18
A la mañana siguiente, mientras tomaba mi desayuno, me vino una extraña idea a la cabeza. No había forma de quitármela de encima, y a pesar de que me esforzaba por pensar en cosas más serias e importantes todo era inútil: volvía una y otra vez a mi mente, sin dejarme ningún instante de reposo. Finalmente me di por vencido. Me puse en pie, cogí cinco de las pildoras blancas que me habían dado en la farmacia y las disolví en un vaso de agua. Entonces me fijé en las maletas hechas que seguían en la habitación. Ahora no tenía más remedio que olvidarme de mis planes de viaje, visto que aquella estúpida y ridicula ocurrencia los había reducido a la nada.
Después, una vez instalado frente a mi escritorio, la verdad es que la idea no me pareció tan ridicula ni estúpida como en un principio. Sólo tenía que hacer un ligero gesto con la mano para traspasar el umbral de la noche, entregarme a un reposo profundo y sin sueños, estafarle al diablo un triste día gris de otoño y acabar con la tiranía de las horas. ¡Ahora!, me dije. ¿Para qué esperar un segundo más?
Ya tenía el vaso en la mano, ¡pero no! Hice un esfuerzo por resistirme. ¡Todavía no! Aún había demasiados asuntos importantes que resolver, cosas que no podía dejar a medio hacer. Luego, me dije; quizás esta noche. Y dejé el vaso sobre la mesa.
Cuando hacia las doce del mediodía volví a casa me encontré con una nota del ingeniero sobre el escritorio.
«Tengo una noticia importante para Vd. Le ruego que aplace su viaje y que no haga nada hasta que yo no haya hablado con Vd. Pasaré a verle esta tarde.»
Así pues, decidí esperar, ya que de todos modos no tenía la intención de volver a salir. Cogí un libro de mi biblioteca y me instalé en mi escritorio. Hacia las cuatro estalló una tormenta, con truenos y un gran chaparrón de agua, lo que se dice un verdadero aguacero. Tanto, que tuve que apresurarme a cerrar todas las ventanas para evitar que se inundara la habitación. Luego permanecí inmóvil, de pie ante el balcón, viendo cómo la gente corría para refugiarse en los portales. En unos momentos la calle quedó totalmente desierta, lo que, en cierto modo, me hizo gracia. De pronto llamaron a la puerta. Ahí está, me dije. Precisamente tenía que llegar en medio de esta tormenta.
De modo que tenía algo importante que decirme. Muy bien, veremos de qué se trata. No me di ninguna prisa. Coloqué de nuevo en su sitio el libro que había estado leyendo, recogí una hoja del suelo, puse en su lugar la silla del escritorio y sólo entonces salí para recibir al visitante.
– Vinzenz, ¿dónde está el señor que ha preguntado por mí?
No, nadie había preguntado por mí. Era sólo el correo de la tarde, que me traía una carta de Noruega largo tiempo esperada. Jolanthe, la joven con quien trabé amistad durante la travesía del fiordo de Stavanger, se había decidido por fin a escribirme. En mis manos tenía un sobre de notables dimensiones, totalmente de color blanco, sin el habitual sello de lacre ni el menor rastro de perfume, exactamente como era ella. En broma había comenzado a llamarla Jolanthe, como la protagonista de una novela francesa cuyo título he olvidado. Pero el nuevo nombre me temo que no fue del agrado de la señorita y mi idea no obtuvo su aplauso. Su verdadero nombre era Augusta. Así que finalmente se ha acordado de mí y ahí está la carta prometida. Muy bien, pensé, pero ahora me toca a mí hacerla esperar. Y dejé la carta sin abrir en uno de los cajones del escritorio.
A las siete decidí no esperar más. Ya había casi oscurecido. Afuera la lluvia seguía golpeando contra los cristales, nubes negras aparecían suspendidas sobre los tejados. Ya no vendrá, es demasiado tarde, me dije. Pensé que no iba a dejar de llover nunca. El vaso en el que había disuelto las pastillas estaba ante mí. Todavía no, todavía no había llegado la hora. Tenía una última tarea que hacer, una tarea que me abrumaba y que siempre había ido postergando, pero ahora no me quedaba otra alternativa: tenía que poner en orden mis papeles. Notas, documentos, carpetas, fotografías, cartas arrugadas o dobladas apresuradamente, un lastre inútil que se había formado año tras año, de modo que ni yo mismo sabía cómo orientarme entre tantos papeles. Vinzenz encendió el fuego de la chimenea, la habitación se fue calentando agradablemente. Cogí un montón de papeles cubiertos de polvo del último cajón. ¡Extraña casualidad! Lo primero que apareció fueron mis cuadernos de alumno de la Academia militar. Abrí uno y comencé a hojearlo. A la vista aparecía la letra de un joven de dieciséis años, de trazo todavía poco diestro: «La guardia nacional y las milicias en la reserva sirven de apoyo al ejército. El servicio es obligatorio para todos, pero debe ser cumplido como algo personal. Cracovia, Viena, Graz, Poszony. La defensa territorial está dividida en distritos, seis de los cuales pertenecen a la honved». Al margen, y escrito de modo apresurado: «El miércoles aniversario de mamá. La artillería de montaña está formada por cañones de tiro rápido y con efecto de retroceso, desmontables y con placa protectora movible. Prácticas, carro de herramientas, ocho animales de recambio. Martes 16 marcha confirmada, a las 4 estar preparado». ¡Aurora de mi juventud! Así había comenzado mi vida. ¡Al diablo con esas bagatelas! ¡Al fuego con ellas!
Cartas de mi tutor, muerto hacía cinco años. La fotografía de una muchacha jovencísima, de la cual no lograba acordarme. Detrás se podía leer: «24 de febrero de 1902. Verdadera ha de ser la amistad que nos une». Y demás cartas, postales, un documento rubricado por cuatro firmas que ahora me resultaban completamente extrañas. El diario de una muchacha muerta prematuramente, comenzado el 1 de enero de 1901 en el sanatorio del doctor Demeter, de Merano. Un gran boceto hecho con lápices de colores. La factura de mi administrador sobre la venta de doce hectáreas de robledos y hayales. Un catálogo escrito a mano por mí mismo de mi colección de piezas annomitas y javanesas, junto con una carta de agradecimiento del director de la sección de etnografía del Museo de Historia Natural por el donativo de mi colección. Una condecoración enemiga, un mapa de la región de Rottenmann. Una invitación al baile de la corte grabada en cobre, cartas y más cartas; y una fotografía bastante más reciente que me regaló la hija del cónsul holandés en Rangún cuando me despedí de ella, y abajo, escrito al margen, un mensaje escrito en caracteres singaleses: «No se esfuerce por descifrarlo», me dijo al dármela. «Nunca sabrá lo que he escrito para usted.» Ahora sostenía la fotografía entre mis manos y miraba aquellas letras rizadas sin saber si significaban odio o amor. Todo fue a parar a la chimenea. La fotografía de Rangún se resistió, como si no quisiera rendirse a las llamas, pero el fuego era demasiado fuerte y destruyó aquella mirada orgullosa, la frente ligeramente arrugada, la figura alta y delgada, y las palabras jamás leídas.
– Le ruego que me disculpe -dijo de pronto una voz desde la puerta-. Llego con mucho retraso. ¿Está usted solo, barón? ¿Todavía no ha llegado Solgrub?
Me puse de pie de un salto. Normalmente hubiera debido oír el tintineo de la campana de la puerta. Cegado por el fuego de la chimenea no alcanzaba a reconocer a quien se encontraba ante mí en la penumbra.
– He llamado, pero nadie ha respondido -dijo el visitante cerrando la puerta detrás de sí-. ¿No ha estado Solgrub aquí con usted?
Dio un paso hacia adelante. La luz de la lámpara iluminó su rostro. Entonces lo reconocí. Era Félix, el hermano de Dina. ¿Qué querrá ahora?, me pregunté con cierta alarma. ¿Qué diablos vendría a buscar aquí?
– ¿Solgrub? No, no ha venido -dije descon certado-. No le he visto desde ayer.
– Entonces no tardará en llegar -dijo Félix, y se sentó en una silla que le ofrecí-. Mi viejo amigo Solgrub tiene una idea fija en la cabeza, cree que usted no tiene nada que ver con el suicidio de Eugen Bischoff. Y me ha rogado que viniera para, en presencia de usted, exponerme, según ha dicho él, los resultados de sus investigaciones.