La muchacha se impacientó.
– ¿Quién habla? ¿Quién está ahí? -pregun tó, y no supe qué decir, porque en aquel mismo instante acababa de abrirse la puerta y el inge niero se encontraba ante mí con el abrigo puesto y el sombrero en la mano, mirándome con ojos inquisitivos.
– Esta es la residencia de la familia Bischoff -conseguí decir.
– ¡Ah! Ahí está mi bastón -exclamó el doctor con aire satisfecho. Había entrado detrás del ingeniero y ahora estaba de pie en medio del salón, rascándose una pierna.
– ¿Está el señor profesor? -preguntó la muchacha.
– ¿El profesor? -No tenía ni la menor idea de a quién podía referirse. En un primer mo mento pensé que se había equivocado de núme ro, pero luego recordé que en cierta ocasión Dina se había quejado de que la gente confundía su teléfono con el del consultorio de un oftalmólogo.
– Otra vez -gimió el doctor-. Lo mejor sería que me pasara dos semanas tomando baños sulfurosos. Pero créame, este verano ni eso he podido hacer.
– ¿Con quién desea hablar?
– ¡Con el profesor Eugen Bischoff! ¡Eu-gen Bis-choff!
Entonces me acordé de que el marido de Dina también había dado clases de interpretación en la Academia. ¡Cómo no había pensado antes en ello! Seguramente se trata de una de sus discípulas, me dije. ¿Pero por qué extraña razón su voz me recordaba el olor del éter? No conseguía entenderlo.
– El profesor no se puede poner al aparato – dije.
– ¿Viene usted o se queda? -le dijo el doctor Gorski a Solgrub -. ¿O es que pretende de jarme mucho rato más en medio de esta corriente de aire con mi reúma?
– ¡Cállese! -le susurró el ingeniero-. Se le ha caído la percha de los abrigos encima de la espinilla, eso y sólo eso es lo que usted llama su reúma.
– ¡Vaya una bobada! -exclamó el doctor bas tante indignado-. ¡Pero qué está usted dicien do! ¡Como si yo no supiera distinguir un dolor muscular de otro cualquiera!
– ¿Que no se puede poner? ¿Tampoco para mí? -preguntó la muchacha dejando entrever una gran seguridad en sí misma. Al parecer, con sideraba completamente innecesario dar su nombre-. ¿Seguro que para mí tampoco? Está esperando mi llamada.
Me sentía completamente azorado, y la verborrea del doctor Gorski no hacía más que aumentar mi desconcierto. ¿Qué decir?
– Mucho me temo que el profesor no esté para nadie -respondí, y de pronto me vino a la memoria la imagen de la manta a cuadros y aquel rostro lívido y sin vida que se escondía debajo. Sentí un escalofrío en la espalda, las manos comenzaron a temblarme.
– ¿Para nadie? -volvió a decir la muchacha, entre sorprendida e incrédula-. ¡Pero si quedamos en que le llamaría!
– ¡Mire, fíjese! Creo que ya vuelve a llover -dijo el doctor-. Esto para mí es peor que ve neno. Y ya estoy viendo que a estas horas no habrá manera de encontrar ningún taxi.
– ¡Maldita sea, pero cállese de una vez! -le interrumpió con aspereza el ingeniero.
– ¿Qué quiere decir? ¿Ha ocurrido alguna desgracia? -gritó la desconocida.
– En la espalda y en el costado. ¡Bonito regalo! ¡Todo un señor reúma! -murmuró el doctor Gorski intimidado por la reprimenda del ingeniero, y luego guardó silencio.
– ¿Qué es lo que ha sucedido? ¡Dígamelo! -insistió.
– Nada. No ha pasado nada-. Y como un rayo me pasó por la cabeza la idea de que ya lo sabía, de que tenía motivos para sospechar algo. ¿Pero cómo podía haberse enterado? No, por mi boca no sabría nada. Sólo Félix tenía el poder de decidir cuándo y a quién decirlo -. No se preocupe, no ha sucedido nada -volví a repetir, esforzándome por dar a mi voz un aire que no dejara entrever la verdad, a pesar de que aquellos ojos vidriosos y aquel rostro lívido y desfigurado no dejaban de perseguirme con su recuerdo-. El profesor se ha retirado para trabajar -dije-. Eso es todo.
– ¡Para trabajar! ¡Oh, claro! El nuevo papel, naturalmente. Y yo que había pensado… ¡Vaya ocurrencia más tonta! Por un momento temí…
– Oí que se echaba a reír para sí. Luego prosiguió en el mismo tono de seguridad que antes -: -No hace falta que lo moleste. ¿Puedo pedirle…? ¿Con quién hablo, por cierto?
– Barón von Yosch.
– No tengo el placer -me respondió con voz decisa, y de nuevo volví a tener la sensación de haber oído antes en alguna parte aquella voz, aunque me resultaba imposible saber dónde ni cuándo-. ¿Tendría usted la bondad de decirle al señor profesor…? Verá, es que esta tarde tenía que venir a mi casa y luego se desdijo. Dígale por favor que le espero mañana a las once en mi casa. Dígale que todo está ya preparado y que no quiero aplazarlo por más tiempo en el caso de que mañana tampoco pudiera venir.
– ¿Y de parte de quién debo dar el encargo?
– Dígale -y su voz ahora dejó traslucir contrariedad, como la de una criatura malcriada a la que alguien se ha atrevido a negar un capricho -, dígale que por nada del mundo voy a esperar por más tiempo el Juicio Final, esto bastará.
– ¿El Juicio Final? -pregunté sorprendido y con una ligera sensación de malestar cuya causa no sabía explicarme.
– Sí, el Juicio Final -repitió con firmeza-. ¿Será tan amable de darle este recado? Gracias.
Oí como colgaba y yo también dejé caer el auricular. Una mano se puso sobre mi espalda. Giré la cabeza: era Solgrub, que estaba junto a mí, mirándome a los ojos.
– ¿Qué, qué dice usted? -balbuceó-. ¿Qué es lo que ha dicho?
– ¿Yo? Era una muchacha. Ha dicho que no quería esperar por más tiempo el Juicio Final.
Me soltó con un movimiento brusco y cogió el auricular. Le cayó el sombrero al suelo y yo se lo recogí.
– Demasiado tarde, ha colgado.
Dejó el auricular con un gesto de enfado.
– ¿Pero con quién ha hablado usted?
– No lo sé, no me ha querido decir su nombre. Pero su voz me resultaba conocida. Esto es todo lo que puedo decir.
– ¡Piense un poco, por todos los santos! -dijo exaltándose por momentos -. Tengo que saber con quién ha hablado. Ha de recordar de quién era esa voz, ¿me oye? Ha de lograr recordarlo.
Me encogí de hombros.
– Si quiere podemos llamar a la central de te léfonos. Puede ser que allí me digan quién era la señorita que ha llamado.
– Esto no servirá de nada. Es mejor que piense un poco. Ha preguntado por Eugen Bischoff. ¿Qué quería de él?
Le repetí palabra por palabra todo el contenido de la conversación.
– También usted lo encuentra extraño, ¿no es así? ¡El Juicio Final! ¿Qué habrá querido decir?
– Lo que significa no lo sé -dijo fijando la vista en el suelo. -Yo sólo sé que éstas fueron las últimas palabras que pronunció Eugen Bischoff antes de morir.
Permanecimos en silencio el uno frente al otro. Nada se movía en el salón de música, sólo se oía el tic tac del reloj, ningún ruido, hasta que el doctor Gorski, que se había asomado al jardín, cerró la ventana.
– Gracias a Dios que ya no llueve -dijo acercándose hacia nosotros.
– ¡Y qué me importa a mí el que llueva o no llueva! -gritó Solgrub en un repentino ataque de cólera-. ¿Pero es que no se da cuenta? ¡La vida de una persona está en peligro!
– Creo que se preocupa demasiado por mí -le dije-. No estoy tan desvalido como usted cree, y por otra parte…
Me miró completamente ausente, luego se dio cuenta de que yo seguía sosteniendo su sombrero en la mano y me lo cogió.
– No se trata de su vida, barón -murmuró-. Créame que no se trata de la suya.
Y se marchó. Sin decir nada, como un sonámbulo, salió de la habitación y fue bajando por las escaleras, con su sombrero arrugado en la mano, sin decir nada a nadie, sin prestarnos atención ni a mí ni al doctor.