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Cerró la ventana, estiró la funda de seda amarilla que cubría el piano, lanzó una mirada de inspección a su alrededor y, cuando hubo confirmado que todo estaba en orden, se fue para la cocina. Me levanté para ver más de cerca los cuadros que colgaban de las paredes. Eran acuarelas, pequeñas composiciones al pastel, obras, en definitiva, que denotaban un cierto diletantismo: un castaño en flor, el retrato de un joven tocando el violín, una plaza de pueblo compuesta con no poco sentido de la armonía. También estaba el cuadro que yo había podido ver ya en la exposición, con las amelas y las dalias en el jarrón japonés esmaltado de verde. Por lo visto, no había encontrado comprador. Pero lo que más me llamó la atención fue otro cuadro medio escondido en la penumbra; era una pintura al óleo que representaba a la bella Agathe Teichmann caracterizada de Desdémona. La reconocí al instante, a pesar de los ya casi veinte años transcurridos desde la última vez que la vi.

– Extraño reencuentro, doctor, ¡y al cabo de veinte años! -le dije señalando el cuadro de la gran actriz. Me asaltó un repentino sentimiento de tristeza; mi propia juventud se me había convertido en algo ajeno, y por un instante sentí con dolor la fuerza inexorable del paso del tiempo.

– Sí, es Agathe Teichmann -dijo el doctor colocándose los lentes-. Sólo la vi en una ocasión sobre el escenario. ¡Agathe Teichmann! ¿Qué edad tenía usted entonces, barón? Todavía debía de ser muy joven, diecinueve años, a lo sumo veinte, ¿no es verdad? Incluso los recuerdos envejecen, ya ve usted. Yo nunca he sido demasiado afortunado con las mujeres. Quizá por ello puedo contemplar el viejo retrato de una mujer hermosa sin deprimirme demasiado. Sí señor, la vi una vez haciendo de Medea, eso es todo.

No respondí. El ingeniero nos contemplaba con cara de no entender nada. Sacudió un poco la cabeza, lanzó una mirada furtiva al cuadro y se fue a husmear al laboratorio.

Nos quedamos solos en el pequeño salón, esperando que llegara el nieto del consejero Karasek. El doctor Gorski comenzó a impacientarse y a mirar su reloj una y otra vez. También para mí la espera comenzó a convertirse en un fastidio. Cogí un libro que había sobre el escritorio, pero resultó ser un diccionario, de modo que lo volví a dejar en su sitio.

Por fin, al cabo de un cuarto de hora, volvió el ingeniero. Parecía haber estado buscando algo por el suelo, pues llevaba las manos llenas de polvo y suciedad. El doctor Gorski se puso de un salto en pie.

– ¿Ha encontrado usted algo?

– Nada.

– ¿Nada de verdad?

– Ni el mínimo rastro. Nada con que poder empezar -repitió el ingeniero, y luego miró distraídamente sus manos sucias.

– Aquí tiene agua para lavarse, Solgrub -dijo el doctor-. Ha escogido una pista falsa. ¿Por qué no quiere aceptarlo? Durante todo el día hemos andado detrás de un fantasma. Su monstruo no existe, querido Solgrub, nunca ha existido. Su monstruo no es más que la conclusión ridicula de un razonamiento erróneo, lo que se dice una auténtica quimera. ¿Cuántas veces voy a tener que repetírselo? Se ha empeñado usted en demostrar algo completamente absurdo, y así no hay modo de avanzar.

– ¿Y qué plan propone usted entonces, doctor? -preguntó el ingeniero desde el lavabo.

– Debemos tratar de influir en Félix.

– Imposible, eso es un fracaso seguro de antemano.

– Déjeme tiempo.

– ¿Tiempo? No, doctor, no puedo dejarle tiempo. ¿Está usted ciego? ¿No se da cuenta de cómo está él ahí sentado y en silencio, mientras deja que nosotros hablemos y hablemos? Nunca, jamás permitirá que su palabra de honor se con vierta en el objeto de una discusión de desenlace absolutamente incierto. Ha tomado una determinación y hará lo que Félix le exige. Quizá maña na, quizás esta misma noche. ¡Este hombre ya tiene el dedo puesto en el gatillo y a usted no se le ocurre nada más que pedir tiempo!

Quise responder, protestar, pero el ingeniero no me dejó decir nada.

– ¡Naturalmente, he seguido una pista falsa!

Lo mismo me decía este mediodía, cuando en la parada de taxis pregunté por el chófer que llevó a Eugen Bischoff a casa de su asesino. Después, cuando por fin dimos con la casa y subí las esca leras, usted volvió a decirme que me había equivocado de pista, que me había obsesionado con una idea equivocada.

– ¡Pero cómo! ¿También estuvo en la casa del prestamista? -le interrumpí.

– ¿Del prestamista? ¿De qué prestamista me está hablando?

– De Gabriel Albachary, Dominikanerbastei número ocho.

– Así que ese viejo sefardí es un prestamista… Usted no me había contado nada de esto, doctor.

– Pues sí, es cierto, se dedica a prestar dinero a cambio de objetos empeñados. Verdaderamente no se trata de ninguna amistad de la que uno pueda enorgullecerse. Pero dejando esto aparte, es uno de nuestros mejores coleccionistas y máximos conocedores en materia de arte. Eugen Bischoff lo conocía desde hacía veinte años, y en ocasiones había utilizado su biblioteca sobre Shakespeare y su colección de vestidos de época.

– ¿Ha hablado usted con él? -le pregunté al ingeniero.

– No. No estaba en casa, circunstancia que aproveché para fisgonear un poco.

– Con un éxito que más vale no comentar demasiado -le lanzó el doctor.

– ¡Cállese! -gritó el ingeniero. Y al instante recordó que se encontraba en una casa extraña y bajó la voz-. No he podido encontrar al monstruo, es verdad, pero sólo porque me había hecho una imagen falsa de él. Había asociado su persona a una idea totalmente errónea de lo ocurrido. Hay un error, en alguna parte de mi razonamiento ha de haber un error. Pero el asesino está en aquella casa, no puede haberla abandonado, de eso estoy completamente seguro, doctor, y voy a encontrarlo, cuente usted con que lo encontraré.

Y al escuchar aquel reto sentí que algo despertaba dentro de mí, mi propio orgullo me hacía sentir un deseo irreprimible de acabar de una vez con la segundad de aquel hombre, de inducirlo al error, de sumirlo en la duda. De modo que con la mayor serenidad, y sabiendo muy bien lo que me hacía, dije:

– Y bien, ¿qué ocurriría si les dijera que Félix está en lo cierto, que yo actué tal como él se lo expuso ayer noche? ¿Qué sucedería si yo les confesara que soy el verdadero asesino de Eugen Bischoff?

El doctor Gorski me cogió del brazo y se me quedó mirando fijamente sin poder decir nada. Solgrub sacudió la cabeza.

– Tonterías -dijo-. No diga usted estupideces. ¿Se cree que me puede engañar?… ¿Han oído? Llaman a la puerta, debe de ser el joven Karasek. Déjenme hablar a mí primero.

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– Se cree que somos periodistas -me cuchicheó el doctor Gorski al oído-. Solgrub cree que es mejor que no le digamos la verdadera razón de nuestra visita. Es una suerte que hoy vaya usted vestido de civil; la verdad es que un capitán de Dragones con el distintivo de tesorero no resultaría muy creíble como reportero de la sección de noticias locales, ¿no cree usted?

El joven que en aquel momento entró en el pequeño salón donde nos encontrábamos recordaba aquel tipo de personajillo insignificante que en los cafés de suburbio ejerce el papel del arbiter elegantiarum. Nos saludó: «Es un honor, señores», y se presentó: «Mi nombre es Karasek». Luego se pasó la mano por la raya del peinado, que por cierto era de una rectitud absoluta, de lo más pulcra, y nos ofreció cigarrillos de una tabaquera de alpaca.

– Ha sido muy amable por su parte -dijo el ingeniero- al haber encontrado un poco de tiempo para nosotros a pesar de los muchos trastornos que un día así conlleva. ¿Puedo preguntarle antes que nada por el estado en que se encuentra la muchacha?

– ¡Oh, por favor, por favor, se lo ruego! – exclamó el joven Karasek rechazando los cumplidos-. Me hago cargo de los deberes de la prensa, faltaría más. Siempre de un lado para otro, siempre a la caza de la noticia. Mi difunto padre tuvo mucho que ver con periodistas: Hermann Karasek, presidente de la decimoctava sección de magistratura y consejero de obras. Quizás alguno de ustedes llegó incluso a conocerlo. En fin, pues sí, mi prima, ¡qué lástima! No me han dejado ni tan sólo entrar a verla.

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