– También hablo un poco de griego. Cato enarcó visiblemente las cejas. Aquello era un logro considerable en una cultura tan atrasada, y sintió curiosidad.
– ¿De quién fue la idea de que aprendieras estas lenguas? -De mi padre. Hace años que se dio cuenta de que las cosas estaban cambiando. Ya entonces se habían adentrado en nuestras costas comerciantes venidos de todas partes de vuestro mundo. Desde que tengo memoria, el griego y el latín han formado parte de mi vida. Mi padre sabía que algún día Roma no podría resistir la tentación de apoderarse de esta isla. Cuando llegara ese día, los que estuvieran familiarizados con la lengua de los soldados del águila sacarían mayor provecho del nuevo orden. Mi padre se consideraba demasiado viejo y ocupado para aprender un nuevo idioma, así que me asignaron a mí la tarea y yo hablaba en su nombre en los tratos con los comerciantes.
– ¿Quién te enseñó?
– Un viejo esclavo. Mi padre lo había importado del continente. Había enseñado a los hijos de un procurador en Narbonensis. Cuando éstos llegaron a la edad adulta, el tutor ya no le servía de nada al procurador y éste lo puso en venta. -Boadicea sonrió-., Creo que se sorprendió un poco cuando llegó a nuestra aldea después de pasarse todos esos años en una casa Romana. Bueno, en resumidas cuentas, mi padre fue duro con él y él a su vez lo fue conmigo. Así que aprendí latín y griego y cuando el tutor murió, yo ya había alcanzado la fluidez suficiente para servir los intereses de mi padre. Y ahora los tuyos.
– ¿Mis intereses?
– Bueno, los de Roma. Parece ser que los jefes más viejos y sabios de entre los ancianos Iceni creen que debemos condicionar nuestro futuro al de Roma. De manera que hacemos todo lo posible por convertirnos en fieles aliados y servir a Roma en sus guerras contra aquellas tribus lo bastante estúpidas como para oponer resistencia a las legiones.
A Cato no le pasó desapercibido el tono resentido de sus palabras. Alargó la mano hacia el montoncito de madera y puso otro trozo de la viga astillada del tejado en la pequeña hoguera. La leña seca prendió enseguida con un chisporroteo y un sonido sibilante. Las llamas iluminaron las facciones de Boadicea y las tiñeron de un rojo encendido que la hizo parecer hermosa y aterradora al mismo tiempo, y a Cato se le aceleró el corazón. Antes, cuando ella era la chica de Macro y él aún lloraba la muerte de Lavinia, no la había encontrado atractiva. Pero entonces, mientras miraba a Boadicea con disimulo, sintió un incomprensible deseo por ella. Rápidamente se previno a sí mismo contra tales sentimientos. Si Prasutago sospechaba que se había encaprichado de la que iba a ser su esposa, ¿quién sabe cómo iba a reaccionar? A juzgar por la desagradable escena que había tenido lugar en aquella posada de Camuloduno, Boadicea era una mujer a la que era mejor dejar en paz.
– Me da la impresión de que no apruebas del todo la política de los ancianos de tu tribu.
– He oído cómo acostumbra a tratar Roma a sus aliados. -Boadicea levantó la vista del fuego con los ojos brillantes-. Creo que los ancianos no tienen los pies en el suelo. Una cosa es hacer un trato con una tribu vecina o conceder los derechos comerciales a algún mercader griego. Otra cosa muy distinta es hacer de diplomáticos con Roma.
– Por norma general Roma es muy agradecida con sus aliados -protestó Cato-. Creo que a Claudio le gustaría ver su Imperio como una familia de naciones.
– ¿Ah, sí? -Boadicea sonrió ante la ingenuidad del muchacho-. De modo que vuestro emperador es una especie de figura paterna, y supongo que vosotros, los fornidos legionarios, sois sus hijos mimados. Las provincias son sus hijas, fértiles y productivas, madres de la riqueza del Imperio.
Cato parpadeó ante aquella metáfora absurda y estuvo a punto de reírse.
– ¿No te das cuenta de lo que significa ser un aliado de Roma? -prosiguió Boadicea-. Nos amedrentáis. ¿Cómo crees que le sienta eso a la gente como Prasutago? ¿De verdad piensas que adoptará mansamente cualquier papel que tu emperador le asigne? Preferiría morir antes que entregar sus armas y convertirse en granjero.
– Entonces es que es idiota -replicó Cato-. Nosotros ofrecemos el orden y un modo de vida mejor.
– Según vuestro punto de vista.
– Es el único que conocemos.
Boadicea lo miró con dureza y luego suspiró.
– Cato, tú tienes un buen corazón. Eso ya lo veo. No es que la haya tomado contigo. Me limito a poner en duda los motivos de aquellos que dirigen tus energías. Eres lo bastante inteligente como para hacerlo por ti mismo, ¿no? No tienes por qué ser igual que la mayoría de tus compatriotas, como aquí tu centurión.
– Creí que te gustaba.
– Me… me gustaba. Es un buen hombre. Es honesto con la misma intensidad que Prasutago orgulloso. Además, es atractivo.
– ¿Ah, sí? -Entonces Cato sí que se quedó verdaderamente atónito. Él nunca hubiera definido a Macro como una persona apuesta. Aquel rostro curtido y lleno de cicatrices lo había asustado la primera vez que vio al centurión siendo él un nuevo recluta. Aunque poseía un sincero encanto natural que hacía que los hombres de su centuria le fueran incondicionalmente fieles. Pero, ¿dónde radicaba su atractivo para las mujeres?
Boadicea sonrió ante la asombrada y confundida expresión de Cato.
– Lo digo en serio, Cato. Pero eso no basta. Él es Romano, yo pertenezco a la tribu de los Iceni, la diferencia es demasiado grande. En cualquier caso, Prasutago es un príncipe de mi pueblo y puede que algún día sea rey. Tiene un poco más que ofrecer que el empleo de centurión. Así pues, debo hacer lo que mi familia desea y casarme con Prasutago, y ser leal a mi gente. Y esperar que Roma cumpla su palabra y deje que los reyes de los Iceni sigan gobernando a su propio pueblo. Somos una nación orgullosa y sólo podemos soportar la alianza que nuestros ancianos han negociado con Roma siempre y cuando seamos tratados como iguales. Si llega un día en el que se nos deshonra de alguna manera, entonces, Romanos, sabréis cuán terrible puede ser nuestra ira.
A Cato le inspiró una franca admiración. Sería un desperdicio que se convirtiera en esposa de un militar, de eso no cabía duda. Si alguna vez hubo una mujer nacida para ser reina, ésa era Boadicea, aunque su despreocupado y hasta cínico rechazo de Macro le dolió mucho.
Boadicea bostezó y se frotó los ojos.
– Basta de charla, Cato. Deberíamos descansar un poco. Mientras él alimentaba el fuego, Boadicea se envolvió en su gruesa capa con capucha y le dio unos puñetazos a su morral para utilizarlo como duro apoyo para la cabeza. Cuando se convenció de que sería lo bastante cómodo, le guiñó un ojo a Cato y, volviendo la espalda al fuego, se acurrucó y se dispuso a dormir.
A la mañana siguiente comieron unas galletas y se pusieron con rigidez a lomos de sus caballos. Los ponis ya no eran necesarios y los dejaron sueltos para que se las arreglaran solos. Al sur, a varias millas de distancia, una fina nube de humo se elevaba perezosamente hacia el despejado cielo y debajo se divisaban las oscuras formas de unas chozas en la curva de un arroyo. Allí era donde los Druidas habían pasado la noche, les dijo Prasutago. A lo lejos se veía a un grupo de jinetes que escoltaban un carro cubierto. Cato todavía no tenía claro cómo podían enfrentarse ellos cuatro a un grupo mucho mayor de Druidas y salir victoriosos. Por su parte, Macro se sentía frustrado al no poder hacer otra cosa que seguir a su enemigo y esperar pasivamente a que se presentara una oportunidad para intentar el rescate. Y mientras tanto los Druidas se iban acercando cada vez más a los inexpugnables terraplenes de la Gran Fortaleza.
Durante el transcurso de aquel día primaveral Prasutago los condujo por senderos estrechos sin perder de vista un solo momento a los jinetes y su carreta y acortando la distancia únicamente cuando no existía ningún riesgo de que los vieran. Ello exigía un nivel de atención agotador. A última hora de la tarde aún había cierta distancia entre ellos y el enemigo, pero estaban lo bastante cerca para ver que el carro iba protegido por una veintena de Druidas a caballo con sus características capas negras.