Ya no recuerdo lo que sucedió después. Sencillamente perdí el conocimiento y luego volví en mí. Lo primero que vi fue una ventana enrejada a lo alto de la pared, tan arriba que no había forma humana de llegar a ella. Después, en la penumbra que me envolvía, pude reconocer el perfil de una mesa y dos sillas sujetas al suelo por medio de tornillos, y en el lado más estrecho de la habitación vi que había una cama metálica con rejas, de un aspecto tosco y macizo.
Estaba sentado en cuclillas sobre el suelo. Tenía la impresión de llevar mucho tiempo allí, de haber vivido cosas espantosas, pero no podía recordar de qué se trataba. Ante mis ojos, como si flotara en medio de la oscuridad, había una cara grande y brutal, con las mejillas intensamente enrojecidas y un mentón que sobresalía, redondo como un higo. Tenía la frente perlada por el sudor y su presencia me causaba una violenta aversión.
Sentí sed. Sin necesidad de verlo supe que junto a la cama había un cazo metálico sujeto a la pared con una cadena. Me arrastré por el suelo y bebí hasta saciarme. Entonces me asaltó un deseo incontenible de romper el cazo metálico, pero se resistió a todos mis esfuerzos.
De pronto se abrió la puerta y la habitación se inundó de luz. Entraron dos hombres. Uno de ellos era un tipo bastante alto, de hombros anchos, iba muy bien afeitado y llevaba gafas de concha; su rostro me resultaba familiar, era como si lo hubiera visto a menudo en alguna parte. El otro era mucho más menudo y delgado, llevaba una barba en punta muy bien recortada y ya bastante canosa, y tenía unos ojos vivísimos. Andaba con las manos metidas en los bolsillos de su abrigo. Me fijé en su rostro, pero no lograba asociarlo a ningún recuerdo.
– Demencia de tipo alternante, con aparición regular de ataques -dijo el más corpulento en un idioma extranjero que sin embargo pude comprender palabra por palabra-. Hace ya cuatro años que está en tratamiento. Antiguo oficial del Estado Mayor, capitán de Caballería, vivía de rentas gracias a la doble herencia por parte de padre y madre.
Yo seguía echado al suelo, mirándole fijamente a los ojos.
– Rigidez refleja de las pupilas, tensión muscular elevada, presión del líquido cefalorraquídeo también alta… No, es mejor que deje usted la puerta abierta, el guardián… ¡Cuidado!
Casi no tuvo ni tiempo de darse cuenta de que yo ya me había lanzado sobre él y lo tenía cogido en el suelo, sentado sobre su pecho mientras lo estrangulaba con todas mis fuerzas. Luego salí al pasillo como una exhalación, alguien se abalanzó sobre mí, me solté y estampé dos puñetazos en un rostro de mejillas encarnadas y mentón en forma de higo. Seguí corriendo, oí gritos detrás de mí, la señal de un silbato, y de pronto sentí que había recobrado mi libertad.
Arboles, maleza, un prado infinito. Estaba completamente solo. A mi alrededor reinaba un silencio que no sabría describir. El paisaje aparecía como petrificado, nada se movía, ni una brizna de hierba, ni una rama de los árboles, sólo unas nubes pequeñas y blancas que se deslizaban lentas a través del cielo intensamente azul.
De pronto me di cuenta de que en aquella habitación en la que había vivido me habían tratado como a un animal, un año tras otro entre la mesa y la cama de rejas, arrastrándome por el suelo, aullando como una bestia, lanzándome una y otra vez contra la puerta, y ahora habían venido a buscarme, estaban ahí, podía sentirlos, verlos, me habían rodeado, y sólo de pensar en el hombre de la cara redonda y roja un miedo indescriptible se apoderaba de mí.
– Ahí está -oí su voz, y se detuvo ante mí, mirándome fijamente a los ojos. Su gran bocaza se había desfigurado en una horrible mueca y el sudor perlaba su frente. Tenía las manos escondidas detrás de la espalda, y yo ya sabía lo que me ocultaba. Empecé a gritar, quería huir de allí, pero venían de todas partes, no había escapatoria posible.
Entonces sentí el revolver en mi mano. No sabía de dónde había salido pero ahí estaba, en mi poder, y podía notar el frío mortal del cañón.
En el instante preciso en que apuntaba el arma contra mi cabeza el cielo se convirtió en un mar inmenso que ardía y echaba llamas de un color que yo jamás había visto. Y sin embargo podía adivinar su nombre: era el rojo de las trompetas. Mis ojos estaban cegados por aquel huracán, por aquel color que iluminaba el fin de todas las cosas.
– ¡De prisa! ¡Cójale la mano! -gritó una voz junto a mí, y sentí que mi brazo se volvía pesado como si fuera de plomo, pero me solté, obsesionado con poner fin a mi vida.
– ¡Así no haremos nada, déjeme a mí! -volvió a gritar la voz, y luego oí un estampido y un canto, y la espantosa luz del cielo se apagó y se volvió todo oscuro. Durante un segundo pude ver, como en sueños, cosas largo tiempo olvidadas: una mesa, un sofá, unas paredes tapizadas con papel azul, blancas cortinas movidas por el viento, y después nada más.
22
Me desperté como saliendo de un sueño profundo. Durante un rato permanecí con los ojos cerrados, sin tener ninguna noción del tiempo ni del espacio. No podía recordar dónde me encontraba ni lo que había ocurrido. En vano intentaba articular mis ideas, pensar algo en lo que poder asirme. Luego entreabrí los ojos. Tuve que esforzarme para conseguirlo, pues el sueño y una cierta sensación de indolencia y malestar me atenazaban.
Ahora ya sabía dónde me encontraba. Estaba echado sobre una cama turca en la sala de música de la villa de los Bischoff. El doctor Gorski estaba sentado junto a mí y me tomaba el pulso. Detrás suyo estaba Félix. La luz mortecina de la lámpara de pie caía sobre las páginas del grueso volumen abierto sobre la mesa.
– ¿Cómo se siente? -preguntó el doctor-. ¿Le duele la cabeza? ¿Tiene malestar? ¿Le zumban los oídos? ¿Le molesta la luz?
Dije que no con la cabeza.
– Tiene usted una constitución envidiable, barón, permítame que se lo diga. Quién sabe en qué estado se encontraría cualquier otro en su lugar. El corazón no parece haber sufrido daño alguno. Casi creo que podrá irse a casa por su propio pie.
– Se ha comportado usted como un chiquillo -dijo Félix-. ¿Cómo pudo ocurrírsele hacer una cosa así? ¿Acaso no sabía lo que le esperaba? Fue una verdadera suerte que Dina estuviera en el jardín en aquel momento y le oyera gritar.
– Sí señor, y llegamos lo que se dice en el momento oportuno, pues ya estaba apuntándose en la sien con el revólver. Por otra parte, no es que tuviera usted muchos miramientos conmigo, verdaderamente. Me lanzó contra la pared como si fuera una pelota de goma. Y si Félix no llega a tener la gran idea…
– No fue ninguna ocurrencia mía, ya lo sabe usted…
– Claro, claro, es verdad: ¡el «remedio» del doctor Salimbeni! Un buen puñetazo en la frente, y sus ansias suicidas cesaron al instante. Debió de ver cosas realmente espantosas, barón. ¿Es usted consciente de lo cerca que ha estado de llegar a la otra orilla?
En aquel momento recordé todo lo que había visto. Me incorporé de golpe, ansioso por contárselo todo: el leproso que me cogía de la mano, el manicomio, la espantosa luz en el cielo…
– Ahora cállese, barón. ¡No diga nada! -el doctor hizo un gesto de rechazo-. Más tarde, cuando se haya tranquilizado, ya habrá ocasión de que nos lo cuente todo. De modo que lepra, ¿eh? Y un manicomio, dice. Me había esperado algo parecido, esta es la verdad, y su experiencia no hace más que confirmar lo que de todos modos ya había supuesto. Cuando volvió usted en sí le estaba exponiendo a Félix mis teorías sobre el asunto. Si no he de fatigarle, le ruego que preste usted atención. Espero que mis palabras le hagan comprender algunas cosas.
Acercó la lámpara de pie al sillón donde estaba sentado y permaneció unos momentos en silencio, sin moverse.
– No, la verdad es que no creo que la pócima en cuestión fuera una receta de aquel médico de Siena. Ha de ser más bien algo antiquísimo, y su origen sospecho que habría que buscarlo en Oriente. ¡El miedo en unión con el éxtasis! ¿Han oído hablar de los hashishin? Bien pudiera ser que haya tenido usted en sus manos la droga, o al menos una de las drogas que debía de utilizar el Viejo de la Montaña para gobernar a los demás hombres.