -dijo el doctor, y me guiñó un ojo con aire divertido, haciéndome ver que consideraba toda la historia como una patraña.
– Se le rompió la punta del lápiz -dijo Eugen Bischoff acabando ya su narración-. Y el papel muestra en ese lugar un largo desgarrón.
– ¿Y la palabra?
– Había sido garabateada a toda prisa y resultaba apenas legible. Decía: «Horrible».
Ninguno de los presentes dijo nada. Solamente el ingeniero no pudo contener una leve exclamación de sorpresa.
Dina se levantó y apretó el interruptor de la lámpara. En la habitación se iluminó todo, pero el sentimiento de angustia y opresión que nos atenazaba a todos no nos abandonó tan fácilmente.
Solamente el doctor Gorski se mantenía escéptico.
– Venga, Bischoff, confiéselo -dijo-. Confiese que se ha inventado toda esta historia para darnos miedo.
Eugen Bischoff lo negó con la cabeza.
– Ño, doctor. Yo no me he inventado nada. No hace ni unas semanas que ocurrió todo tal y como yo se lo acabo de explicar. Sí, verdaderamente uno se encuentra a veces con cosas bien extrañas, doctor, créame. ¿Cuál es tu opinión sobre el asunto, Solgrub?
– ¡Un asesinato! -dijo el ingeniero lacónico y decidido-. Una forma bastante corriente de asesinato, para mí está claro. ¿Pero quién es el asesino? ¿Cómo entró en la habitación? ¿Cómo pudo desaparecer? Habría que meditarlo a fondo y a solas.
Lanzó una mirada a su reloj.
– Se ha hecho ya muy tarde, voy a tener que irme.
– ¡Bah! ¡Tonterías! Todos ustedes se van a quedar a cenar -anunció Eugen Bischoff-. Y después charlaremos todavía un rato sobre cosas más alegres.
– ¿Qué le parece a usted si el público aquí reunido, todo gente entendida en materia de arte, pudiera oír algo de su nuevo papel? -propuso el doctor.
Eugen Bischoff tenía que actuar dentro de pocos días en el papel de Ricardo III por primera vez en su vida, era verdad, lo había visto en los periódicos. Pero la idea del doctor no pareció ser de su agrado. Torció la boca y frunció el ceño.
– Hoy no. Con mucho gusto otro día, pero hoy no.
Dina y Félix comenzaron a animarlo. ¿Por qué no hoy? ¡Vaya un carácter! Y eso que todos se habían hecho tantas ilusiones.
– Bueno, la verdad es que confiábamos en tener alguna prerrogativa ante la misera plebs del gallinero y la platea. Nosotros, que tenemos el honor de conocerlo a usted personalmente -admitió el doctor.
Eugen Bischoff volvió a sacudir la cabeza y se mantuvo en sus trece.
– No, hoy no, no es posible. Verían un trabajo a medio hacer, y eso no lo quiero.
– Venga, algo así como un ensayo general entre buenos amigos -propuso el ingeniero.
– No, y les agradecería que no insistieran. De otro modo, Dios sabe que no me haría rogar. Ya saben que yo soy el primero que disfruta cuando hay público. Pero hoy no puede ser, todavía no he acabado de formarme la imagen del personaje. Debo tenerlo ante mis ojos, he de verlo. Eso es imprescindible para una buena interpretación…
El doctor Gorski pareció ceder, pero me volvió a guiñar el ojo con aire ladino, pues conocía un método excelente y de probada eficacia cuando se trataba de vencer la timidez de un actor, y ahora, al parecer, iba a ponerlo en práctica. Se trataba de proceder con una gran astucia y prudencia, y así comenzó a hablar con toda naturalidad de un famoso actor berlinés de lo más mediocre, y que, según él, también había representado aquel papel. De hecho, se dedicó a buscar las palabras más elogiosas para hablar de aquel actorcillo.
– Usted ya me conoce, Bischoff, y ya sabe que no soy uno de esos ruidosos entusiastas de gallinero, pero la verdad es que este Semblinsky me pareció sencillamente fabuloso. ¡Vaya ocurrencias más geniales que tenía ese hombre! Como cuando, estando sentado en las escaleras del palacio, lanza al aire su guante y lo vuelve a coger al vuelo, y luego, se estira por el escenario como un gato al sol. ¡Oh! Y además, ¡qué forma de construir el monólogo!
Y para que Eugen Bischoff se hiciera una idea de todo ello, el doctor se puso a declamar con el peor patetismo y los gestos más exagerados que se hayan visto:
– «Yo, privado de esta bella proporción, de forme, desprovisto de todo encanto por la pér fida Naturaleza…»
Ahí se interrumpió él mismo con una observación de crítica textual:
– No, al revés, primero viene «desprovisto», el «deforme» va después. No importa, «…sin acabar…» ¿Qué viene ahora? «Enviado antes de tiempo a este latente mundo…»
– Ya es suficiente, doctor -le interrumpió el actor, al principio con delicadeza.
– «A este latente mundo…» No me inte rrumpa, se lo ruego: «Terminado a medias, y eso tan imperfectamente y fuera de la moda, que los perros me ladran cuando ante ellos me paro…».
– ¡Basta! -exclamó Eugen Bischoff apretán dose las orejas con los puños-. ¡No siga! Me está usted poniendo enfermo.
El doctor Gorski se mantenía en sus trece.
– «Y así, ya que no puedo mostrarme como un amante, para entretener estos bellos días de galantería he determinado portarme como un vi llano…»
– Y yo he determinado retorcerle el pescuezo si no para usted ahora mismo -exclamó Bischoff-. Se lo ruego, está convirtiendo a Gloster en un payaso sentimentaloide. Ricardo era un ave de rapiña, un monstruo, una bestia, pero a pesar de todo ello también era un hombre y un rey, no un payaso histérico, ¡maldita sea otra vez!
Y en el estado de arrebato y exaltación que le provocaba el papel comenzó a dar vueltas como un loco por el salón. Por fin se detuvo, y entonces ocurrió exactamente lo que el doctor Gorski había previsto:
– Voy a enseñaros cómo hay que interpretar el Ricardo III. Ahora silencio, voy a recitar el monólogo inicial.
– Yo tengo mi propia concepción del personaje – dijo el doctor con un aire de gélida impertinencia-. Pero se lo ruego, usted es el actor, aceptaré gustoso su lección.
Eugen Bischoff le dedicó una mirada que traspasaba, llena de sorna y de desprecio. A punto de transformarse en el rey shakesperiano, ya no tenía ante sí al doctor Gorski, sino a su pobre e infeliz hermano Clarence.
– ¡Atentos pues! -ordenó -. Voy un mo mento al pabellón. Abrid entretanto las venta nas, aquí no se puede estar de tanto humo.
Vuelvo enseguida.
– No querrás maquillarte ahora, ¿verdad? -preguntó el hermano de Dina-. No nos hace falta, Eugen. Renunciamos a la máscara.
Los ojos de Eugen Bischoff llameaban y aparecían radiantes. Se encontraba en un tal estado de excitación como yo nunca lo había visto antes. Entonces dijo algo muy extraño:
– ¿Maquillarme, dices? ¡No! Lo que quiero es ver los botones del uniforme. Debéis dejarme a solas por unos instantes. Enseguida vuelvo a estar aquí con vosotros.
Salió pero al segundo volvió sobre sus pasos.
– Y con respecto a su Semblinsky, su gran Semblinsky, ¿sabe usted lo que en realidad es? Un cretino. Una vez lo vi en el papel de Yago. ¡Qué desastre!
Y dicho esto volvió a salir. Lo vi cruzar el jardín apresuradamente, hablaba consigo mismo, gesticulaba, sin duda estaba ya en el castillo de Baynard, en el mundo del rey Ricardo. Estuvo a punto incluso de chocar con su jardinero, pues el pobre hombre, a pesar de que ya estaba oscureciendo, seguía arrodillado sobre el césped, recortando la hierba. Inmediatamente después de desaparecer la silueta de Eugen Bischoff se encendieron las luces del pabellón y sus ventanas se iluminaron esparciendo una claridad trémula y un movimiento inquietante de sombras en el amplio y silencioso jardín nocturno.