– ¡Giovansimone! -dijo-. Toda la sabiduría humana no es más que una creación imperfecta, y aún menos, es sólo humo y sombras ante el rostro del Señor. Sin embargo, me ha sido concedida la suerte de poder desvelar algunos de los secretos de este mundo pasajero mientras elevaba mis pensamientos hacia Dios. Y eso que tú llamas la fuerza de la visión puedo retornártelo, e incluso puedo hacerla brotar en aquellos que nunca antes la han poseído. No hay nada más sencillo que esto.
El maestro escuchaba. Al cabo de unos instantes se levantó, parecía reflexionar. Luego sacudió la cabeza y soltó una carcajada.
– ¡Maese Salimbeni! Toda la ciudad sabe que os place vanagloriaros de muchas artes secretas y de no menos artimañas de ese tipo, pero que a la hora de ponerlas en práctica siempre acabáis encontrando una excusa u otra. Seguramente, eso de lo que ahora me habláis no es más que otra de vuestras fanfarronadas, ¿o acaso habéis aprendido este arte en la corte del mongol o del turco?
– Esto nada tiene que ver con las artes paganas, y es sólo a la misericordia de Dios que he de agradecerle el haberme mostrado el camino de la sabiduría.
– Entonces -respondió el maestro- no tengo otro deseo que el de poder apreciar algo de este arte lo antes posible. Pero una cosa os digo: si estáis pensando en burlaros, haré que os acordéis de mí durante mucho tiempo.
– Por hoy nada más tenemos que decirnos, como no sea ponernos de acuerdo sobre el día y la hora para realizar el experimento. Sin embargo, déjame darte antes un consejo, Giovansimone. Quiero que sepas que te adentras en un mar tempestuoso, y que quizá fuera mejor para ti que te quedaras en el puerto.
– Tienes razón, Salimbeni, hay que obrar con prudencia. Todo el mundo sabe que tengo en vos a un peligroso enemigo. Y aunque con vuestras palabras me tratéis con el respeto y el honor que me corresponden, no debo confiarme ante vos.
– Es verdad, Giovansimone, ¿para qué ocultarlo? Tú y yo tenemos un asunto pendiente. En cierta ocasión tuviste una disputa con mi sobrino Ciño Salimbeni, quien te ofendió de tal modo con sus palabras que todos pudieron oír cómo le decías: «Espera a ver quién ríe el último». Y en efecto, al cabo de unos días apareció su cuerpo sin vida tirado en el camino que atraviesa los prados en dirección al monasterio de los franciscanos. Yacía con el cuchillo clavado todavía en la garganta.
– Tenía muchos enemigos. Yo sólo me limité a predecir su suerte.
– Era un puñal español, y el armero había grabado su nombre en la hoja. Este puñal le pertenecía a un pobre tipo que acababa de llegar huyendo de Toledo. Lo detuvieron y lo condujeron ante el tribunal. El gritaba y juraba haber perdido el arma la noche antes por la calle, cerca de los tenderetes de los ropavejeros, en el mercado antiguo. No le creyeron, y fue al patíbulo.
– Deberías tener más respeto a las sentencias del tribunal de la ciudad. Y lo que fue ya tuvo su fin.
– ¡Has de saber -gritó Salimbeni- que lo que una vez ha sucedido jamás tiene su fin, y aquel que ha cometido un crimen y queda impune según la justicia de los hombres, que se prepare a sufrir el juicio de Dios Nuestro Señor!
– Voy a deciros una cosa. Aquella noche yo estaba en mi casa trabajando en una Santa Inés con el libro y el cordero, tal como me lo habían encargado. Y en ésas llega maese Ciño para ver si era posible una reconciliación, de modo que bebimos juntos y nos separamos tan amigos. Al día siguiente, cuando tuvo lugar el crimen, yo me encontraba guardando cama, estaba enfermo. Tengo quien lo puede atestiguar. Y en verdad os digo que Dios será justo y benevolente conmigo el día del Juicio Final, porque fue así como sucedió todo y no de otro modo.
– ¡Giovansimone! No sin motivo la gente os llama «la víbora».
Y cuando el maestro oyó aquel apodo fue presa de un ataque de furia como yo no se lo había visto antes, pues no había nada que soportara menos que aquello, y la cólera le robó el entendimiento. Cogió la pistola que siempre tenía cargada y a punto de disparar y.comenzó a gritar como un loco, mientras agitaba el arma amenazadoramente:
– ¡Fuera de aquí, filibustero, salteador de ca minos! ¡Fuera, bastardo de fraile putero! ¡Fuera, fuera, y que no te vea más por aquí!
Maese Salimbeni no esperó a que se lo dijeran dos veces y comenzó a bajar la escalera, pero el maestro todavía lo persiguió blandiendo el arma en la mano, y durante un buen rato le oí echar pestes y vocinglear abajo en la calle.
Al cabo de unos días, en la vigilia de la fiesta de Simón y de Judas, volvió a aparecer maese Salimbeni, hablando y comportándose como si nada hubiera ocurrido entre él y el maestro.
– Ha llegado el día que esperabas, Giovansimone. Estoy dispuesto.
El maestro alzó la vista de su trabajo. Cuando vio de quién se trataba volvió a estallar en un acceso de furia y gritó:
– ¿Qué demonios queréis ahora? ¿Acaso no os eché de mi casa la última vez?.
– Hoy te alegrarás de que haya venido. Es toy aquí para cumplir lo acordado, y esta es la hora que convenimos.
– ¡Fuera, fuera! -replicó el maestro ha ciendo gala del peor de los humores. -Me ofen disteis el otro día con vuestras palabras, y eso no lo olvidaré.
– A aquel que tiene la conciencia tranquila en nada le han de afectar mis palabras -respondió maese Salimbeni, y girándose hacia mí: -¡Arriba, Pompeo! No es hora de dormir la siesta. Ve y tráeme esto y esto.
Y me dio el nombre de las hierbas que necesitaba para su sahumerio, así como cuánto de cada una. Entre las hierbas había algunas cuya naturaleza yo no conocía junto con otras que crecían en los zarzales, y dos medidas de aguardiente.
Al volver yo de la botica parecían los dos estar de acuerdo en todo. Maese Salimbeni cogió las hierbas y le indicó al maestro qué era cada cosa. Seguidamente preparó la droga.
Cuando hubo acabado dejamos todos el taller, y mientras bajábamos las escaleras el maestro hizo de manera que maése Salimbeni se diera cuenta de que iba armado con un puñal y una daga, que llevaba escondidos bajo el capote.
– ¡Salimbeni! -dijo. -Aunque fuerais el dia blo en persona no creáis que llegara jamás a teneros miedo.
Seguimos la Strada Chiara y cruzamos el río por el puente de Rifredi. Luego pasamos de largo los lavanderos públicos y la pequeña capilla con los sarcófagos de mármol. Hacía una noche clara, y la luna brillaba en el cielo. Por fin, después de que hubiéramos caminado una buena hora, llegamos a una colina que caía cortada bruscamente sobre una cantera. Ahora en ese lugar se levanta un caserío, llamado la Casa de los Olivos, pero en aquella época sólo había cabras pastando durante el día.
Maese Salimbeni se detuvo allí, ordenándome que me fuera a recoger cardos y leña menuda para hacer fuego. Luego se volvió al maestro y le dijo:
– Giovansimone, éste es el lugar y ésta es la hora. Vuelvo a decírtelo: ¡Piénsatelo bien, aún es tás a tiempo! Pues aquel que emprende este viaje ha de tener un ánimo firme y fuerte.
– Bien, bien -le interrumpió el maestro-. Déjate de tantas monsergas y comencemos de una vez.
Entonces, y con gran ceremonial, maese Salimbeni dibujó un círculo en torno al fuego e hizo entrar al maestro en su interior. Seguidamente tiró una parte de las hierbas a las llamas y después abandonó el círculo.
Una espesa nube de humo envolvió al maestro, haciéndolo desaparecer por unos instantes de nuestra vista. Pero tan pronto se hubo retirado el humo maese Salimbeni volvió a arrojar parte de sus hierbas a las llamas. Y luego preguntó:
– ¿Qué ves, Giovansimone?
– Veo los campos, el río, las torres de la ciudad y el cielo de la noche. Nada más. Ah, ahora veo una liebre que corre por el prado y… ¡oh maravilla! Va ensillada y con riendas, como si fuera un caballo.
– Verdaderamente es una extraña visión. Pero creo que hoy vas a ver cosas todavía más maravillosas.