Fui conducido a un pequeño salón decorado con modestia y con los muebles protegidos contra el polvo por medio de sábanas. Frente a la puerta colgaba el retrato de un oficial en uniforme de campaña con la orden de la Corona de Hierro en el pecho. El mayor vino a mi encuentro. Iba en batín y zapatillas, y en su semblante pude leer la sorpresa y la inquietud que le causaba una visita cuyo objeto no alcanzaba a intuir. Sobre la mesa había una lupa, una pipa de espuma marina, un bloc de notas, un paño, una tableta de chocolate y un álbum de sellos abierto.
Le dije que estaba buscando información sobre uno de los inquilinos del inmueble, y que había encontrado especialmente indicado para ello el dirigirme con mi ruego a un camarada, siendo como era también yo un oficial: «Capitán en activo del doceavo Regimiento de Dragones, para servirle». La desconfianza se borró pronto de su rostro. Me preguntó, titubeando todavía un poco, si acaso venía por encargo de alguna empresa, y al responderle que lo que me movía a acudir a él era una cuestión estrictamente personal, abandonó por fin todo tipo de reservas y de desconfianza. Dijo lamentar que no pudiera recibirme con un vasito de aguardiente, un buen Kontuczowka auténtico de Galizia, pero su mujer había salido y se había llevado consigo la llave del armario de las bebidas. Ni tan sólo podía ofrecerme cigarrillos, pues él fumaba en pipa.
Le describí lo mejor que supe la persona que estaba buscando, exactamente como horas antes lo había hecho el ingeniero. El mayor se mostró notablemente asombrado por el hecho de que el inmueble donde él residía cobijara a un personaje de aspecto tan peculiar. Aquélla era la primera vez que oía hablar de aquel monstruo.
– ¡Qué extraño! ¡Qué extraño! -iba murmurando-. Vivo aquí desde que dejé el ejército, y vale decir que toda esta calle es un nido de cotillas. Cuando la señora Dolezal, la del seis, prepara lengua de ternera con salsa de alcaparras para el almuerzo, por la tarde se ha enterado ya hasta el último de los chiquillos. ¿Y dice que nunca sale? Pero algo tendría que haber oído sobre él, hombre: nadie puede esconderse de este modo, y menos aquí. ¿Sabe lo que pienso, capitán? Que alguien le ha querido gastar una broma. Que algún chistoso, algún bromista, algún mal pájaro ha decidido burlarse de usted, y discúlpeme, ¿eh, capitán?, pero eso es lo que pienso.
Se quedó un rato reflexionando.
– Aunque por otro lado… ¿Y dice que es un italiano? Espere, espere un poco. Hasta el año pasado tuvimos aquí a un serbo-croata que hablaba muy mal el alemán. Yo era el único con quien el hombre podía desahogarse en su lengua materna, porque pasé dos años destinado en Priepolje. ¿Sabe? ¡El culo del mundo! Con sólo recordarlo me vienen todos los males. Pues sí, capitán, no sabe usted la de cosas que le podría contar de Novibazar. En fin, es mejor olvidarlo. Y ese hombre en cuestión, el serbo-croata, lo que se dice gordo, pues la verdad es que era más bien todo lo contrario. Dulibic, ése era su nombre. Pero un momento, espere. Hay uno que pasé como dos o tres semanas sin verlo, y entonces le pregunté a la portera que qué había pasado con el señor Kratky, que no se le veía. ¡Otitis! Ahora ya vuelve a salir a la calle, un poco más pálido y débil, eso sí. Pero en primer lugar no es italiano, y después, lo que se dice grueso, pues tampoco.
Seguía haciendo memoria. De pronto pareció tener una idea más prometedora que las anteriores.
– Aunque también podría ser que estemos buscando ál señor Albachary -dijo bajando el tono de su voz y sonriendo con indulgencia-. Conmigo no debe sentirse incómodo, capitán, ¿para qué? ¿O acaso no somos camaradas? También yo fui joven en otros tiempos. El señor Gabriel Albachary vive en el segundo piso, puerta número ocho. No tiene ni idea del tipo de gente que a veces sube a verle. Gente de lo más elegante, sí, verdaderos caballeros. En fin, a veces puede darse el caso de que uno necesite al señor Albachary, no veo nada de malo en ello. Por otro lado, creo que es una persona muy educada, un gran coleccionista de cuadros y antigüedades, objetos relacionados con el teatro y todo lo que quiera; un hombre ya algo mayor, eso sí, siempre elegante, siempre de primera, sólo que, según como, se queda con el diez, el doce o el quince por ciento; hay veces que incluso más.
No tenía ningún interés en que se me pudiera incluir entre la clientela de un usurero, de modo que me decidí a hacerle, en la medida de lo necesario, un par de confidencias al mayor.
– No me encuentro en ningún apuro de dinero, señor -comencé a explicar con cierto énfasis-. El señor Albachary no me interesa. Se trata, para ser breves, de Eugen Bischoff, el actor. Quizá le suene a usted el nombre. En los últimos días ha estado repetidas veces en esta casa, y todo parece apuntar hacia el hecho de que su suicidio pueda estar relacionado con estas visitas. Ayer por la noche se disparó un tiró en su casa.
El mayor saltó de la silla como si le hubieran aplicado una descarga eléctrica.
– ¡Pero qué está diciendo! ¡Bischoff, del Hoftheater!
– Sí, y para mí es de la máxima importancia saber…
– ¡Un suicidio! ¡No puede ser! ¿Ha salido ya en los periódicos?
– Es posible.
– ¡Bischoff, del Hoftheater! ¡Si hubiera comenzado por ahí! Claro que estuvo aquí. Anteayer, o no, espere, el viernes, sobre eso de las doce.
– ¿Lo vio usted?
– Yo no, mi hija. ¡Pero qué me está diciendo! ¡Bischoff! Y dígame, ¿qué es lo que llevan los periódicos? ¿Problemas de dinero? ¿Deudas?
No dije nada.
– Los nervios -prosiguió-. Seguramente los nervios. Hoy en día, esos artistas, tan sobreexcitados, con tanto trabajo… Mi hija también lo encontró distraído, como aturdido, no entendía lo que ella le estaba pidiendo. ¡Ah, sí, los hombres de genio! Mi hija… ya sabe, todos tenemos nuestras pequeñas manías. Yo, por ejemplo, colecciono sellos conmemorativos, y cuando tengo una colección completa voy y la vendo; siempre encuentras algún aficionado que te la compre. Pues la chica, como le decía, mi hija, colecciona autógrafos. Ya tiene un álbum lleno de firmas. De pintores, músicos, políticos, actores, cantantes, todo tipo de celebridades. Pues eso. Y he aquí que el viernes aparece por la puerta colorada de emoción y me dice: «¡A que no sabes a quién acabo de cruzarme en la escalera! ¡Al Bischoff!». Y dicho esto que ya tiene su álbum en la mano y sale corriendo tras él. Y al cabo de una hora -todo este rato se estuvo esperando, imagínese- vuelve radiante de felicidad, pues al final lo volvió a encontrar y obtuvo su autógrafo.
– ¿Y dónde estuvo todo ese tiempo?
– Pues en casa del señor Albachary, ¿dónde si no?
– ¿Lo supone usted o…?
– Pues claro que no, mi hija lo vio salir de allí. El señor Albachary lo acompañó hasta la puerta.
Me levanté y le agradecí al mayor la información que me había dado.
– ¿Ya se va? Si tiene un minuto, quizá le interese ver mi colección. No tengo nada del otro mundo, nada especial por ahí escondido. Lo que se dice ejemplares raros, aquí no encontrará ninguno.
Y con su pipa me señaló la página por la que estaba abierto el álbum.
– Honduras, última emisión.
Unos minutos más tarde llamaba a la puerta del señor Albachary.
Un muchacho en mangas de camisa, pelirrojo y alto como un pino, me abrió y me hizo pasar.
No, el señor no estaba en casa. ¿Qué cuándo volvería? Era difícil de decir. Quizá no vendría hasta entrada la noche.
Me quedé indeciso. No sabía si esperar o no a que llegara. A través de una puerta entreabierta oí el ruido de unos pasos y un carraspeo impaciente.
– Es una visita que también está esperando -me aclaró el muchacho-. Ya hace media hora que está aquí.
Mi mirada se dirigió a la percha, de la que colgaba un raglán y un sombrero de terciopelo verde gris; contra la pared se apoyaba un bastón con el pomo de marfil y lacado todo de negro. ¡Diablos! Yo conocía aquellas prendas. ¡Un conocido aquí, en esta casa! ¡Lo que me faltaba! Mejor irse, me dije, antes de que se le ocurra a quien quiera que sea asomar la cabeza y mirar a ver quién ha llegado.