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– ¡Oh, pero si no era ninguna liebre, era un macho cabrío! -gritó el maestro-. No, no, tampoco es un macho cabrío, es una especie de animal de Oriente cuyo nombre no conozco. Y da los saltos más alocados que jamás haya visto. ¡Oh! Ahora ha desaparecido.

De pronto el maestro comenzó a saludar y a inclinarse.

– ¡Mira! Es mi vecino el orfebre, que murió el año pasado. Ay de vos, maese Costaldo, tenéis el rostro cubierto de úlceras y de tumores.

– Giovansimone, ¿qué ves ahora?

– Veo escarpados abismos y gargantas y grutas que penetran la roca. Y veo también una piedra inmensa de color negro que flota en el aire sin caerse, lo que es una maravilla y apenas puede creerse.

– ¡Es el valle de Josafat! -exclamó el médico-. Y esa gran piedra negra que flota en el aire es el trono eterno de Dios. Has de saber, Giovansimone, que la aparición de esta roca me parece el aviso de que esta noche todavía verás cosas más terribles, tanto como nadie antes que tú las ha podido ver.

– No estamos solos -dijo de pronto el maestro, y su voz convirtióse en el murmullo de alguien embargado por el miedo-. Veo a mucha gente exultante que canta su alegría.

– No, no puede ser mucha la gente que ves. Son muy pocos aquellos a los que ha sido concedido el poder cantar la gloria del día del Juicio Final junto a los ángeles del Señor -dijo Salimbeni en voz baja.

– Y ahora veo a miles y miles, una muchedumbre infinita de caballeros, consejeros reales y mujeres ricamente vestidas que levantan los brazos a lo alto y lloran, y un gran lamento sale de sus gargantas.

– Se lamentan por lo que ha sido y ya no podrá volver a ser. Lloran porque están condenados a la oscuridad y porque les ha sido negada para toda la eternidad la contemplación del Señor.

– En el cielo hay una enorme señal de fuego. ¡Ay de mí! Este color no es de este mundo, y mis ojos no pueden soportar su visión.

– Es el rojo de las trompetas -gritó maese Salimberi con voz atronadora-. Es el rojo de las trompetas cuando el sol del día del Juicio Final se refleja en ellas.

– ¿Y de quién es esa voz que grita mi nombre desde la tempestad del viento? -preguntó el maes tro con voz aterrorizada, y su cuerpo comenzó a temblar. De pronto profirió un aullido que soñó como el profundo lamento de un animal, cruzando interminable por el espeso silencio de la noche.

– ¡Ay de mí! ¡Ahí están y se me quieren lle var con ellos, son los demonios del infierno, vie nen de todas partes, y el aire está lleno de ellos!

Y el pobre hombre intentó huir aterrorizado, pero los demonios invisibles parecían tenerlo bien cogido. Entonces cayó al suelo, dando patadas y manotazos al vacío y profiriendo espantosos aullidos con el rostro completamente desfigurado. Luego se levantó y comenzó a correr de nuevo, y otra vez cayó por los suelos. Era algo tan horroroso de ver que casi creí morir de miedo.

– ¡Ayudadle, maese Salimbeni! -grité en medio de mi desesperación, pero el médico sacudió la cabeza.

– Es demasiado tarde, pues las visiones de la noche ya se han apoderado de él.

– ¡Piedad, maese Salimberi! ¡Tened piedad de él! -grité.

En aquel momento los demonios del infierno lo debían de haber cogido y se lo llevaban a rastras, pero él seguía resistiéndose y aullaba con todas sus fuerzas. Entonces maese Salimbeni avanzó unos pasos hacia él, en dirección adonde el montículo caía en picado sobre la cantera, y se interpuso en su camino.

– ¡A ti te hablo, asesino que no temes al Se ñor Todopoderoso! – gritó-. ¡Levántate y con fiesa tu crimen!

– ¡Piedad! -aulló el maestro al tiempo que caía de rodillas y se cubría el rostro con las manos.

Entonces maese Salimbeni levantó su puño y le golpeó en medio de la frente con tal fuerza que el maestro cayó al suelo como muerto.

Hoy sé que esto no fue ninguna crueldad, sino todo un acto de compasión, y que maese Salimberi, con ese golpe, lo que hacía era liberar al maestro del poder de sus visiones.

Llevamos su cuerpo sin sentido al taller, y allí permaneció sin dar signos de vida hasta la noche del día siguiente. Cuando volvió en sí no sabía si era de día o de noche, deliraba y no dejaba de hablar de los demonios del infierno y del espantoso color de las trompetas.

Más tarde, cuando su locura comenzó a ceder, se fue volviendo más y más ensimismado y se sentó en un rincón de su taller con los ojos fijos en el vacío, sin hablar con nadie. Pero por las noches podía oír cómo gimoteaba en su habitación y rezaba todo tipo de plegarías. Hasta que el día de San Esteban desapareció de la ciudad sin que nadie supiera adonde había ido.

Transcurridos tres años, y yendo yo camino de Roma, me detuve en el monasterio de los hermanos seráficos de los Siete Dolores, donde se conservan el manto y el cinto de la Virgen María, junto con una madeja de hilo hecho con sus propias manos. De modo que le rogué al prior que me acompañara a la capilla para poder contemplar aquellas reliquias. Allí vi a un monje subido a un andamio que estaba trabajando en un gran fresco, y tardé no poco rato en reconocer en sus rasgos los de mi antiguo maestro Giovansimone Chigi.

– Ese está muy mal de la cabeza -me dijo el prior-, pero hay que reconocer que su trabajo es verdaderamente soberbio. Le llamamos el Maestro del Juicio Final, porque sólo pinta este tema, una y otra vez, siempre lo mismo. Y si por ventura le pido que pinte aquí una Anunciación o en aquella otra pared el milagro de la curación del inválido, o el de la multiplicación de los panes y los peces, entonces se enfurece y se pone como loco, de manera que hay que acabar dejándole hacer su voluntad.

La tarde caía, y una luz rosácea se proyectaba a través de las ventanas sobre las baldosas de piedra. Y en la pared pude reconocer la roca del trono de Dios flotando en el aire, y el valle de Josafat, el coro de los bienaventurados y los demonios de múltiples formas que salían del lodazal en llamas. El maestro se había pintado a sí mismo entre los condenados, y todo estaba representado con tanta veracidad que no pude evitar que un escalofrío me recorriera la espalda.

– ¡Maestro Giovansimone! -le grité. Pero ni me oyó. Con las manos temblorosas, y sin dejar de rezar ni un instante, pintaba la figura de un querubín enfurecido con una tal rapidez y ansiedad que bien podría decirse que todavía le perseguían los demonios del infierno.

Esta es mi historia sobre el Maestro del Juicio Final, y no es mucho más lo que sé, pues cuando al cabo de unos años volví a visitar el monasterio encontré la capilla vacía y los monjes me mostraron el lugar donde el maestro yacía enterrado. Quiera Cristo, nuestra estrella del alba y nuestra esperanza, que estemos él y todos nosotros entre los bienaventurados el día del Juicio Final.

Por lo que a maese Salimbeni se refiere, y a quien yo llamo el verdadero Maestro del Juicio Final, nada más he vuelto a saber de él desde aquella noche. Podría ser que haya vuelto a los lejanos reinos de Oriente, donde ya había pasado muchos años de su vida. Pero he conservado en la memoria el secreto de su arte, y aquí lo transcribo para aquellos que se sientan con el ánimo firme y seguro:

Toma, hombre curioso, extracto de cormentil en aguardiente, y de él haz tres partes, luego…

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