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– Tras la muerte de Cao Hua, mi principal preocupación era tu seguridad -dijo Zai a Hulan-. Te quería ver fuera del país, y esperaba que no regresaras.

Hulan inclinó la cabeza y decidieron dejar el tema, pero más tarde, cuando Zai se disculpó para ir al lavabo, David le siguió hasta allí.

– El padre de Hulan habló de altas instancias que le habían ordenado reabrir el caso. Quienesquiera que sean, debían de saber lo que estaba haciendo. ¿Quién se lo dijo? ¿Fue usted? ¿Fue su oportunidad para vengarse de Liu?

– Era mi más antiguo amigo -dijo Zai, que parecía infinitamente cansado-. En lo que a él concernía, prácticamente durante toda mi vida adopté una política de tolerancia. Ni siquiera por lo ocurrido en el pasado hubiera decidido actuar contra él, de no ser porque creía que Hulan estaba en peligro. Eso no lo podía tolerar.

– Entonces ¿cómo lo sabían? -preguntó David.

Zai se limitó a menear la cabeza.

El 1 de marzo, dieciséis días después de los sucesos en la granja de osos, David se hallaba de vuelta en el aeropuerto de Pekín, en una sala de espera privada, con el brazo en cabestrillo. El viceministro Zai, poco acostumbrado aún a tratar con los medios de comunicación, tuvo cierta dificultad en dar un discurso para la prensa local. Sus palabras fueron traducidas al inglés para unos cuantos extranjeros por un joven del Instituto de Idiomas de Pekín. David observó los rostros de Zai, Guang Mingyun y otros del Ministerio de Seguridad Pública que habían acudido al aeropuerto para aquella despedida oficial. Con el rabillo del ojo vio pasar a Beth Madsen junto al cristal que separaba aquella sala del resto de la terminal. Beth abandonaba, o bien, llegaba a Pekín en uno de sus viajes de negocios regulares. Si se marchaba, seguramente irían en el mismo avión. Junto a David se hallaba Hulan. Se habían despedido de manera íntima en casa de ella, sabiendo que en el aeropuerto su conducta debía circunscribirse a las formalidades de rigor.

El viceministro Zai concluyó sus comentarios. La multitud congregada aplaudió. Luego Zai ofreció a David una placa que representaba el Ayuntamiento del Pueblo con caracteres dorados grabados a cada lado. Los dos hombres se estrecharon las manos. Luego le llegó el turno a Guang Mingyun.

– Le agradezco lo que ha hecho, aunque el resultado haya sido perjudicial para la memoria de mi hijo. -Tendió a David un paquete envuelto en sencillo papel marrón y atado con un cordel-. Esto no es más que un pequeño detalle. Por favor, no me avergüence abriéndolo ahora.

También se estrecharon las manos y Guang Mingyun se perdió entre la multitud.

Zai se aclaró la garganta y dijo unas últimas palabras en chino. Los otros asintieron y se alejaron, de modo que sólo Zai, David y Hulan permanecieron allí.

– Una vez más, le agradecemos su ayuda -dijo el anciano-. China es un buen país, pero a veces cometemos errores.

– Nosotros también -dijo David.

– En estos sucesos -prosiguió Zai-, ni China ni Estados Unidos han quedado completamente limpios ni completamente sucios. Murió gente que no debía morir. Estoy pensando sobre todo en el investigador Sun y el agente especial Gardner. Debemos honrar su memoria recordando nuestro último éxito. Espero que en el futuro podamos seguir colaborando para erradicar la corrupción y otros delitos. Aún tengo mucho que hacer aquí, y me temo que usted también tendrá difíciles tareas que realizar en su país, pero creo que hemos tenido un buen comienzo.

– Gracias.

– Gracias. -Zai miró en derredor-. Mantendré alejados a los otros. -Tras estas palabras, salió de la sala de espera y se quedó en la puerta, dejando solos a David y a Hulan.

– Será por poco tiempo -dijo él.

– Lo sé.

– Pronto vendrás.

– Iré.

– Lo prometes.

– Lo prometo.

– Si no vienes, volveré a por ti.

– Cuento con eso -dijo ella con una sonrisa.

Cuando llegó la hora de subir al avión, a David le costó separarse de ella. Cuando caminaba por la rampa hacia el avión, se volvió para mirarla una última vez. Hulan estaba sola, con los ojos secos. Cerca de ella, una anciana barría el suelo. Unos cuantos jóvenes con uniforme del ejército caminaban con la premura de iniciar sus permisos. Un puñado de hombres de negocios pasó por su lado hablando por teléfonos móviles. David dijo adiós a Hulan con la mano y se dio la vuelta.

Después del despegue, David abrió el paquete que le había dado Guang Mingyun. No sabía qué esperar, pero desde luego no hubiera adivinado nunca que era un disquete de ordenador. Lo sostuvo pensativamente durante un par de minutos, balanceándolo en la mano. Cuando se apagó la luz del letrero del cinturón de seguridad, David se levantó y se dirigió a donde Beth Madsen trabajaba en su ordenador portátil. El asiento de al lado estaba vacío.

– ¿Puedo? -preguntó.

– Claro. -Cuando David se sentó, Beth señaló la escayola con la cabeza-. Me alegro de ver que más o menos está de una pieza. ¿Puedo preguntarle qué ha ocurrido?

Después de que David se lo explicara y le diera las gracias por su ayuda, ella respondió:

– No había pasado tanto miedo en toda mi vida, y eso que yo no hice nada.

– Su ayuda fue muy importante para nosotros. No sé qué hubiéramos hecho…

– Ahora todo ha terminado. Eso es lo principal. -Al ver la expresión de David, añadió-: ¿O no?

– Por eso he venido. Tengo que pedirle otro favor.

Le tendió el disquete de ordenador. Ella cerró el fichero en el que trabajaba e insertó el disquete. No tenía contraseñas ni códigos secretos, sino hojas de cálculo en las que se detallaban envíos, fechas de envíos futuros y plazos de pago de disparadores nucleares fabricados por Red Dragon Munitions Company, una sección de China Land and Economics Corporation, y vendidos a un consorcio de generales del Ejército del Pueblo. Pulsando un símbolo apareció otra hoja de cálculo en que se mostraba cómo el consorcio había dispuesto que los disparadores se revendieran a varios países e individuos.

– Sabe qué es esto? -preguntó David.

Beth Madsen sacó el disquete y se lo devolvió.

– No quiero saberlo, y no creo que usted tampoco quiera. -Luego, fingiendo despreocupación, añadió-: Bueno, veamos si podemos conseguir que una azafata nos sirva champán. Creo que lo necesito.

Cuando David vio a Madeleine Prentice y a Rob Butler en la fiscalía, éstos se hallaban ya al corriente de sus actividades en China. Les dio el disquete y ellos no volvieron a mencionarlo. Pero al cabo de varios días pudo comprobar su efecto en pequeñas noticias en las páginas de los periódicos y en crípticos faxes que le enviaba Hulan. Se habían producido nuevos arrestos a ambas orillas del Pacífico. De los llevados a cabo en China, Hulan creía que tal vez David reconociera el nombre del general Li, que, hasta su caída, había formado parte del Comité Central. Era el abuelo de Li Nan, la princesa roja que habían conocido en su visita al club nocturno Rumours.

David no conocía los nombres de los arrestados en Estados Unidos. La mayoría de ellos no eran ciudadanos americanos, pero había un puñado de chiflados que sí lo eran y que también habían comprado disparadores nucleares a través de intermediarios chinos. Hasta entonces, el nombre de Guang Mingyun no había salido en la prensa. David sospechaba que no saldría jamás.

Todo esto, David lo observó con un interés pasajero, puesto que estaba ocupado en sus propios casos. Madeleine le había dado el visto bueno para procesar a Hu Qichen y Wang Yujen. Armado con la información que le había gritado Spencer Lee en su paseo hacia la muerte y mediante mandamiento judicial, David consiguió los registros financieros de Lee Dawei en varios bancos del sur de California y pudo juntar las piezas de un complejo rompecabezas de blanqueo de dinero. David se presentó entonces ante el Gran Jurado y consiguió una acusación. Inmediatamente después del arresto de la cabeza del dragón, toda la organización empezó a desintegrarse. David se pasaba los días entrevistando a testigos que se presentaban voluntariamente. Había trabajado durante muchos años para llegar a aquel momento, pero no se hacía ilusiones. El Ave Fénix había sufrido un duro golpe, quizá incluso hubiera sido completamente derrotado, pero en el vacío que dejaba, otra banda se haría con el poder.

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