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¡Oh alma acosada! ¡Quién sabe! Quizás he conseguido conjurar para siempre la causa de todas mis angustias al haberla puesto por escrito. Mi historia está contada, convertida en un montón de hojas sueltas. Ahora ya puedo marcar una cruz sobre ella. ¿Qué más me queda por hacer? Nada, la aparto a un lado, como si fuera otro quien la hubiera vivido o como si hubiera nacido de otra mente; como si fuera otro quien la hubiera escrito, no yo.

Pero hay una segunda razón por la que me he decidido a escribir todo esto que tanto deseo borrar de mi memoria.

Solgrub destruyó poco antes de su muerte una hoja de pergamino manuscrita. Lo hizo para que, a partir de ese momento, nadie más pudiera caer en la tentación de convertirse en víctima de aquel horrendo engaño. ¿Pero quién puede asegurar que aquel pergamino era el único que contenía aquel engendro diabólico? ¿Acaso no es perfectamente posible que en cualquier rincón olvidado del mundo se encuentre una copia del texto de aquel organista florentino? Amarillenta, cubierta de polvo, de moho, roída por las ratas, enterrada bajo los cachivaches de cualquier chatarrero o escondida detrás de los infolios de alguna vieja biblioteca, o entre tapices, o cubierta de ejemplares del Corán en cualquier bazar de Erzincán, de Dijarbakir, de Chaipur… ¿Acaso no es posible que esté allí al acecho, ansiosa de resucitar, sedienta de nuevas víctimas?

Todos nosotros no somos más que imágenes fallidas ante la voluntad inmensa del Creador. Llevamos dentro un enemigo terrible y ni lo sospechamos. Permanece inmóvil, dormido, parece como si estuviera muerto. Sin embargo, ¡ay de nosotros si cobrara vida otra vez! Ojalá nunca jamás ningún otro ojo humano contemple aquel color que yo vi. Y que Dios se apiade de mí, porque yo soy de los que lo vieron.

Es por esta razón que he querido escribir mi historia. Tal como ahora la tengo ante mí, como un montón de hojas sueltas, sé muy bien que no tiene aún ningún comienzo.

Así pues, ¿cómo empezó todo? Me encontraba en casa, sentado en mi escritorio, con la pipa entre los dientes y hojeando un libro. Entonces llegó el doctor Gorski.

Doctor Eduard Gorski, Caballero von Gorski. Fue un hombre poco conocido en vida, fuera, claro está, de un reducido grupo de especialistas. Sólo después de su muerte le llegó la fama. Acabó sus días en Bosnia, aquejado de una enfermedad infecciosa que había convertido en el objeto de sus investigaciones.

Todavía hoy creo verlo ante mí: con su figura algo contrahecha, mal afeitado y vestido de manera descuidada, con la corbata torcida y tapándose la nariz con el índice y el pulgar.

– ¡Otra vez esta condenada pipa! -rugió al entrar-. ¿No puede usted vivir sin ella? ¡Qué humo más espantoso! Para que lo sepa, se nota desde la calle.

– Es el olor que hacen las estaciones de ferrocarril en el extranjero. A mí me gusta -le respondí al tiempo que me levantaba para ir a saludarlo.

– ¡Al diablo! -tronó-. ¿Dónde tiene su violín? Vamos a tocar a casa de Eugen Bischoff, tengo el encargo de llevarle conmigo.

Lo miré sorprendido.

– ¿No ha leído usted hoy los periódicos? -le pregunté.

– ¡Ah! ¿De modo que también usted se ha enterado? Al parecer lo sabe todo el mundo menos el propio Eugen Bischoff, que no tiene ni idea. Un mal asunto. Me imagino que quieren ocultárselo para no agravar más las preocupaciones que tiene con su director en el teatro. Hasta que no haya pasado lo primero, nada debe saber de lo otro. Debería haber visto a Dina: parece su ángel protector montando guardia a su lado. Venga, barón, acompáñeme. Creo que cualquier forma de distracción y esparcimiento será bien recibida en aquella casa.

Ardía de deseos por ver a Dina, pero debía guardar prudencia. Hice como si todavía estuviera indeciso, como si quisiera pensármelo un momento.

– Vamos, un poco de música de cámara nunca hace daño -dijo el doctor para ver si me animaba-. Tengo el violoncello esperándonos abajo en el coche. ¿Qué le parecería un trío de Brahms…?

Y dicho esto se puso a silbar, para acabar de convencerme, los primeros compases del scherzo del Trío en Si mayor.

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La habitación donde tocábamos se encontraba en el entresuelo de la villa y sus ventanas daban al jardín. Cuando levantaba la vista de la partitura podía ver los batientes pintados de verde de la puerta del pabellón donde Eugen Bischoff acostumbraba a encerrarse siempre que tenía que preparar un nuevo papel. Allí lo estudiaba y lo memorizaba. Durante varios días permanecía invisible largas horas, y luego, al anochecer, se podía ver su silueta detrás de los cristales iluminados realizando los extraños gestos y contorsiones que le exigía su nuevo personaje.

El sol deslumhraba sobre los caminos de grava del jardín. El viejo jardinero sordo se agachaba entre los parterres de fucsias y dalias y cortaba el césped con un movimiento del brazo derecho siempre idéntico que acabó por fatigarme la vista. En el jardín de los vecinos se oía el griterío de unos niños que jugaban con barcos de vela y hacían volar una cometa, mientras una anciana señora tomaba el sol de la tarde y tiraba migas de pan a los gorriones. A lo lejos se veía a los paseantes y excursionistas camino del bosque mientras cruzaban un extenso prado, con sus sombrillas y los pequeños cochecitos de bebé.

Habíamos empezado a hacer música hacia las cuatro de la tarde y ya habíamos tocado dos sonatas para violín y piano de Beethoven y un trío de Schubert. Después le llegó finalmente el turno al Trío en Si mayor. Adoro esta obra, sobre todo el primer movimiento, con su solemne jovialidad; y quizá por ello me sentí especialmente molesto al oír que llamaban a la puerta cuando apenas habíamos comenzado. Eugen Bischoff lanzó con su voz sonora y fuerte un poderoso «¡adelante!», y acto seguido un joven se deslizó por la puerta entreabierta. Su rostro me resultó familiar de inmediato, aunque no sabría decir dónde ni en qué circunstancias habíamos coincidido antes. Cerró la puerta tras de sí causando un considerable estruendo, a pesar de que aparentaba esforzarse por no molestar. Era un tipo alto, extremadamente rubio, de espaldas anchas, y presentaba una testuz de estructura casi cuadrada. Desde el primer instante me desagradó, pues en cierto modo me recordaba un cachalote.

Dina levantó ligeramente la vista del piano y para mi contento se limitó a enviarle un saludo distraído con la cabeza, sin dejar de tocar. Su marido se levantó del sofá sin hacer ruido y fue a dar la bienvenida al recién llegado. Por encima de mi partitura podía verlos a los dos hablando en voz baja, y ver cómo el cachalote hacía un gesto interrogante y apenas perceptible en dirección a mí, como si quisiera decir «¿quién es ése?», o «¿qué hace ése aquí?». Del modo en que se permitía aquella falta de tacto deduje que se trataba de un buen amigo de la casa.

Cuando hubimos acabado el primer movimiento del trío, Eugen Bischoff me presentó al recién llegado.

– Ingeniero Waldemar Solgrub, un colega de mi cuñado. Barón von Yosch, que ha tenido la gentileza de venir a sustituir a Félix -y al oír el hermano de Dina que hablaban de él agitó su mano izquierda vendada. Se había hecho una quemadura en el laboratorio y ello le impedía tocar el violín, aunque prestaba su ayuda pasando las hojas de las partituras.

Luego le llegó el turno al doctor Gorski, que se dejó ver detrás de su violoncelo, como un gnomo simpático y sonriente. Pero el ingeniero apenas se tomó la molestia de estrecharle la mano y al instante se encontró ante Dina Bischoff. Mientras se inclinaba ante su mano -que por cierto retuvo en la suya mucho más de lo necesario, lo que no dejaba de resultar violento para los demás- y le hablaba clavando sus ojos en los de ella, pude ver que en realidad no era tan joven como en principio me había parecido. Su cabello rubio, cortado casi al rape, se había vuelto ligeramente gris en las patillas. En realidad podía rondar perfectamente los cuarenta, aun cuando su talante fuera el de un joven de veinte años.

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