De pronto oí una puerta que se cerraba y tuve un sobresalto. Llegaron voces de la antesala, y pude distinguir mi nombre entre lo que se decían. Se trataba de Solgrub y del doctor, y hablaban de mí, convencidos sin duda de que ya hacía rato que yo me había ido. El doctor hablaba con decisión:
– Pues permítame que le diga que yo lo creo capaz de todo. De cualquier acto de violencia, de cualquier perfidia, de lo que sea… ¡Caramba! Pero si son ya las diez y media. En fin, pues eso mismo: de cualquier cosa, incluso de un asesinato. Tampoco sería la primera vez. Pero en cambio, dar su palabra de honor en falso, no, ¡eso sí que no!
– ¿Ha dicho que no sería la primera vez? -preguntó el ingeniero-. ¿Qué quiere decir?
– ¡Vamos, vamos! Se trata de un oficial de la Caballería. ¿Acaso debo decirle en medio de esta corriente de aire lo que pienso sobre los duelos? Puede llegar a ser un personaje brutal sin ningún reparo, se lo digo por propia experiencia… ¡Ah! Ahí está su abrigo… Pues sí, le encantan los animales, tiene un caballo, un perro, lo que usted quiera, pero la vida de una persona que se entrecruza en medio de su camino nada vale para él, se lo digo yo, créame.
– Doctor, me parece que lo juzga usted erróneamente. La impresión…
– Mire, le conozco… Espere… Le conozco desde hace quince años.
– Pero, permítame, yo también sé algo de la psicología de las personas, y el barón no me ha causado precisamente la impresión de alguien que no repara en los medios ni de un partidario del rompe y rasga como sistema para obtener lo que desea, ni mucho menos. Más bien al contrario, la de una persona sensible que vive entregada a la música, diría que incluso la de alguien considerablemente tímido.
– Querido ingeniero, ¿quién de nosotros puede ser definido de un modo tan poco ambiguo, tan simple? No se puede resumir ni agotar así el carácter de un hombre, sometiéndolo a un par de tópicos miopes y que no quieren decir nada. El carácter humano es algo más complejo que, pongamos por caso, sus bobinas eléctricas, cargadas unas veces de corriente positiva y las otras de corriente negativa. Sensible, hiperestésico incluso; muy bien, puede ser que tenga usted razón. ¿Tímido en el fondo de su alma? También, también. Pero junto a todo esto queda todavía mucho lugar para otro tipo de sentimientos muy distintos a esos, créame usted.
Yo permanecía agachado, con las partituras en la mano, sin atreverme a hacer ningún movimiento, puesto que la puerta estaba entreabierta y el menor ruido podía traicionarme. Y aquella larga disquisición sobre mi personalidad, sinceramente, no me interesaba en absoluto, de manera que sólo estaba esperando el momento en que los dos decidieran irse de una vez para no tener que seguir desempeñando el penoso papel de fisgón que me había caído en suerte. No obstante, la charla prosiguió, y me vi obligado a escucharla, tanto si quería como si no.
– Ahora, insisto en que una palabra de honor dada en falso es algo que yo jamás le atribuiría -volvió a decir el doctor-. Verá usted, hay determinadas leyes morales que ni el peor de los cínicos se atrevería jamás a transgredir. El rango, los orígenes, la tradición, todo eso pesa, y es por todo ello que el barón Von Yosch nunca juraría en falso ni pondría su honor en juego. En eso se equivoca Félix.
– Sí, Félix se equivoca -repitió el ingeniero-. Desde un primer momento esto ha estado claro. Encontramos un rastro y, en lugar de seguirlo hasta donde parece remontarse, en lugar de hacer lo más razonable, lo que tiene más sentido común… ¡Pero por todos los diablos! ¿Qué es lo que tiene que ver el barón con el suicidio de aquel estudiante de la Academia? ¡Esto es lo que debería preguntarse Félix!… ¡Eugen Bischoff muerto! Todavía no me he hecho a la idea. Vamos a intentar poner en claro todo este asunto, doctor, éste es nuestro deber. ¿Querrá usted ayudarme?
– ¿Ayudarle? Pero mi querido Solgrub, ¿cree usted que podemos hacer algo más que no sea dejar que las cosas sigan su curso?
– ¡Cómo! ¿Qué está usted diciendo? -exclamó el ingeniero, visiblemente excitado-. No, doctor, eso es algo que no he hecho jamás en mi vida. Este ha sido siempre el disfraz de la abulia que más he odiado. Dejar que las cosas sigan su curso quiere decir que soy demasiado imbécil o demasiado gandul o demasiado despiadado para intentar hacer nada para remediarlo.
– Gracias, es usted muy amable -dijo el doctor Gorski-. Verdaderamente conoce usted bien a las personas.
– Quizá, doctor, quizá. Verá usted, el barón, a quien usted considera un ambicioso sin escrúpulos, un hombre sin freno ni conciencia, a mí por el contrario me recuerda más bien a uno de esos galgos rusos. ¿Conoce usted esa raza?
Son unos perros de buen porte, muy orgullosos, no excesivamente listos pero muy aristocráticos; dan la impresión de que uno debería guardarse de ellos, y al mismo tiempo se sienten totalmente indefensos a la hora de defender su propia vida. Debemos preocuparnos por él, doctor. ¿Quiere usted verdaderamente dejarlo en la estacada? Si permitimos que las cosas sigan su curso, éstas irán indefectiblemente en su contra, y el final que le espera es una bala en la cabeza, recuérdelo. ¿Acaso no se ha derramado ya suficiente sangre?
El doctor no dijo nada. Durante un largo minuto le oí caminar ruidosamente de un lado para otro, hasta que algo cayó por los suelos con gran estrépito. Después me llegó un murmullo enfurecido que acabó convirtiéndose en una generosa retahila de juramentos y maldiciones.
– ¿Qué es lo que está buscando ahora, si se puede saber? -preguntó Solgrub.
– Mi bastón, maldita sea. ¿Dónde lo habré dejado? Y lo peor es que no es mío, sino de mi casero. Otra vez ese reúma. A Pistyan, sí señor, hace ya tiempo que tendría que haber marchado para Pistyan, a tomar las aguas. Se trata de un bastón de color madera, con un grueso pomo de asta. ¿Lo ha visto usted por algún lado?
Sentí de pronto un sudor helado y luego cómo me ardía todo el rostro, pues apoyado contra la chimenea había un bastón que respondía totalmente a aquella descripción.
Habría preferido que se hubieran ido sin percatarse de mi presencia, pero ahora me daba cuenta de que toda esperanza en ese sentido era vana, pues lo primero que se le ocurriría al doctor sería ir a buscar su dichoso bastón en la habitación en que yo me encontraba. Debía, pues, anticiparme a él.
Me levanté y puse, sin cuidado de no hacer ruido, las partituras sobre la mesa. Después fui hacia el piano y cerré el estuche del violín, haciendo ahora ya todo el ruido posible. Así se darían cuenta de que yo estaba allí y que había oído su imprudente conversación palabra por palabra.
El doctor Gorski cesó de refunfuñar al instante. Ahora sólo se oía el tic tac del reloj de pared. Me los imaginaba mirándose el uno al otro con cara de estupefacción. Ya estaba viendo el cuadro, sus rostros perplejos y profundamente consternados por la espantosa plancha que acababan de cometer, y el doctor Gorski, como si fuera un enano con babuchas y havelock, convertido en una bíblica estatua de sal.
Finalmente recobraron el habla. Primero se oyó un murmullo excitado, luego los pasos firmes y enérgicos del ingeniero. Sin perder la calma fui a su encuentro, puesto que seguramente la situación era mucho más violenta para ellos que para mí. Estaba a punto de acabar de abrir la puerta cuando junto a mí sonó el teléfono.
Con un gesto mecánico descolgué el auricular. Sólo después caí en la cuenta de que, evidentemente, aquella llamada no podía ser para mí.
– Sí, dígame.
– ¿Con quién estoy hablando, por favor?
– preguntaron al otro extremo del hilo. Era la voz de una muchacha joven que enseguida me resultó familiar, y cuyo recuerdo, curiosamente, me llegaba asociado a un extraño aroma, como de éter o alcanfor. Durante unos segundos me quedé en silencio, intentando recordar dónde ha bía oído yo antes aquella voz.