– ¿Suicidio? -preguntó Félix sin apartar de él su mirada.
– No. Ataque al corazón. Ese era el experimento que quería hacer, y no hay duda de que sucumbió víctima de él.
– ¿Y qué era lo que quería decirme en el último momento?
– Quería decirle quién era su asesino, quién había matado a Eugen Bischoff.
– ¿Dice usted su asesino? ¿No acaba de decir que murió de un ataque al corazón?
– El asesino dispone de muchos recursos, incluido éste. Sé dónde encontrarlo. Debemos evitar a toda costa que siga cometiendo más crímenes. Solgrub ha muerto, y ahora sólo quedamos nosotros para resolver el enigma. ¿Me oye, Félix? ¿Y usted, barón?
– Le ruego que prescinda de mí -dije-. Tengo importantes asuntos que resolver para mañana.
Félix se giró hacia mí. Nuestras miradas se encontraron.
– No -dijo-. Ahora no.
Luego cogió el vaso que estaba sobre el escritorio.
– Usted sabrá disculparme -y dicho esto volcó su contenido en el suelo.
19
Nos habíamos citado a la mañana siguiente del entierro de Solgrub en la terraza de un pequeño café que se encontraba algo apartado de las grandes avenidas y que caía cerca del Stadt-park. Hacía una mañana fría y el cielo estaba despejado. Los vendedores ambulantes se acercaban a nuestra mesa para ofrecernos peras, uvas, alquequenjes y ramas de endrino. Un bosnio vino para mostrarnos sus cortaplumas y bastones e intentar que le compráramos algo. El dueño del café tenía una corneja domesticada que corría por entre las mesas buscando migas de pan. Eramos los únicos clientes. Félix se había hecho traer revistas que ni siquiera miró. Estábamos sentados el uno frente al otro, con los ojos perdidos en dirección al Stadtpark, intercambiando escuetas observaciones sobre el tiempo, hablando de diversos proyectos de viaje y comentando la impuntualidad del doctor Gorski.
Por fin apareció cuando eran ya casi las nueve. Se excusó alegando que le había tocado el turno de noche y que la última ronda de inspección se había alargado más de la cuenta, amén de los preparativos de una operación que se había tenido que realizar a las siete de la mañana. Venía directamente del hospital, y sin sentarse se bebió un café fuerte y bien caliente.
– Es mi desayuno -dijo-. Esto y después un cigarrillo. Un verdadero veneno para los ner vios. Se lo aconsejo: no sigan mi ejemplo.
Finalmente nos pusimos en camino.
– Nabos, col hervida, arenques, tabaco barato…-. El doctor se dedicó a glosar el aire mientras subíamos a casa del usurero-. Hemos de convenir en que ésta es la atmósfera más apropiada para nuestros propósitos. Hemos de parecer gente de poca monta, barón, no lo olvide.
Usted necesita una pequeña ayuda, son cosas que a veces suceden… Con dos o tres mil coronas bastará. Nosotros somos dos amigos que le acompañan en el trance. Y sobre todo: no nos precipitemos. Seguramente se trata de un tipo desconfiado. Sí, lo mejor será que confiemos en el azar. Vaya, todavía nos queda un piso. Ojalá que esté en casa. De lo contrario, no tendremos más remedio que esperar.
El señor Gabriel Albachary estaba en casa. El sirviente pelirrojo nos hizo pasar a un salón repleto hasta el último rincón de objetos y obras de arte de todas las épocas y los estilos imaginables. Enseguida apareció el señor Albachary. Era un hombre menudo y de movimientos gráciles, de una elegancia exagerada, lindando en la cursilería. Llevaba monóculo y un pequeño bigote teñido de un negro intenso. A diez pasos de distancia ya se podía percibir el olor a heliotropo que desprendía su colonia.
– Balkan -me murmuró al oído el doctor Gorski volviendo a hacer alarde de su poderosa cultura olfativa, pues aquél era efectivamente el nombre del perfume que utilizaba aquel hombrecito.
Este nos indicó con un gesto que tomáramos asiento, y durante un instante nos observó, sin duda intentando adivinar el motivo de nuestra visita. Luego, sus ojos recalaron en mí:
– Espero no equivocarme, pero aseguraría que el señor barón fue superior de mi hijo, Edmund Albachary. Fue voluntario durante un año, y sirvió en su regimiento. Además, conozco al señor barón de haberlo visto ocasionalmente en el turf.
– Edmund Albachary -repetí en voz alta intentando recordar-. Voluntario durante un año. Naturalmente, ya debe de hacer algún tiempo de eso. ¿Y cómo le van las cosas al joven, si es que puedo preguntárselo?
– ¿Qué cómo le van? ¡Quién podría decirlo! Desgraciadamente hace un año que ya no vive conmigo.
– ¿Acaso se marchó de viaje? ¿Se encuentra en el extranjero?
– Sí señor, de viaje. Al extranjero. Mucho más lejos incluso que al extranjero, buen señor. Viajando día y noche durante diez años no lo alcanzaría usted. A su señor padre, en paz descanse, también llegué a conocerlo, aunque de eso hará ya unos treinta años. ¿Ya qué debo el honor de su visita, señor barón?
Me sentía algo incómodo. Hubiera preferido que no supiera mi nombre. Sin embargo me decidí a realizar el papel que me habían otorgado y le expuse mi petición.
El señor Albachary me escuchó sin parpadear, con educada atención, asintiendo un par o tres veces con la cabeza. Luego dijo:
– Le han informado mal, barón. Soy marchante de arte, o mejor dicho, sólo coleccionista, y nunca me he dedicado a asuntos de dinero. Naturalmente, de vez en cuando se puede haber dado el caso de que hayan acudido a mí buenos conocidos, y que les haya concedido un préstamo por amabilidad o gentileza, digamos que como favor. De manera que, en ese sentido, también tengo el placer de ponerme a su disposición. ¿Puedo preguntarle con qué cantidad vería el señor barón satisfechos sus deseos?
– Necesito dos mil coronas -dije, y observé cómo el doctor se removía intranquilo sobre su asiento.
El anciano me miró sorprendido a los ojos. Luego sonrió.
– El señor barón ha querido gastarme una broma. Ya entiendo. El señor barón necesita urgentemente dos mil coronas y dentro de dos minutos me ofrecerá medio millón por mi Gainsborough.
Me quedé de una pieza y no supe qué responderle. El doctor Gorski se mordió los labios y me lanzó una mirada llena de furia. Félix intentó salvar la situación.
– Tiene toda la razón, señor Albachary, era una broma. Sabíamos que no le gusta enseñar los tesoros de su colección a cualquiera, de modo que elegimos un sistema no demasiado apropiado para introducirnos en su casa. ¿Es éste su Gainsborough?
Se refería a un cuadro que estaba colgado justo enfrente nuestro. No me había fijado en él hasta aquel momento.
– Pues no, éste es un Romney -dijo Albachary con indulgencia-. George Romney, nacido en Daitón, Lancashire. Se trata del retrato de Miss Evelyn Lockwood. El original estaba en mi poder hasta hace pocos días. Lo he vendido a un coleccionista inglés.
– O sea, que éste es una copia.
– Sí. Y un trabajo extraordinario, por cierto. No está concluido. Hay partes que, como uste des podrán apreciar, están solamente esbozadas. Lo realizó un joven genial que me había recomen dado un profesor de la Academia. Desgraciada mente era incluso demasiado genial: el joven se acabó suicidando.
– ¡Cómo! ¿Dice usted que se suicidó? ¿Aquí en su casa?
– No, no, en la pensión donde vivía.
– Pero vendría a trabajar aquí, ¿no es cierto? ¿En qué habitación? ¿Puede usted decírmelo?
– En mi biblioteca -respondió el marchante sin ocultar su extrañeza por aquellas preguntas-. Es la que está mejor orientada. Le da el sol de la mañana.
– Todavía una cosa, señor Albachary. ¿Cuánto tiempo hace que su hijo está ingresado en una clínica para enfermos mentales?
– Once meses -balbuceó el anciano clavan do sus ojos asustados en los del doctor-. ¿Pue do saber por qué me hace esta pregunta?
– Tengo razones para preguntárselo, señor Albachary. Lo sabrá en seguida. ¿Puedo pedirle que me deje ver su biblioteca?