– ¡Dejadla! -gritó Macro al tiempo que espoleaba su caballo-. ¡Alcancemos el maldito carro antes de que sea demasiado tarde!
Los Druidas les habían tomado una valiosa ventaja a sus perseguidores. La carreta retumbaba furiosamente a apenas unos cien pasos del puente; pronto quedaría a plena vista de la fortificación y de los jinetes Druidas que iban no mucho más adelante. Hundiendo con fiereza los talones en los ijares de su montura, Cato salió a toda prisa tras su centurión con Prasutago a su lado. Iban galopando en paralelo al camino, evitando sus traicioneros surcos, y por delante de ellos veían los atados faldones de cuero de la parte posterior del carro. El druida más joven volvió de nuevo la vista atrás para mirarlos, con una expresión de terror en el rostro.
Al doblar la curva del camino aparecieron las sólidas defensas del poblado fortificado; Cato obligó a su caballo a hacer un último y desesperado esfuerzo y rápidamente se acercó al carro. Las enormes ruedas de madera de roble maciza le lanzaron terrones de barro a la cara. Parpadeó, agarró la empuñadura de su espada y la desenvainó con un áspero ruido de la hoja al ser extraída. Frente a él, Macro adelantó al conductor e hizo virar bruscamente a su caballo para bloquear el paso a los ponis. Con unos relinchos aterrorizados, éstos últimos trataron de detenerse pero los arneses los empujaron hacia delante debido al impulso del carro que iba dando sacudidas tras ellos. Cato sostuvo su espada baja a un lado, lista para atacar. Mientras se arrimaba al pescante hubo un confuso y borroso movimiento y el druida más joven se le echó encima. Ambos cayeron al suelo. El impacto dejó sin respiración a Cato y un destello le cegó cuando su cabeza golpeó contra la tierra. Se le despejó la visión y se encontró con el rostro gruñón del joven druida a pocos centímetros del suyo. Entonces, mientras la saliva le goteaba de su manchada dentadura, el druida dio un grito ahogado, abrió los ojos de par en par con expresión de sorpresa y se desplomó hacia delante.
Cato apartó de sí aquel cuerpo inerte y vio que el guardamano de su espada estaba apretado contra la oscura tela de la capa del druida. No había ni rastro de la hoja, sólo una mancha que se extendía alrededor de la guarda. La hoja había penetrado en el vientre del druida y se había clavado en los órganos vitales bajo las costillas. Con una mueca, Cato se puso en pie y tiró de la empuñadura. Con un escalofriante sonido de succión la hoja salió, no sin dificultad. Rápidamente el optio miró a su alrededor buscando al otro druida.
Ya estaba muerto, desplomado sobre la cubierta de cuero mientras la sangre manaba a borbotones de una herida abierta en su cuello, allí donde Prasutago le había hecho un tajo con su larga espada celta. El guerrero Iceni había desmontado y estaba dando tirones a las ataduras de la parte trasera de la lona. Desde el interior del carro llegó a sus oídos el grito amortiguado de un niño. Se desató el último nudo y Prasutago echó a un lado las portezuelas y metió la cabeza dentro. Unos nuevos chillidos hendieron el aire.
– ¡No pasa nada! -exclamó Boadicea en latín al tiempo que subía corriendo por el camino. Le dirigió unas palabras enojadas a Prasutago en su lengua nativa y lo apartó de un empujón-. No pasa nada. Hemos venido a rescataros. ¡Cato! ¡Acércate! Necesitan ver una cara Romana.
Boadicea volvió a meter la cabeza en la carreta e intentó que su voz sonara calmada.
– Hay dos oficiales Romanos con nosotros. Estáis a salvo. Cato llegó a la parte de atrás del carro y miró en el sombrío interior. Había una mujer sentada, encorvada, que con los brazos rodeaba los hombros de un niño pequeño y una niña apenas mayor, que estaban lloriqueando con unos ojos aterrorizados y abiertos de par en par. Las ropas que llevaban, antes de excelente calidad, se hallaban entonces sucias y rotas. Tenían aspecto de vulgares mendigos callejeros y estaban acurrucados y asustados.
– Mi señora Pomponia -Cato trató de sonar tranquilizador-, soy un optio de la segunda legión. Su marido nos envió a buscaros. Aquí está mi centurión.
Cato se echó a un lado y Macro se acercó a ellos. El centurión le hizo una señal a Prasutago para que vigilara el camino que conducía a la fortaleza.
– ¿Todos sanos y salvos entonces? -Macro miró a la mujer y a los dos niños-. ¡Bien! Será mejor que nos movamos. Antes de que esos cabrones regresen.
– Yo no puedo -dijo Pomponia al tiempo que levantaba el destrozado dobladillo de su capa. Su pie desnudo estaba encadenado por el tobillo a un grillete de hierro que había en el suelo del carro.
– ¿Los niños? Pomponia dijo que no con la cabeza. -Muy bien, niños, salid del carro para que pueda ocuparme de la cadena de vuestra mamá.
Los niños se apretaron aún más contra su madre. -Vamos, haced lo que dice -dijo Pomponia con suavidad-. Estas personas están aquí para ayudarnos y llevarnos de vuelta con vuestro padre.
La niña, vacilante y arrastrando los pies por las mugrientas tablas, se dirigió a la parte trasera del carro y se deslizó por el extremo, en brazos de Boadicea. El niño giró el rostro contra su madre y se asió a los pliegues de su capa con sus pequeños puños muy apretados. Macro frunció el ceño.
– Mira, chico, no hay tiempo para estas tonterías. ¡Sal de ahí ahora mismo!
– Así no vas a conseguir nada -dijo Boadicea entre dientes-. El niño ya está bastante asustado.
Al tiempo que sujetaba a la niña sobre la cadera, alargó la mano hacia el niño. Con un suave empujón por parte de su madre, el chico permitió de mala gana que lo bajaran de la carreta. Se agarró a la pierna de Boadicea y miró a Cato y a Macro con preocupación.
El centurión subió al carro y examinó la cadena que estaba sujeta a un grillete.
– ¡Mierda! Está sujeto con un perno de hierro, no hay cerradura.
Hacía falta una herramienta puntiaguda especial para extraer el sólido perno de hierro que fijaba el grillete. Macro desenfundó la espada y colocó la punta con cuidado en uno de los extremos de la clavija. Pomponia lo observó alarmada y retiró la pierna instintivamente.
– Tendrá que estarse quieta. -Lo intentaré. Tenga cuidado, centurión. Macro asintió con la cabeza y empujó el extremo de la clavija de hierro, aumentando poco a poco la presión. Al ver que no cedía, apretó con más fuerza, procurando que la punta de la espada no se escapara del extremo del perno. Se le tensaron los músculos de los brazos y apretó los dientes mientras hacía un gran esfuerzo por liberar a la mujer. La hoja resbaló y golpeó el suelo del carro con un ruido sordo, pasando muy cerca de la piel del sucio pie de Pomponia.
– Lo siento. Voy a probarlo otra vez.
– Date prisa, por favor.
Un grito de Prasutago hizo que Cato levantara la mirada. El guerrero Iceni bajaba al trote por el camino hacia la carreta al tiempo que hablaba atropelladamente. Boadicea asintió con un movimiento de la cabeza.
– Dice que vienen. Cuatro. Llevan sus caballos al paso hacia aquí.
– ¿A qué distancia están?
– preguntó Cato.
– A unos cuatrocientos metros del puente.
– Pues no disponemos de mucho tiempo. -Intento sacarla de aquí lo más rápido que puedo -gruñó Macro a la vez que volvía a colocar la espada en el perno una vez más-. ¡Ya! Estoy seguro de que se ha movido un poco.
Cato corrió hacia la parte delantera de la carreta. Tiró del cadáver del druida gordo para ponerlo derecho y colocó el látigo entre las piernas del muerto. Luego le hizo un gesto a Prasutago para que se llevara de ahí al druida más joven y lo dejara en el borde de la arboleda. Prasutago se inclinó para recoger el cuerpo y sin ningún esfuerzo se lo echó al hombro. A paso rápido rodeó la parte delantera del carro y arrojó el cuerpo a las sombras de la linde del bosque.
– ¡Escondamos nuestros caballos! ¿Dónde está el de Boadicea?
– Está muerto -dijo Boadicea--. Se rompió la espalda con la caída. Tuve que dejarlo atrás.