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– No hay chimenea para cocinar -reflexionó Cato.

– No cocinan -dijo Prasutago-. Otros traen comida para los Druidas.

– Se aprovechan de la gente normal y corriente, ¿eh? -Cato sacudió la cabeza-. Es lo mismo en todo el mundo, por lo que a los sacerdotes se refiere.

Macro chasqueó los dedos. -Cuando vosotros dos hayáis terminado con vuestra fascinante conversación teológica, os recuerdo que tenemos unas cuantas chozas que registrar. Buscad cualquier señal de la familia del general.

Registraron minuciosamente todas las chozas pero, aparte de las escasas posesiones de los Druidas, no encontraron nada que indicara que algún Romano había estado allí.

– Vamos a probar en la choza grande -sugirió Cato-. Me imagino que es allí donde vive el jefe de los Druidas.

– De acuerdo -asintió Macro.

– Na!

Los Romanos se volvieron a mirar a Prasutago. Se había quedado a la entrada de la última choza que habían inspeccionado, paralizado, con una mirada de terror absoluto en su rostro. Movió la cabeza de manera suplicante.

– ¡Yo no entrar!

Macro se encogió de hombros. -Haz lo que quieras. Vamos, Cato. La entrada era tan impresionante como la choza en sí. Un enorme armazón de madera, de dos veces la altura de un hombre, estaba coronado por un dintel tallado con grabados de unos rostros horribles e inhumanos, unos rostros feroces que aullaban mostrando unos dientes puntiagudos. En sus fauces yacían los cuerpos medio devorados de hombres y mujeres con la boca abierta de terror. Tan imponentes eran aquellas imágenes que Macro se detuvo en el umbral y levantó la antorcha para verlas mejor.

– ¿Qué demonios es esto?

– Me imagino que es lo que el futuro le depara a la humanidad cuando Cruach resurja y reivindique su dominio, señor.

Macro se volvió hacia Cato con las cejas arqueadas. -¿Eso crees? No pienses que querría tropezarme con este tal Cruach en una calle oscura.

– No, señor. justo en la entrada colgaban toda una serie de pesadas pieles de animales que obstruían totalmente la visión del interior. Macro las echó a un lado y entró en los aposentos del jefe de los Druidas. Levantó la antorcha y soltó un silbido.

– ¡Menudo contraste! Cato asintió mientras su mirada recorría las pieles que cubrían la mayor parte del suelo, las grandes camas tapizadas colocadas a un lado, la formidable mesa de roble y las sillas de talla elaborada. Sobre la mesa estaban los restos de un banquete a medio terminar. Delante de las sillas había unas enormes fuentes de madera llenas de trozos de carne que descansaban aún sobre sus jugos solidificados. junto a las bandejas había pedazos de pan y queso. Las cuernas se apoyaban en unos intrincados soportes de oro decorados al estilo celta.

– Parece que los Druidas superiores saben vivir bien -sonrió Macro-. No me extraña que quieran esconderse de las miradas indiscretas. Pero, ¿qué es lo que hizo que se marcharan con tanta prisa?

– ¡Señor! -Cato señaló al otro extremo de la choza. Una pequeña jaula de madera descansaba sobre el suelo de tierra desnudo. La puerta estaba entreabierta. Se acercaron a ella. Dentro no había nada, aparte de un orinal cuya parte superior, afortunadamente, estaba tapada. Cato miró con más detenimiento y se inclinó sobre la jaula al tiempo que alargaba la mano hacia la cubierta, que no era más que un pedacito de tela.

– Dudo que estén ahí escondidos -dijo Macro. -No, señor. -Cato retiró la tela y la sostuvo en alto para examinarla con más atención a la luz de la antorcha. Era seda, con un dobladillo bordado. Estaba manchada en el centro.

– ¡Vaya aroma que has destapado! -Macro arrugó la nariz-. Ahora vuelve a ponerlo en su sitio.

– Señor, es la prueba que estábamos buscando. ¡Mire! -Cato le tendió la tela a su centurión para que la viera-. Es de seda, diseñada en Roma, y el fabricante ha bordado un pequeño símbolo en la esquina.

Macro se quedó mirando el cuidado diseño: una cabeza de elefante, el motivo familiar de los Plautio.

– ¡Pues ya está! Están aquí. O al menos lo estaban. ¿Pero dónde están ahora?

– Deben de haber ido con los Druidas.

– Tal vez. Será mejor que inspeccionemos el lugar por si encontramos algún otro indicio de la familia del general… o de lo que pueda haber sido de ellos.

Fuera de la choza Prasutago no pudo disimular su alivio al encontrarse de nuevo en compañía de otros seres humanos.

Macro le tendió la seda.

– Estuvieron aquí.

– Sa! Ahora nos vamos, ¿sí?

– No. Seguiremos buscando. ¿Hay algún otro lugar en la isla donde pudieran haberlos llevado?

Prasutago lo miró sin comprender. Macro trató de simplificar lo que quería decir.

– Seguiremos buscando. ¿Otro lugar? ¿Sí? Prasutago pareció entenderlo y se volvió para señalar un sendero que conducía hacia los árboles que había justo enfrente de la silla astada.

– Allí.

– ¿Qué hay allí? Prasutago no respondió y continuó con los ojos clavados en el sendero. Macro vio que estaba temblando. Cogió al guerrero del hombro y lo zarandeó.

– ¿Qué hay allí? Prasutago dejó de mirar el camino y se volvió hacia él, con unos ojos como platos a causa del terror.

– Cruach.

– ¿Cruach? ¿Ese tétrico dios vuestro? Me tomas el pelo.

– ¡Cruach! -insistió Prasutago-. La arboleda sagrada de Cruach. Su lugar en este mundo.

– Eres muy hablador cuando estás cagado de miedo, ¿eh? -Macro sonrió-. Vamos, hombre. Vamos a charlar un poco con este tal Cruach. Vamos a ver de qué pasta está hecho.

– Señor, ¿es eso prudente? -preguntó Cato-. Hemos encontrado lo que vinimos a buscar. Dondequiera que esté la familia del general, ahora no está aquí. Deberíamos irnos antes de que nos descubran.

– No hasta que no hayamos investigado la arboleda -replicó Macro con firmeza-. Ya basta de tonterías. Vamos.

Con Macro al frente, los tres hombres cruzaron el claro a grandes zancadas y empezaron a seguir el camino. Bajo la titilante luz de la antorcha que llevaban delante veían los nudosos troncos de los robles que bordeaban la ruta a ambos lados.

– ¿Está muy lejos la arboleda? -preguntó Macro.

– Cerca -susurró Prasutago, que no se alejaba de la parpadeante antorcha.

A su alrededor los árboles estaban silenciosos; nada se movía entre ellos, ni un búho ni cualquier otra criatura de la noche. Era como si la isla estuviera bajo alguna clase de hechizo, decidió Cato. Entonces se dio cuenta de que volvía a notarse el olor a descomposición. A cada paso que daban por el sendero, el aroma a muerte y el pútrido dulzor se hacían más intensos.

– ¿Qué ha sido eso? -Macro se paró de pronto.

– ¿Qué ha sido el qué, señor? -¡Calla! ¡Escuchad! Los tres se detuvieron y aguzaron el oído para ver si oían algo por encima del chisporroteo y el murmullo anormalmente altos de la antorcha. Entonces Cato lo oyó: un suave gemido que aumentó de volumen y decreció hasta convertirse en un quejido. Luego una voz masculló algo. Unas extrañas palabras que él no pudo entender del todo.

– Desenvainad -ordenó Macro en voz baja, y los tres hombres sacaron las hojas de sus vainas con cuidado.

Macro avanzó y sus compañeros lo siguieron con nerviosismo, forzando los sentidos para intentar descubrir el origen de aquel ruido. Frente a ellos, el sendero empezó a ensancharse y de la oscuridad surgió imponente una estaca con una forma abultada en lo alto. Al acercarse, la luz de la antorcha iluminó las oscuras manchas que se deslizaban por toda su longitud y la cabeza clavada en el extremo.

– ¡Mierda! -exclamó entre dientes el centurión-. Me gustaría que los celtas no hicieran estas cosas.

Se encontraron con más estacas, todas ellas con una cabeza en estado de descomposición más o menos avanzado. Todas estaban colocadas de cara al sendero, de modo que los tres intrusos caminaban bajo la mirada de los muertos. Una vez más Cato tuvo la sensación de que el aire era más frío de lo normal y estaba a punto de expresarlo en voz alta cuando un nuevo quejido rompió el silencio. Provenía del otro extremo de la arboleda, más allá del oscilante foco de luz de la antorcha. En aquella ocasión el gemido creció en intensidad y se convirtió en un desgarrador lamento agónico que atravesó la oscuridad y heló la sangre de los tres mortales.

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