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– ¡El único, dices! -rugió Félix. -¿Y la pipa? ¿Quién la ha traído aquí? ¿Acaso ha sido también ese misterioso visitante? ¿O quizás el mismo Eugen?

– No querría descartar esta segunda posibilidad de antemano.

Félix parecía a punto de explotar en un renovado ataque de ira, pero el doctor Gorski, que hasta el momento se había mantenido al margen, se le adelantó.

– No sé, puede que me equivoque, pero ahora que lo dicen creo haber visto durante unos instantes esa pipa en la mano de Eugen Bischoff.

Aunque ya digo que puedo estar en un error.

– ¿De veras, doctor? -le interrumpió Fé lix-. ¿Puede usted recordar haber visto a Eugen fumando alguna vez? No, doctor, mi cuñado no fumaba, odiaba el tabaco…

– No estoy diciendo -le cortó el doctor- que tuviera la intención de fumar. Quizá la cogió de un modo inconsciente, sencillamente porque se la había encontrado en la mano sin pensar en ello. Mire usted, en cierta ocasión salí distraído con unas tijeras de casa, y si no llego a encontrarme con un conocido por la calle…

– No, doctor. Convendría que se esforzara en encontrar explicaciones que se sostengan mejor. Cuando entré, la pipa todavía estaba encendida, y mire, allí en el suelo aún hay media docena de cerillas que han sido usadas. La persona que la ha traído ha fumado en ella.

El doctor no supo qué contestar. En cambio, aquellas palabras surtieron en el ingeniero un efecto harto difícil de describir.

Se puso de pie de un salto y nos miró a los tres pálido como la cera. Luego exclamó:

– ¡Todavía estaba encendida! Esto es, ¿no lo recuerdas, Félix? ¡En el escritorio también había un cigarrillo encendido!

Ninguno de los allí presentes podíamos ni tan sólo intuir adonde había ido a parar con sus pensamientos. A causa de la excitación había hablado con un fuerte acento eslavo, y esto fue lo que más me llamó la atención. Sorprendidos por su reacción, permanecimos todos mirándole con cara de extrañeza, mientras él, pálido, completamente fuera de sí, incapaz de decir nada ni de poder explicar nada, balbuceaba e intentaba controlarse en medio de un ataque de ira por el hecho de que no comprendiéramos de inmediato lo que nos quería decir.

Félix movió la cabeza de un lado para otro.

– Deberías expresarte con mayor claridad, Waldemar. No he entendido palabra de lo que me has dicho.

– ¡Y yo que he sido el primero en entrar! -consiguió articular el ingeniero. -¡Maldita sea! ¿Pero dónde tengo yo los ojos?… ¿Que me exprese con mayor claridad, dices? ¡Como si no fuera ya lo suficientemente claro! Se encerró por dentro, pasó el cerrojo, exactamente igual que Eugen Bischoff, y luego, cuando la hospedera consiguió entrar, encontró sobre su escritorio un cigarrillo encendido. ¿Me entiendes ahora o es que no quieres entenderme?

Por fin sabíamos de qué nos estaba hablando. La verdad es que yo no había pensado más en aquel misterioso suicidio del oficial de la Armada amigo de Eugen Bischoff. No pude evitar una leve sensación de terror al darme cuenta de la similitud entre ambas muertes. Y por primera vez sentí que surgía dentro de mí la sombría y terrible sospecha de que había una correpondencia entre ambos sucesos.

– Las mismas circunstancias, el mismo de senlace – dijo el ingeniero pasándose la mano por el ceño fruncido-. Casi el mismo procedimiento. Y además siempre, en los tres casos, la ausencia de cualquier móvil aparente.

– ¿Y qué conclusiones sacas tú de todo ello? -peguntó Felix visiblemente afectado y poco se guro ya de su postura.

– Sobre todo una: que el señor Von Yosch no es culpable de la muerte de Eugen. ¿Queda eso claro de una vez por todas?

– ¿Y quién es entonces el culpable, Waldemar?

El ingeniero mantuvo largamente su mirada puesta sobre el cuerpo sin vida que yacía en el suelo. Como obedeciendo a un extraño presentimiento bajó el tono de su voz. Casi como un susurro dijo:

– Cuando nos contó la suerte que había co rrido su amigo es posible que se encontrara a un paso solamente de descubrir el secreto de toda aquella historia. Al menos así lo debía de prever en el momento de abandonar el salón de música. Por eso estaba tan excitado, como fuera de sí, ¿lo recuerdas?

– ¿Y bien? ¿Qué más?

– Aquel joven oficial murió al descubrir el motivo de la muerte de su hermano. Al parecer, Eugen también descubrió el secreto. Quizás ésta sea la razón por la cual él también murió…

La campanilla de la puerta principal interrumpió el silencio que habían provocado estas últimas palabras. El doctor Gorski abrió la puerta y miró hacia afuera. Se oyeron voces.

Félix irguió la cabeza. El semblante de su rostro había vuelto a mudarse y había recobrado su frío aire de superioridad.

– La policía -dijo en un tono de voz completamente transformado-. Waldemar, verdaderamente no creo que llegues a darte cuenta de cuan fantásticas son estas regiones a las que nos has conducido. No, tus teorías lo son todo menos convincentes. Me perdonaréis, pero querría hablar a solas con los señores de la policía.

Se dirigió hacia el doctor Gorski y le estrechó calurosamente la mano.

– Buenas noches, doctor. Nunca olvidaré lo que hoy ha hecho por mí y por Dina. ¿Qué habríamos hecho nosotros sin usted? Ha pensado en todo y ha sabido conservar la cabeza clara en los peores momentos.

Dicho esto, sus ojos fueron a posarse sobre mí.

– No creo que haga falta decirle, capitán, que por lo que a mí respecta nada ha cambiado en este asunto. Pienso que nos separamos habiendo llegado a un compromiso, ¿no es verdad? Por mi parte le respondí con un ligera inclinación.

10

Lo que ocurrió en la villa de los Bischoff está pronto dicho. Cuando cruzábamos el jardín nos encontramos con la policía, que acababa de llegar. Tres agentes de paisano, uno de ellos provisto de una cartera y una carpeta de piel de color marrón de notable tamaño, avanzaban hacia nosotros mientras el jardinero sordo les iba iluminando el camino con una linterna. Nos apartamos para dejarles paso. Un hombre ya de edad avanzada, con la cara gruesa y una barba gris y afilada, que resultó ser el médico forense del distrito, se detuvo e intercambió unas palabras con el doctor Gorski.

– ¡Buenas noches, colega! -dijo sin quitarse el pañuelo con que se cubría la boca-. Un poco frío para esta época del año, ¿no cree? ¿Le han avisado también a usted?

– No. Me encontraba aquí casualmente.

– ¿Se sabe qué ha ocurrido realmente? Por que a nosotros todavía no se nos ha dicho nada.

– Preferiría no predisponerlo en su juicio -dijo el doctor declinando responder a la pregunta que se le hacía, y lo que siguió después ya no alcancé a oírlo, pues yo había seguido mi camino sin detenerme.

Nadie parecía haber vuelto a pisar el salón de música desde que yo había salido de él la última vez. La butaca caída seguía al lado de la puerta. Encontré mis partituras esparcidas por el suelo y desplegado sobre el respaldo de una silla estaba el chai de Dina.

Por la ventana abierta llegaba el viento de la noche, húmedo y frío; comencé a tiritar y me abroché la chaqueta hasta el botón de arriba. Mientras estaba agachado recogiendo mis partituras, mis ojos fueron a fijarse en la que llevaba el título de la obra: Trío en Si mayor, Opus 8. Me sentía como si acabáramos de tocar la obra en aquel mismo instante, y el acorde final del piano y la tónica largamente sostenida por el cello resonaron una vez más en mi oído. Por un momento me dejé llevar por la agradable ilusión de que todavía estábamos reunidos todos alrededor de la mesita en la que habían servido el té y de que nada había ocurrido: el ingeniero lanzaba al aire bocanadas de humo azul y desde el piano me llegaba la respiración suave y acompasada de Dina. Eugen Bischoff iba lentamente de un lado para otro, y su sombra se deslizaba silenciosa sobre la alfombra.

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