El hombre nos condujo en silencio a través de su casa. El doctor Gorski se detuvo en la puerta de la biblioteca.
– ¡Ahí está ¡Este es el monstruo! -dijo señalando un grueso volumen infolio que había en la galería sobre un atril gótico de madera tallada. Jamás había visto un libro de aquellas dimensiones-. ¡El monstruo! Este libro es el culpable de la desgracia que le sucedió a su hijo. Este es el culpable del suicidio de Eugen Bischoff. Este es…
– ¡Pero por todos los santos! ¿Qué está usted diciendo? -gritó el marchante-. Es verdad que la ultima vez que estuvo en mi casa lo vi leer en ese libro. Había venido para consultar unos gra bados antiguos sobre vestidos de época, pero cuando me fui estaba ante el atril. Le dije que podía seguir trabajando tranquilamente, que yo me iba a comer fuera. Eramos viejos amigos. Nos conocíamos desde hace veinticinco años. Le dije que si necesitaba algo llamara a mi criado. «Muy bien, muy bien», me contestó, y después ya no lo he vuelto a ver con vida, pues al volver yo ya se había marchado. Un señor que estuvo aquí hace tres días también me pidió que le de jara ver el libro. Tomó unas notas y dijo que ya volvería.
– Y no vino, naturalmente. No pudo. La tarde de aquel mismo día murió. ¿De dónde ha sacado usted este libro?
– Mi hijo lo trajo en cierta ocasión de Amsterdam. Por el amor del cielo, ¿qué significa todo esto? ¿Qué es lo que hay en este libro?
– Ahora mismo lo sabremos -dijo el doctor Gorski, y abrió la pesada cubierta chapada de cobre. Félix estaba detrás suyo, mirando por encima de su hombro.
– ¡Mapas! -exclamó el doctor Gorski sin poder ocultar su sorpresa-. Teatrum orbis terraum. Una antigua obra de geografía.
– Son mapas grabados en cobre y coloreados a mano -observó Félix-. Dominio Fiorentino. Ducato di Ferrara. Romagna olim Flaminia. Sólo mapas. Nos hemos equivocado, doctor.
– Veamos qué más hay, Félix, ¡siga adelante! Patrimonio di San Pietro et Sabina. Regno di Napoli. Legionis Regnum et Asturiarum principatus. Ahora vienen las provincias españolas. ¡Un momento! ¿No lo ve? Está escrito por el otro lado.
– Es verdad, doctor. Es italiano.
– Italiano antiguo, querido amigo. Nel nome di Domineddio vivo, giusto e semptierno ed al di Lui Honore! Relazione di Pompeo dei Bene, organista e cittadino della città di Firenze… ¡Félix, ya lo tenemos! ¿Me deja usted que me lleve el libro, señor Albachary?
– Sí, cójalo usted, ¡lléveselo! ¡Sáquelo de aquí! Si es cierto todo lo que han dicho no quiero verlo más.
– Sí, ¡¿pero cómo nos lo llevamos, por todos los demonios?! -exclamó el doctor-. ¿Cómo sacarlo de aquí, si apenas podemos levantarlo?
– Mandaré a dos empleados de mi laboratorio para que pasen a recogerlo, gente fuerte, ellos podrán -decidió Félix-. Nos veremos a las tres en mi casa.
20
RELACIÓN DE POMPEO DEI BENE,
ORGANISTA Y CIUDADANO DE FLORENCIA,
SOBRE LOS HECHOS QUE TUVIERON LUGAR
ANTE SUS OJOS
DURANTE LA NOCHE DE SIMÓN Y DE JUDAS
DEL AÑO 1532 DESPUÉS DE
LA ENCARNACIÓN DE NUESTRO SEÑOR JESUCRISTO.
ESCRITO DE SU PROPIA MANO.
¡En nombre del Dios verdadero, justo y eterno y para su mayor gloria!
Puesto que mañana se van a cumplir mis cincuenta años y los tiempos que corren han tomado un sesgo tal que en esta ciudad uno puede perder la vida antes de que sienta llegada su hora, quiero en el día de hoy, y después de haber pasado tantos años conteniéndome el escribir, dar al mundo la verdad y poner por escrito lo que le aconteció en la mencionada noche a Giovansimone Chigi, llamado Cattivanza, afamado pintor y arquitecto, hoy conocido con el sobrenombre de Maestro del Juicio Final. Quiera Dios perdonarle de sus pecados, como deseo que me perdone a mí y a todas las criaturas de este mundo.
Siendo yo un rapaz de dieciseis años, había escogido la pintura como oficio y soñaba ya con poder vivir de ella. Mi padre, que era un tejedor de seda de la ciudad de Pisa, decidió llevarme al taller de Tommaso Gambarelli, donde trabajé y colaboré con él en la realización de muchas y muy maravillosas obras. Pero el 24 de mayo, en la vigilia de la pascua de Pentecostés, el llamado Tommaso Gambarelli murió de la peste en el Ospedale della Scala, el mismo día en que los enemigos tomaban el monte Sansovino. Así que me encomendé a Dios y me puse a buscar a otro maestro que me aleccionara en el arte de la pintura, y de este modo fui a recalar junto a Giovansimone Chigi, que tenía su taller en el antiguo mercado, junto a los puestos de los ropavejeros.
El tal Giovansimone Chigi era un hombre menudo y muy gruñón, y llevaba puesta, tanto en invierno como en verano, un gorra de paño azul con orejeras, y quienes lo veían por primera vez no se equivocaban de mucho si lo creían más el capitán de una nave de piratas turcos que un ciudadano de Florencia. Y tanta era su avaricia, que no me daba ni medio pan a la semana, razón por la que, no llevando aún siete semanas a su servicio, ya me había gastado cinco florines de oro de mi propia bolsa.
Cierta noche en la que volvía tarde a casa después de la clase de aritmética, me encontré con que mi maestro estaba conversando en el taller con maese Donato Salimbeni de Siena, un médico que estaba al servicio del legado cardenalicio Pandolfo de Nerli. Maese Salimbeni era hombre de relevante inteligencia y aspecto honorable, que había viajado mucho y adquirido una gran experiencia en el arte de la alquimia. Yo ya le conocía por mi anterior maestro, y sus remedios me habían proporcionado un gran alivio cuando, cabalgando camino de Pisa, había caído víctima de la fiebre por culpa de la humedad que impregna el aire de aquellas tierras.
Cuando entré, Salimbeni estaba sumido en la contemplación de un cuadro que representaba una virgen rodeada de querubines, en tanto que el maestro iba de un lado para otro junto al fuego, pues la noche era fría. Al verme, Salimbeni me hizo una señal para que me acercara.
– ¿Y éste? -preguntó.
– Es mi ayudante, el único que tengo -res pondió el maestro torciendo la boca-. Pinta las flores y los animales de un modo digno de elogio, y esa tarea es para la que más sirve. Cuando tengo que pintar lechuzas, gatos, pájaros canto res o escorpiones, el chico me es de gran ayuda.
Suspiró y se agachó para poner un par de troncos más al fuego. Luego prosiguió:
– Cuando yo era joven, realicé obras muy hermosas, y con mi arte acrecenté la fama de esta ciudad. Yo soy el autor del espléndido San Pedro de bronce que aún hoy podéis admirar ante el altar de la iglesia de Santa María del Fiore. Por él clavaron más de veinte sonetos en mi puerta para elogiar mi obra y celebrar mi nombre. Y aun me fueron concedidos otros y mayores honores. Pero ahora ya soy un hombre viejo y nada me sale como debiera.
Y señaló un Jesús adoctrinado en el templo y una Ascensión de María Magdalena.
– Esto que veis aquí no es nada. Yo mismo me doy cuenta y no es necesario que me lo digáis vos ni nadie, pues nada hay que sea más bochornoso que la crítica. En mi juventud tenía la fuerza de la visión, y era capaz de percibir al Dios Padre, a los patriarcas, a nuestro Redentor, a los santos, a la Virgen y a los ángeles con mis propios ojos. Los veía, sí, ¡y de qué modo más maravilloso!, mirara donde mirara, hacia el cielo, hacia las nubes, o aquí mismo, en mi taller; y con tanta claridad, con tanta vida, que el entendimiento jamás podría dar razón de ello. Y del mismo modo que los veía los pintaba, y en verdad no eran muchos los que pudieran igualarme en mi arte. Pero ahora mis ojos están turbios y el fuego de la visión se ha apagado en mí.
Salimbeni estaba apoyado contra la pared en medio de la oscuridad, de modo que no podía verle y sólo oía su voz.