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– ¿Cree que será posible saberlo alguna vez?

– Quizá, doctor, quizá. ¿Qué es lo que me impide repetir el experimento de Eugen Bischoff? Puede ser que mañana mismo ya tenga algo que decirles que incluso para usted, barón, podría ser de gran importancia. Hoy no les puedo decir más. Sean ustedes pacientes conmigo, se lo ruego.

– ¡Solgrub! -exclamó el doctor-. Si está ha blando en serio, y mucho parece ser que sí, que sabe usted muy bien lo que se dice, entonces, si se trata de un experimento, por el amor de Dios, Solgrub, sea usted prudente y vaya con cuidado.

– Está bien, doctor -dijo el ingeniero con la mayor serenidad-. ¿De verdad cree usted que me enfrento a un peligro con los ojos vendados? Estoy advertido, y sé muy bien de qué debo prevenirme. Vean…

Se detuvo y sacó de su bolsillo un pequeño revólver de extraña forma.

– Aquí llevo un buen amigo de los viejos tiempos. Me hizo compañía durante muchas patrullas nocturnas por las colinas de Kirin y Gensam. Pero ahora no puedo recurrir a él, y es preciso que nos separemos. Guárdelo usted, doctor. Ya se lo volveré a pedir cuando todo haya pasado. El monstruo que habita en casa del usurero, ya lo saben ustedes, no asesina, sino que induce al suicidio. Mientras yo esté desarmado, no tendrá poder alguno sobre mí.

– ¿Y qué espera hacer usted con él cuando lo encuentre?

– Hay que destruirlo -dijo el ingeniero bajando la voz y conteniendo su rabia. -¡Echarlo al fuego! La pobre muchacha, por cuya vida están luchando ahora los médicos, ha de ser su última víctima.

– Echarlo al fuego, dice usted. ¡Echarlo al fuego! Entonces, si he comprendido bien, este monstruo es…

– ¡Ah! -exclamó el ingeniero-. Creo que ya comienza usted a comprender, doctor. Le ha llevado su tiempo, sí señor. En efecto, no se trata de ningún ser de carne y hueso. Se trata más bien de alguien que ha muerto hace mucho tiempo y que revive introduciéndose en las mentes de los vivos. Pero acabaré con este fantasma, ya lo verán ustedes.

Finalmente llegamos a una calle más concurrida, a una parte de la ciudad que ya me era familiar. Era una amplia avenida bien iluminada por las farolas en arco y con acacias a cada lado. En algún lugar cerca de allí tenían que estar los cuarteles del 73 Regimiento de Caballería.

– ¿Pero adonde nos ha llevado usted? -dijo el doctor Gorski-. Hemos dado una vuelta to talmente innecesaria. Ya hace rato que podría haber llegado a casa.

– No tengo la intención de dejarles marchar tan aprisa -respondió el ingeniero-. Allí está el café Gulliver. ¿No quieren ustedes tomar un vasito de aguardiente conmigo?

El doctor Gorski rechazó la invitación respondiendo por los dos y sin pedir mi opinión.

– Me voy a casa en tranvía -dijo-. Sí señores, en tranvía -repitió dirigiéndome una mirada-. Puesto que no soy ningún oficial del ejército, no sufro de tales impedimentos a causa del rango. Si quiere usted esperarse hasta que pase un taxi por casualidad, esto es cosa suya.

– Pero hombre, venga, venga usted con nosotros -intentó convencerle el ingeniero -. Con un poco de suerte conocerá a un personaje de lo más interesante. Un asiduo del café Gulliver es mi viejo amigo Pfisterer, un erudito de saber universal, un hombre con memoria de Barnum, un auténtico enciclopedista, y además bailarín, pintor, grabador, artista, barman excelente, mezzofanti y todo lo que usted quiera. También es un virtuoso en el arte de despistar a sus acreedores, que ya deben andar por el orden de los quinientos, según creo.

– Gracias -rugió el doctor-. Pero no me gustan los genios con greñas.

– Mi amigo Pfisterer es de los que llevan el cabello cortado al cepillo. Y además, él es precisamente el hombre que hoy necesito. Venga, acompáñenme, que no tengo ganas de volver solo a casa.

Entramos en el café. Era un sitio perfectamente sospechoso, y nuestra entrada causó una notable impresión entre los pocos clientes que había. El ingeniero, sin embargo, parecía ser uno de los habituales, puesto que la camarera de la barra lo saludó con la mayor confianza largándole un «¿Cómo vamos, ingeniero?».

Con la mala gana pintada en el rostro se nos acercó el camarero y nos preguntó qué deseábamos.

– ¿Anda todavía por aquí el señor Pfisterer? -se informó el ingeniero.

– Que yo sepa -dijo el camarero acompa ñándose de un gesto con la mano que expresaba desprecio y desconfianza bien fundada.

– ¿Cuánto lleva gastado ya?

– Veintisiete coronas sin el peaje.

– Ahí van las veintisiete y ahí va el peaje. ¿Dónde podemos encontrarle?

– Donde siempre, escribiendo en la sala de billar.

Se trataba de un tipo alto, delgado, pelirrojo, que estaba sentado ante una mesita de mármol. Delante suyo tenía una botella de cerveza medio vacía, una huevera que le servía de tintero y un montón de cuartillas escritas. Junto a él, una muchacha jovencísima con el cabello teñido de color rubio claro iba liando cigarrillos. No se oía ni una mosca. En la pared, enfrente suyo, había un papel clavado con una chincheta, sucio y arrugado, cubierto por una letra apretujada escrita a lápiz. Observado más de cerca, resultaba ser un documento de considerable trancendencia: «¡Declaración! Los abajo firmantes retiran y lamentan las acusaciones dirigidas contra el señor Dr. Pfisterer por el robo de dos revistas y un suplemento de arte, ya que el mismo acusado ha amenazado a los demandantes con acudir a los tribunales. Respetuosamente, la mesa 4».

– Ahí está -dijo el ingeniero-. Buenas noches, Pfisterer.

– Hola. Y no molestes -dijo por toda res puesta el pelirrojo sin levantar la cabeza de lo que estaba haciendo.

– ¿Y en que trabajas ahora, si se puede saber?

– En la tesis de un jovencito algo cretino que sueña con ser doctor. ¡Camarero! Una compota de peras asquerosamente rebosante de zumo y un café turco à la Pfisterer. A las once tengo que haber acabado.

– Déjame ver, ¿puedo? -el ingeniero cogió una de las hojas escritas que había sobre la mesa.

– «La pectina y el aceite glucosídico como ele mentos saborizantes de nuestras hortalizas.» ¡Pero por todos los diablos! ¿Desde cuándo te dedicas a la química?

– Mira, por lo menos todavía sé tanto e incluso un poco más que los señoritos de la facultad – dijo el erudito sin dejar de escribir.

– Pfisterer, ¿tienes un minuto? Necesito una información.

– Si no hay más remedio, procura al menos ir rápido. El chico vendrá a las once a recoger la obra de su vida, de modo que desembucha ya.

– ¿Conoces de algún pintor que haya pasado a la historia conocido como el Maestro del Juicio Final?

– Giovansimone Chigi, maestro bastante co nocido, discípulo de Piero di Cosimo. ¿Qué más?

– ¿Hacia qué época vivió, lo sabes?

– Nació en 1520 en Florencia, so ignorante.

– ¿Se suicidó?

– No. Murió en el convento de los hermanos seráficos de los siete dolores. Loco de remate.

– ¿Loco, dices?

El erudito dejó la pluma y alzó la vista. Tenía un ojo de cristal y en la mejilla izquierda una llaga enrojecida.

– Sí, loco. ¿Es eso todo lo que querías saber?

– Gracias, sí.

– Con tus «gracias» no puedo ir muy lejos, desgraciadamente. Me has hecho tres preguntas, como Mime a Wotan, el padre primigenio. Ahora me toca a mí devolvértelas. Primera: ¿Tienes dinero, Solgrub?

– Tu consumición está pagada.

– ¡Ah, excelente! La verdad es que no sabía qué más preguntarte. Sigue pues tu camino. Ha ce ya tiempo que he notado que te has pasado al lado más blandengue y afortunado de la humanidad. ¡Ea, al diablo! ¡Fuera de mi vista!

Nos bebimos nuestro aguardiante de pie junto a la barra.

– ¡Un loco! -murmuró el ingeniero-. Posee armas mucho más fuertes de lo que yo me figuraba. ¡Un loco! ¡Bah, pamplinas! Habiendo combatido en Oriente no puede ser que ahora tenga miedo ante su Juicio Final.

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