– ¿Eres tú, Gottfried? Has tardado tanto…
– Sólo me he levantado para abrir la puerta, como me habías pedido. Ahora ya estoy aquí de nuevo.
Aún había luz en el pabellón. Yo estaba escondido detrás del tronco de un castaño y esperaba.
Se abrió la puerta, oí voces. Félix salió, llevaba una linterna en la mano y avanzó lentamente en dirección a la casa.
Detrás suyo iban dos figuras que parecían sombras: eran Dina y el doctor Gorski.
Dina no me vio.
– ¡Dina! -dije en voz baja cuando pasó tan cerca de mí que casi me rozó con el brazo.
Se quedó inmóvil, buscando la mano del doctor Gorski.
– Dina -repetí. Entonces dejó la mano del doctor y dio un paso hacia mí.
Vi a la luz de la linterna cómo subía los escalones de la entrada de la casa y desaparecía por la puerta principal. Durante un instante el resplandor me permitió entrever los rasgos de Dina; durante un instante los árboles proyectaron sobre nosotros sus sombras, y los arbustos, y la hiedra… Después todo volvió a quedar a oscuras.
– ¿Todavía está usted aquí? -oí que me de cía la voz de Dina muy cerca de mí-. ¿Qué es lo que quiere ahora?
Algo acarició mi frente, como una mano tibia y suave. La cogí, pero sólo era la hoja marchita de un castaño que se había desprendido de sus ramas y caía lentamente al suelo.
– Buscaba a Zamor -dije en voz baja. Ella ya sabría lo que yo quería decir con ello.
Hubo un largo silencio.
– Si aún le queda algo de humanidad -dijo con voz débil y desesperada-, entonces vayase, vayase de aquí ahora mismo.
7
Permanecí allí mientras la veía alejarse. Durante unos minutos sólo oí dentro de mí el sonido de aquella voz tan querida, y cuando ya hacía rato que se había ido fui consciente del sentido exacto de sus palabras.
En un primer momento me sentí desconcertado y dolido. Después me enfurecí, me rebelé con amargura contra sus palabras y lo que significaban; era una injusticia que se me hacía. ¡¿Irme?! ¡Ah, no! Ahora no podía irme de ninguna manera. La fiebre y el agotamiento habían desaparecido por completo. Me van a tener que oír, balbuceé, van a tener que darme una explicación, tanto Félix como el doctor Gorski, pienso insistir en que me la den. Yo no le he hecho nada a Dina. ¿Qué quieren que le haya hecho?
Sí, no hay duda de ello: ha ocurrido una desgracia, una desgracia terrible, algo que posiblemente se habría podido evitar. Pero Dios sabe que yo no tengo la culpa de ello, de ningún modo. No deberían haberlo dejado a solas, no debería haberse quedado solo ni un minuto. Y además, ¿de dónde ha sacado esa pistola? Y ahora quieren echarme a mí las culpas de todo. Comprendo muy bien que en tales situaciones la gente se vuelva a veces injusta y no medite sus palabras. Pero precisamente por ello he de quedarme, creo que se me debe una explicación y he de…
De pronto se me ocurrió algo completamente evidente que hizo que mi excitación y mi enfado de unos momentos antes se me antojaran perfectamente ridículos. Naturalmente, se trataba de un malentendido. Sin duda. Sólo podía tratarse de un malentendido. Había interpretado mal las palabras de Dina y ella se había referido a otra cosa. Seguro que sólo había querido decir que me fuera a casa porque allí ya no había nada más que hacer; era sólo esto, ahora estaba bien claro. Claro como el día. Nadie tenía la intención de echarme a mí la culpa. Mis nervios sobreexcitados me habían jugado una mala pasada. El doctor Gorski había estado allí, él lo había oído todo. Estaba decidido a esperarle, él me confirmaría que todo aquello no había sido más que un malentendido.
No tardará mucho, me dije. No creo que tenga que esperar mucho rato. Félix y el doctor Gorski tendrán que volver a pasar pronto por aquí, no puede ser que dejen al pobre Eugen de este modo, no pueden dejarlo en el suelo toda la noche.
Me acerqué en silencio a la ventana del pabellón y lancé una mirada al interior, como si fuera un vulgar ladrón. El cadáver seguía en el suelo, pero lo habían cubierto con una manta a cuadros escoceses. Quizá por ello recordé que en una ocasión lo había visto actuar en el papel de Macbeth, y al instante resonaron en mi mente las palabras de lady Macbeth: «Heres's the smell ofthe blood still. All the perfumes of Arabia…».
Volví a sentir escalofríos, y de nuevo aquel agotamiento, el sudor helado que me empapaba el cuerpo, la fiebre… Pero hice un esfuerzo y me sobrepuse a todo ello. ¡Vaya estupidez!, me dije; estos versos verdaderamente no pintan nada aquí. Abrí la puerta con determinación y entré, pero mi coraje cedió al instante dando paso a un angustioso temor: por primera vez estaba a solas con el muerto.
Yacía en el suelo cubierto con la manta y de su cuerpo no se veía más que la mano derecha. Ya no tenía el revólver, alguien se lo había quitado y lo había puesto sobre la mesita que había en el centro de la habitación. Avancé un poco para poder contemplar el arma más de cerca, y en aquel instante me di cuenta de que no estaba solo.
El ingeniero se encontraba detrás del escritorio, junto a la pared, agachado y contemplando algo que yo no alcanzaba a ver. Fuera lo que fuera, lo miraba con tanta atención que se hubiera dicho que había quedado hipnotizado por la contemplación del dibujo de la alfombra. Se giró al oír mis pasos.
– ¡Ah! Es usted, barón. ¡Vaya un aspecto que tiene! -Y sin esperar a que yo dijera nada añadió -: ¡En fin! Al parecer Dina se lo ha tomado con coraje.
Estaba de pie ante mí, con los brazos en jarras, las manos hundidas en los bolsillos del pantalón, un cigarrillo entre los labios. ¡En la habitación de un muerto y fumándose un cigarrillo!, pensé escandalizado. Y la verdad es que daba la impresión de ser la frivolidad y la despreocupación en persona.
– Es la primera vez que está usted ante un muerto, ¿no? ¡Afortunado usted, barón, que es oficial en tiempos de paz! Ahora mismo me estaba fijando en ello: ¡anda usted con tanto cuidado! No tenga miedo de hacer ruido, que ése no se despierta.
No respondí. Tiró con gran seguridad su cigarrillo en el cenicero que había sobre el escritorio, a algunos pasos de él. Inmediatamente encendió otro.
– Provengo del Báltico. ¿Lo sabía usted? Nací en Mitau, y me tocó participar en la guerra ruso-japonesa.
– ¿Estuvo en Sushima? -aventuré. No sé por qué me vino a la memoria precisamente el nombre de aquella batalla naval. Pensé que él debía de haber sido ingeniero naval o algo por el estilo.
– No, Munho -me respondió-. ¿Ha oído usted alguna vez ese nombre?
Lo negué con la cabeza.
– Munho. No se trata de ningún lugar, sino de un río. Un río de agua amarillenta que serpentea a lo largo de una tierra formada por colmas. Es mejor no pensar en ello. Una mañana había allí por lo menos quinientos muertos, o quién sabe si más; estaban uno junto al otro, toda una línea de tiradores con las manos quemadas y los rostros amarillos y desfigurados. Algo diabólico. No hay otra palabra para definirlo.
– ¿Minas de contacto?
– No, alambradas electrificadas. Mi trabajo, ¿sabe? Mil doscientos voltios. A veces, cuando me acuerdo de ello, me digo: ¿Qué quieres? Se trata del lejano Oriente, a dos mil millas de aquí, han pasado ya cinco años, y todo lo que viste se ha convertido en ceniza y polvo. No me sirve de nada. Esas cosas permanecen clavadas en la memoria, esas cosas no hay quien las olvide.
Se quedó callado y echó una bocanada de humo formando bellos anillos en el aire. Todo lo que estaba relacionado con el fumar se había convertido para él en un juego de malabaristas.
– Y ahora quieren acabar con las guerras -siguió al cabo de un rato -. ¡Acabar con las guerras! ¿Y acaso va a servir de algo? Eso que tiene usted ahí -y señaló con su índice hacia el revólver-, con eso es con lo que quieren acabar, y con todo lo que se le parece. ¿De qué va a servir? De todos modos no podrán acabar con la bajeza de los hombres, y de todas las armas mortales que conozco ésta es la peor de todas.