Le dije al chico que ya volvería en otra ocasión, quizá mañana a la misma hora, y me apresuré a salir de allí.
Una vez en la calle recordé de donde conocía yo aquel bastón y aquel abrigo, y me quedé clavado de asombro. ¡Es increíble! No, no puede ser, debo de estar en un error, no puede ser que se me haya adelantado. ¿Cómo habrá llegado hasta aquí? Y sin embargo no había duda de ello: el hombre cuyo abrigo colgaba en la antesala del domicilio del viejo usurero sefardí era Solgrub.
14
Cuando salí llovía a cántaros. La calle estaba prácticamente desierta, y el chófer del taxi me esperaba sentado frente a su volante, equipado con un chubasquero y leyendo un periódico cuyas páginas goteaban a causa de la cantidad de agua que había caído sobre ellas. Me sentía incómodo y malhumorado. No podía imaginar qué tipo de razonamiento había llevado con tanta rapidez y seguridad al ingeniero tras el rastro invisible de Eugen Bischoff, aunque a decir verdad me sentía demasiado cansado y aturdido para darle demasiadas vueltas al asunto. Sólo sabía que mis pesquisas habían resultado completamente superfluas. Las indagaciones hechas por Vinzenz en la comisaría, la entrevista con el taxista, la visita al mayor retirado: todo había sido un esfuerzo inútil. Una tarde perdida. Me sentía hambriento y exhausto, y tiritaba de frío mientras la lluvia me golpeaba en el rostro. Sólo podía pensar en ropa seca y en una habitación bien caldeada. Deseaba estar cuanto antes en casa.
El conductor parecía estar ocupado con el depósito de la gasolina, y al acercarme yo levantó la cabeza. Le dije mi dirección:
– ¡Myrthengasse 18!
Pero en el instante mismo en que el motor arrancaba, se me ocurrió una idea que tuvo la virtud de mudar mi estado de ánimo. Creía haber seguido la pista hasta el final pero no era así, ¡porque todavía faltaba lo más importante! El accidente había tenido lugar en la Burggasse, y esta calle no estaba en el trayecto que debía realizar Eugen Bischoff para llegar a su casa. ¡Qué extraño que no se me hubiera ocurrido antes! ¿Cuál era pues la razón por la que el chófer había dado aquel rodeo? Tenía que saberlo.
Hice que el taxi se detuviera. En medio de la calle y bajo aquel diluvio me dispuse a interrogar de nuevo al chófer.
– ¿Adonde le dijo el señor que le llevara cuando tuvo aquel accidente con el tranvía?
– A la Myrthengaze.
– ¡Fíjese bien en lo que le digo! -comenza ba a impacientarme-. ¿No me ha entendido?
Soy yo quien quiere ir a la Myrthengasse, al número dieciocho, ése es mi domicilio. Pero lo que ahora le pregunto es dónde le dijo el señor del otro día que lo llevara.
– Puez ezo, a la Myrthengaze -dijo el taxista sin inmutarse.
– ¿A mi casa, al número 18?
– No, no, no a la caza de uzté, zino a la farmacia.
– ¿A qué farmacia? ¿A la de San Miguel?
– Zólo zé de una en eza calle, puede zer que ze llame azi.
¿Qué significa todo esto?, me pregunté mientras el taxi proseguía su marcha. Sale de la casa del usurero y se dirige a la farmacia. ¡Qué extraño! Y precisamente a una farmacia que no le cae de camino. Ha de haber una razón para todo ello. Verdaderamente, para mí no había ninguna duda de que la visita de Eugen Bischoff al prestamista estaba relacionada de un modo u otro con el hecho de desviarse de su trayecto para ir a la farmacia de la Myrthengasse. ¡Vaya un tanto que me apuntaría si conseguía descubrir esta conexión! Y además, podía ser que no me resultara nada difícil, puesto que de todos modos ya tenía la intención de comprar algo para poder dormir. Ahora sólo tenía que aprovechar aquella excusa para entablar conversación. Aunque es posible que estén obligados al secreto profesional. Pero no, ¡qué bobada! Los farmacéuticos no tienen este tipo de obligaciones. ¿O sí? En fin, da lo mismo. Llevaré el asunto con delicadeza. Me dirigiré al viejo encargado, que siempre que me ve me saluda con tanta devoción (siempre diciendo: «A sus órdenes, señor barón. Es un honor poder servirle…»), o quizá sea mejor que me dirija directamente al dueño, o…
¡Santo Dios! Todo el día devanándome inútilmente los sesos, y ahora, por una simple casualidad… ¡Pero si no fue ninguna casualidad! ¡Naturalmente! Es por ella que Eugen Bischoff había ido a la farmacia de San Miguel. La conocía desde que era una chiquilla, y con el tiempo ella se había convertido en su confidente. Yo podía verla prácticamente a diario desde las ventanas de mi casa, cuando salía de la farmacia con la carpeta llena de libros, camino de la universidad. Era una muchachita menuda, con el cabello cobrizo. Siempre andaba con prisas, siempre iba acalorada, como cuando no hace mucho la vi en el vestíbulo del teatro. Por eso me resultaba familiar su voz por teléfono, y ahora también comprendía por qué aquella voz me había evocado un extraño olor a éter o trementina. ¡Claro! Era el olor que acostumbran a tener las farmacias.
No cabía en mí de gozo, pues ahora alcanzaba a ver la importancia del descubrimiento que había hecho. No pude dejar de pensar en el ingeniero, que estaría ahora en casa del viejo usurero esperando y desaprovechando el tiempo, mientras que yo, al cabo de unos pocos minutos, estaría ante la muchacha que había pronunciado aquellas extrañas palabras sobre el Juicio Final, cuyo oscuro significado había de estar relacionado de un modo u otro con el secreto del suicidio de Eugen Bischoff. El hecho de estar tan cerca de la resolución de aquel trágico misterio me producía una sensación tal de miedo y de angustia, además de la impaciencia que me embargaba, que no sabría encontrar palabras para explicarme.
Se llamaba Leopoldine Teichmann, y era la hija de una gran actriz muerta prematuramente. Su madre era una mujer de belleza incomparable, y su nombre, en el mundo en el que yo me eduqué, sólo podía ser pronunciado con apasionada admiración. La muchacha, sin embargo, de su madre sólo había heredado aquella hermosa cabellera cobriza y una cierta prisa por vivir, además, suponía yo, de una ardiente ambición y afán de éxito, pues sabía que practicaba el diletantismo en bastantes disciplinas artísticas. Pintaba, por ejemplo. Recordaba un cuadro al óleo suyo que vi colgado en una exposición colectiva; se trataba de una naturaleza muerta que representaba unas amelas de tallo largo y unas dalias; un trabajo, dicho sea de paso, bastante mediocre. En repetidas ocasiones había conseguido despertar una cierta admiración como bailarina en representaciones de carácter benéfico. Y una vez sorprendió a Eugen Bischoff con el ruego de que le diera lecciones particulares de interpretación, aunque creo que el asunto no fue nunca más allá de cuatro charlas iniciales. Al cabo de un tiempo desapareció de los círculos en los que había desempeñado un cierto papel. Ante la necesidad de escoger un oficio más práctico, se había entregado al estudio de la farmacología, y después de haberle perdido la pista durante largo tiempo me llevé la sorpresa de encontrarla trabajando de ayudante en la farmacia que hay al lado de casa.
Cuando llegamos a la Myrthengasse todavía llovía. Me quedé unos segundos ante el escaparate de la farmacia para idear un plan que me permitiera obtener la información que yo deseaba. Mientras, contemplaba a través de los cristales empañados de vaho los frascos de alcohol para fricciones, los tubos dentífricos y las cajitas con polvos para la cara. Finalmente opté por presentarme ante la muchacha como un amigo de Eugen Bischoff y pedirle conversar a solas con ella un momento.
– ¡Es un honor para nosotros, señor barón! -Apenas hube abierto la puerta el encargado vino hacia mí-. Pero dígame, dígame, ¿en qué puedo servirle?
La tienda estaba llena a rebosar. Había un empleado de banca, que sacó la receta de su cartera; dos criadas; un joven extremadamente pálido, con gafas de concha y el cabello rubio, casi blanco, que mientras esperaba leía una revista, un muchachito descalzo que pidió caramelos de llantén, y una mujer ya mayor que iba con el cesto de la compra y que pidió gotas para los ojos, té de malvavisco, un ungüento y «algo para depurar la sangre». El dueño se encontraba en una habitación contigua, sentado en su escritorio. No vi por ningún lado a Poldine Teichmann.