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Esto era todo lo que se me ocurría por el momento. Lo anoté en una hoja para el día siguiente y dejé la lista sobre mi escritorio, bajo un pisapapeles. Me sentí algo más tranquilo. Todo lo que a aquellas horas se podía hacer para preparar mi viaje ya estaba hecho. Eran las dos y cinco de la madrugada y ya era hora de ir a la cama.

No obstante, todavía me sentía demasiado excitado para poder conciliar el sueño. Durante un rato permanecí con los ojos cerrados, pero no aparecía ni el menor signo de agotamiento. Por mi cerebro cruzaban con una claridad torturadora cientos de imágenes angustiosas, como rayos que herían la imposible noche de mi sueño. Entonces me acordé del somnífero que tenía siempre preparado en la mesita. En la cajita ya sólo quedaban dos pequeñas pildoras de bromo, de modo que me tomé las dos.

¡Debo comprar bromo, o gotas de morfina, o veronal, cualquier narcótico, no importa! ¡No debo olvidarlo, sobre todo! Lo necesitaré durante los próximos días, me dije, y al instante salté de la cama y comencé a buscar la receta del médico al borde literalmente de un ataque de nervios, primero en la cartera, luego en los cajones del escritorio, en los rincones más ocultos del armario y de la cómoda, y finalmente en los bolsillos de mi americana. Pero no apareció por ninguna parte.

No importa, me dije haciendo un esfuerzo para tranquilizarme. No necesito la receta. En la farmacia de San Miguel ya me conocen, y el encargado me saluda siempre que paso por delante. Seguro que un poco de bromo me lo dan sin receta médica. ¡Bromo! No debo olvidarlo, o de lo contrario mañana no podré dormir durante el viaje.

Cogí el papel donde había hecho la lista de las cosas que tenía que hacer al día siguiente, y en el instante mismo en que escribía la palabra «bromo» me acordé, sin que aparentemente hubiera ninguna razón para ello, de la voz del teléfono, de la voz de aquella muchacha que no quería esperar más para el Juicio Final. ¡Qué extraño era todo! Y al instante recordé las palabras del ingeniero: «¡Haga memoria! Por el amor de Dios, ¡haga memoria! ¡Ha de poder acordarse!». Sí, tenía que poder acordarme, ahora tendría tiempo y tranquilidad para pensar en ello. No podía dormirme todavía, tenía que esforzarme en recordar de dónde conocía yo aquella voz. Ahora veía claramente que aquella desconocida era la clave del misterio, que sólo ella podría decirnos por qué Eugen Bischoff se había quitado la vida. Ella lo sabía, y yo tenía que encontrarla, hablar con ella…

Estaba echado sobre la cama y apreté mis puños contra las sienes, sondeando en el fondo de mis recuerdos. Intenté evocar el timbre de su voz en mi memoria, pero no había nada que hacer. La fatiga se fue apoderando de mí. El somnífero había surtido su efecto.

Sentí cómo una sensación de calma profunda llenaba de paz todo mi ser, y los acontecimientos del día se me antojaban entonces como algo irreal y extrañamente absurdo, triviales e insignificantes como un juego de sombras chinas en la pared. Todavía estaba despierto, pero ya podía sentir cómo el dulce abrazo del sueño se iba cerrando más y más. Palabras aisladas y sin sentido cruzaban fugaces por mi mente, como si fueran emisarios que anunciaban los sueños que habían de venir. «Todavía llueve», oí que decía una de las voces, a la que se unieron todas las demás. Entonces tuve un sobresalto, pero comprobé que en la habitación no había nadie más que yo. Oí el zumbido de una mosca. Abajo, en la calle, pasó un hombre que golpeó una, dos, tres veces con su bastón en el suelo. Lo oía con toda claridad, pero al instante me llegó desde la lejanía el ruido que hace un pájaro carpintero al golpear la madera de los árboles. Los bosques de abetos murmuraban, en mi rostro sentí un hálito de viento húmedo. Oí el grito de un pájaro lejano. Quise abrir los ojos, y entonces acabó aquel día.

12

Vinzenz me despertó al traerme el desayuno. La habitación todavía estaba a oscuras, de modo que sólo alcanzaba a ver los contornos de la figura de mi sirviente y una luz suave y mortecina que se reflejaba en el jarro plateado de la leche. Oí que me hablaba, pero la verdad es que no logré entender qué era lo que me decía. Seguía resistiéndome a despertar del todo, por nada del mundo quería abandonar la placidez que el sueño me garantizaba, y una vaga sensación de miedo a levantarme y a comenzar el nuevo día me ataba todavía más bajo el agradable peso de las sábanas.

Hice un acopio de fuerzas y pregunté qué hora era, pero al instante debí de dormirme nuevamente, aunque sólo fuera por unos segundos, porque al abrir otra vez los ojos Vinzenz seguía ante la cama en la misma postura que antes.

– Discúlpeme, señor barón -le oí decir-, pero son ya las nueve pasadas.

– Imposible -le respondí cerrando de nuevo los ojos-. Está demasiado oscuro para estas horas.

Entonces, por toda respuesta, oí el tintineo del juego de café sobre la bandeja y el sonido tenue de unos pies que se arrastraban sobre la alfombra. Luego, las persianas subieron hasta arriba de todo, la luz del día invadió el dormitorio y su dolorosa claridad hirió mis ojos todavía llenos de sueño.

– Si el señor barón desea salir hoy de viaje, ya va siendo hora de que piense en levantarse -me indicó Vinzenz desde la ventana.

– ¿De viaje, dices? ¿Pero adonde quieres que vaya yo de viaje? ¿Para qué? -pregunté todavía medio dormido, e intenté hacer un esfuerzo de concentración. Pero sólo conseguía recordar que por la noche, efectivamente, había hecho mi equipaje. -Todavía hay tiempo -atiné a decir-. Y acuérdate de que tendrás que llevar mis baúles a la estación.

– ¿A la estación del sur?

Pasaron unos momentos antes de que pudiera recordar adonde había decidido ir.

– No, me voy a Chrudim -dije-. Y baja esa persiana, quiero dormir un poco más.

– ¡Pero por todos los santos! ¡Qué es lo que parece el señor barón!

Debo decir que cuando tuvo lugar esta exclamación todavía no había abandonado la esperanza de seguir durmiendo.

– ¿Qué ocurre ahora? -pregunté ya ligeramente molesto, y me incorporé en la cama.

– ¡En la frente, sobre el ojo derecho! ¿Pero dónde se ha hecho esto el señor barón?

Me toqué la frente con la mano.

– Déjame ver -y Vinzenz me acercó un espejo.

Verdaderamente no fue menor mi sorpresa que la suya al ver una notable herida cubierta de sangre coagulada. Yo tampoco sabía dónde me la había hecho.

– Ayer tampoco había luz en la escalera -dije para así al menos no tener que pensar más en ello-. No tiene importancia. Ahora vete y déjame dormir.

– ¿Y qué debo decirle al señor que está ahí fuera esperando? Dice que es algo muy urgente.

– ¡Diablos! ¿Pero de quién me hablas?

– Se lo acabo de decir. Hay un señor esperándole en su despacho, alguien que no había estado nunca antes aquí, alto, rubio. Dice que ha de hablar con usted a toda costa. Y se ha instalado en su despacho como en su propia casa.

– ¿Te ha dado su nombre?

– Discúlpeme, la tarjeta está sobre la azucarera.

La cogí y leí: «Waldemar Solgrub». Tuve que leer todavía un par de veces el nombre antes de que me vinieran a la memoria los acontecimientos de la noche anterior. Una sensación de malestar me sobrecogió. ¿Qué querría de mí el ingeniero a aquellas horas? A buen seguro que su visita no significaba nada bueno. Reflexioné sobre si no valdría la pena excusarme o negarle lisa y llanamente la entrada. Quería estar solo. No ver a nadie, no saber nada.

Esto fue lo primero que pensé, pero luego me contuve.

– Desayunaré más tarde -le dije a mi sirviente-. Y dile a ese señor que sea tan amable de tener unos minutos de paciencia. Enseguida estaré a su disposición.

El ingeniero se encontraba sentado junto a mi escritorio. Parecía cansado, como si no hubiera dormido en toda la noche, o al menos ésta fue mi primera impresión. Ante él, en el cenicero, se podían ver ya unas cinco o seis colillas, y supuse que durante la espera habría estado fumando ininterrumpidamente. Ahora sostenía la cabeza entre sus manos y mantenía sus ojos extremadamente vidriosos perdidos en el vacío. Su labio inferior hacía una mueca casi imperceptible, y al percibirla uno no podía dejar de pensar que aquel hombre estaba luchando contra alguna especie de dolor físico. Cuando se percató de mi presencia, sin embargo, este rasgo desapareció de su rostro. Se levantó y vino hacia mí. En su mirada se leía una tensión expectante.

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