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– ¡Un tiempo de lo más horrible! -dijo el encargado, mientras iba llenando un frasco de al cohol jabonoso-. El señor barón también debe de haberse resfriado, ¿no es así? Y es lo que yo siempre digo: una taza de vino caliente con una rama de canela, un pellizco de nuez moscada, clavo y mucho azúcar. Este es el mejor rernedio, además de que resulta sabrosísimo. Y por la no che tomar unos vahos… Son ochenta centavos, señor de Stiberny; muchas gracias, un verdadero honor, a su servicio señor de Stiberny, a su servicio.

Cuando el joven pálido que llevaba gafas de concha hubo cerrado la puerta tras de sí, el encargado hizo un gesto con la cabeza en dirección a él, esperó unos segundos y luego dijo, dirigiéndose a mí en voz baja:

– Ese señor que acaba de salir es un caso muy interesante, un hemofílico, sí. Ya ha visitado a todos los doctores habidos y por haber, a todos los catedráticos, a todos los especialistas, y ninguno de ellos puede ayudarle. Un hemofílico, tal como lo oye. Hay uno de cada mil.

– ¿El señor de Stiberny? ¡Ah caramba! Algo había oído por ahí… -dijo la mujer mayor que iba con la cesta de la compra.

Pedí un somnífero y me dieron unas tabletas pequeñas de color blanco, presentadas en una cajita de cartón.

– Y aquella señorita que en ocasiones también me ha atendido, ¿no ha venido hoy?

– ¿Quiere decir la señorita Poldi?

– Creo que se llama así. Tiene el cabello cobrizo.

– Hoy tenía la mañana libre después del turno de noche. Ha de llegar de un momento a otro… ¡Las cinco! Ya hace una hora que tendría que estar aquí. ¿Debo darle algún encargo?

– No hace falta, ya pasaré más tarde. No es nada importante. Sólo quería transmitirle los saludos de un amigo común que encontré en Graz. Pasaba por aquí y he pensado en entrar un momento. Aunque también podría darme usted sus señas.

Noté que no acababa de creerse la historia del amigo común. Me lanzó una mirada inquisitiva y luego escribió la dirección en una hoja de papel. Mientras me la daba dijo:

– Segundo piso, puerta veintiuno, en casa del señor consejero Karasek, su abuelo. La señorita es de buena familia, gente de primera clase, y he oído decir que estaba prometida…

«Leopoldine Teichmann, Bräuhausgasse 11»: ésta era su dirección. Opté por no ir de inmediato, pues ella podía estar de camino hacia la farmacia y temía que nos cruzáramos por el camino.

Durante un buen rato estuve yendo de un lado para otro frente a la farmacia. Hacia las seis me tuve que refugiar en casa por culpa de un nuevo chaparrón. Sin embargo, desde la ventana de mi dormitorio podía vigilar sin problemas la entrada de la farmacia.

Fue pasando el tiempo sin que apareciera. Comenzaba a oscurecer. Tenía que hacer verdaderos esfuerzos para reconocer los rostros de la gente que iba y venía. Cuando oí bajar la primera persiana de una de las tiendas de la calle abandoné mi puesto de observación, pues ahora era ya casi seguro que no vendría.

Así pues, tendría que ir a su casa. Eran unos veinte minutos en coche. Pensé que la encontraría cenando, y no es nada agradable recibir visitas de desconocidos a estas horas. Incluso podía ser que ni estuviera en casa: podría haber ido a casa de alguna amiga, o al teatro. No importa, me dije. La esperaré. Tengo que hablar hoy con ella sea como sea.

Perdí bastante tiempo buscando un taxi. Eran casi las ocho cuando al fin llegué a la Bráuhausgasse. El número 11 era un triste edificio de suburbio, de cuatro plantas y ocupado exclusivamente por pisos de alquiler. En los bajos había un cine, una bodega, una peluquería y una tienda de ropa usada. En la escalera apenas había luz y el rellano del segundo piso estaba ya completamente a oscuras. No llevaba cerillas y me esforcé inútilmente en leer los números de las puertas.

De pronto se oyeron pasos de gente. Dos hombres subían en medio de la oscuridad. Permanecí quieto, escuchando. Estaban llegando al segundo piso. Encendieron una linterna. Una pequeña esfera luminosa se acercó a una de las puertas, se desplazó hacia la derecha y después de nuevo hacia la izquierda, y finalmente fijó su luz sobre la placa de una puerta.

– Friedrich Karasek, consejero retirado -dijo la voz del doctor Gorski.

– ¡Doctor! -exclamé sorprendido -, ¿Cómo ha llegado usted hasta aquí?

La luz de la linterna cayó sobre mí.

– Así que ya ha llegado usted, barón -oí que decía el ingeniero.

– ¡Usted también! -dije totalmente perplejo-. Y además no parece extrañarse de haberme encontrado aquí.

– ¿Sorprendido? Usted bromea, barón. En ningún momento he dudado de que usted también habría leído los diarios de la tarde -dijo Solgrub, y seguidamente, sin darme tiempo a res ponder, tiró de la campanilla de la puerta.

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No comprendí lo que había querido decir con sus palabras, y además todavía no había reaccionado de la sorpresa por aquel encuentro tan inesperado. Hasta que la anciana mujer no hubo abierto la puerta y pude ver su semblante afligido y sus ojos llorosos, no comprendí que en aquella casa había ocurrido una desgracia.

El ingeniero dio su nombre.

– Soy el señor Solgrub -dijo-. He llamado hace una hora.

– El señor Karasek les ruega que tengan la amabilidad de esperar un momento -dijo la an ciana en un tono de voz casi inaudible-. Estará de vuelta en un cuarto de hora, sólo ha ido un momento al hospital. Si los señores son tan ama bles de pasar. Pero, por favor, no hagan ruido, que no les oiga el señor consejero. El no lo sabe, todavía no hemos querido decirle nada.

– ¿Cómo? ¿No lo sabe? -exclamó el doctor Gorski sin poder ocultar su sorpresa.

– No. Hace media hora ha preguntado por la señorita. Cada noche le lee el periódico. Le he dicho que la señorita Poldi todavía estaba en la farmacia. Ahora se ha quedado dormido, con el periódico en las manos. Pasen, se lo ruego, el joven señor Karasek pronto estará de vuelta.

– Muebles estilo biedermeier, ¿se ha fijado usted? – observó el ingeniero intercambiando una mirada con el doctor. Después se volvió hacia la anciana.

– El joven señor Karasek es el hijo del consejero, ¿no es verdad?

– Oh no, es su nieto, el primo de la señorita Poldi.

– Y el accidente ha ocurrido en esta habitación.

– No, aquí no, ahí enfrente, en el despacho donde la señorita tiene montado su laboratorio. Esta mañana estaba yo en la cocina hablando con Marie (yo soy el ama de llaves, hace treinta y dos años que trabajo en esta casa) cuando aparece el señorito y me dice: «Señora Sedlak, aprisa, necesito un vaso de leche caliente». «¿Leche caliente?», le pregunto. «¿Para quién? ¿Para el señor consejero?» «No, no», me dice. «Es para Poldi, ha caído al suelo, y tiene convulsiones.» Y yo, con sólo oír esto de las convulsiones, pues me he asustado, y de qué manera. En cambio, el señorito estaba de lo más tranquilo. A él no hay nada que lo ponga nervioso. De modo que saqué la leche que en aquel momento tenía en el fuego y me fui corriendo al laboratorio de la señorita, y ahí me la encontré, echada en el suelo y removiéndose toda, blanca como un papel y con los labios azulados. «Aquí está mi pobrecita», dije, y la cogí de las manos y entonces, ¡Jesús, María y José!, descubrí que tenía un frasco en el puño. El señorito, al oírme gritar, vino corriendo, lo cogió, lo olió y rápidamente se fue a llamar a urgencias. Al cabo de unos minutos ya estaban aquí, esta es la suerte que hemos tenido, que todo haya ido tan deprisa, y el médico que ha venido también lo ha dicho: «Hemos llegado justo a tiempo, quizá todavía haya posibilidades de salvarla.» Y después también ha dicho que por descontado la señorita sabía lo que se hacía, que una farmacéutica había de reconocer en seguida el producto por el olor. Ahora los señores tendrán que disculparme. Debo ir a la cocina. Estoy sin nadie que me ayude, y cuando el señor consejero se despierte pedirá su arroz con leche.

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