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Una hora más tarde, cuando llegaron a la aldea de Zing xiuwan, abandonaron la carretera principal y cruzaron un puente tendido sobre el alto Min Jiang. La carretera se estrechó y el tráfico de automóviles cesó prácticamente. Aun así, los peatones caminaban a un lado de la carretera o por el mismo centro. A partir de allí, siguieron el río Pitao, afluente del Min Jiang. El motor del coche gruñó cuando la pendiente se hizo más empinada. David deseó volver a las extravagancias de la carretera principal cuando la que seguían se convirtió en gravilla deslizante y se llenó de baches. A la derecha, un profundo barranco cortaba a pico las montañas cubiertas de rododendros cuyas cimas amortajaba la neblina. Incluso allí arriba, se había dado buen uso a cada centímetro de suelo. Había bancales, por supuesto, pero más impresionantes resultaban las franjas de tierra, a veces de apenas unos metros de anchura, en las que habían plantado coles, coles chinas y cebollas.

Empezaba a anochecer cuando Hulan dio un grito.

– ¡Para el coche! -David se detuvo al borde del barranco-. ¡Mira! -dijo ella excitadamente-. ¡Mira allí abajo!

El se inclinó por encima de ella para mirar hacia el fondo del barranco. Vio el río y a unos cuantos hombres trabajando a lo largo de la orilla. Detrás de ellos, un imponente edificio, bajo, compacto y sin ventanas, parecía desolado y totalmente fuera de lugar en aquel paraje casi idílico.

– ¿Sabes qué es? -No le dió ocasión de responder-. Tiene que ser el Campo de Reforma de Pitao, el lugar al que enviaron a mi padre.

– Mirémoslo bien.

– No creo que debamos.

– Nosotros estamos arriba. Ellos están abajo -argumentó David-. No creo que pase nada.

Salieron del coche y se situaron junto al precipicio. Dentro del recinto del campo, donde no crecía ni una brizna de hierba, vieron a varios hombres con tristes uniformes grises que picaban piedra. Otros depositaban las piedras picadas en capazos que se echaban sobre la espalda y acarreaban hasta el río. Otro grupo de hombres formaba una hilera en el agua, que a algunos llegaba hasta los tobillos y a otros hasta la cintura. Aunque la provincia de Sichuan tenía un clima mucho más cálido que Pekín, el agua que bajaba por el río procedía de la nieve derretida. Los hombres de los capazos los dejaban en tierra y empezaban a pasarse piedras de mano en mano.

– ¿Qué están haciendo? -preguntó David.

– Si estuvieran en otro lugar, cerca de tierras cultivadas, por ejemplo, diría que tienen algún tipo de proyecto de irrigación o de desviación de la corriente. Pero, fíjate, la corriente arrastra las piedras. No están construyendo nada. Sencillamente se mantienen ocupados.

– Me resulta difícil imaginar a Guang y a tu padre haciendo ese tipo de trabajo,

– Y también a tío Zai, aunque él estuvo aquí más tarde -añadió Hulan-. ¡Oh, David, qué manera de malgastar la vida!

– Todo esto ha de estar relacionado. Los vínculos de Guang con Sichuan, las granjas de osos, este lugar. Piensa en los años que Guang y Zai han debido de estar conspirando. Y tu padre…

– Si -dijo ella-. Todo debió de empezar aquí.

23

Más tarde, Las Grandes Colinas

Cuando llegaron al mojón descrito por la dependienta de Panda Brand, un par de pilares de piedra que señalaban un camino de tierra a la izquierda, reinaba la oscuridad. El coche avanzó dando sacudidas por la carretera llena de surcos que se adentraba en un cañón. La luz de los faros del coche danzaba de un lado a otro, iluminando densas extensiones de bambú. Giraron por un recodo y la carretera se abrió a un claro. A la luz de los faros vieron un par de edificios bajos rodeados por una cerca y un letrero que rezaba GRANJA DE OSOS DE LAS GRANDES COLINAS. David detuvo el coche y ambos se quedaron sentados escudriñando la oscuridad.

– Ojalá tuviera un arma -dijo Hulan.

– Ojalá, pero yo me conformaría con una linterna.

Al abrir las puertas del coche parecieron quebrar el silencio reinante. Cuando las cerraron, los envolvió de nuevo la negrura de la noche. Esperaron a que sus ojos se adaptaran.

– ¿Preparado? -susurró Hulan.

– Sí.

Avanzaron lentamente. Hulan empujó la puerta del recinto con suavidad. Su crujido les pareció aún más estridente que las puertas del coche al cerrarse.

– Vayamos primero a la parte de atrás -sugirió Hulan en voz baja.

David asintió y la siguió por entre los dos edificios. Cuando llegaron a la parte de atrás oyeron respiraciones profundas y olieron a los osos. Unos cuantos pasos vacilantes más y llegaron a la primera jaula, que se hallaba a varios metros del suelo sobre cuatro postes. Debajo de la jaula, los excrementos y los restos de comida que habían caído a través de la tela metálica formaban una pila que alcanzaba el medio metro de altura. Dentro de la jaula, un oso malayo los miró y gimió. Ese sonido despertó a los animales de las otras jaulas.

A medida que avanzaban vieron varias jaulas con osos malayos. Los animales no tenían espacio para ponerse de pie ni para sentarse. Todos llevaban corsés metálicos alrededor del tronco. Algunos de ellos tenían infecciones gangrenosas que apestaban supuraban bajo los corsés.

– ¿Podemos hacer algo por ellos? -preguntó él.

– ¿Qué? ¿Cómo? -dijo ella con tono impaciente-. Estamos en medio de la nada, David. Vamos, será mejor que veamos qué hay adentro.

El primer edificio estaba cerrado, pero por los ruidos y los pesados suspiros de animales que surgían del interior, dedujeron que debía albergar más osos. Se dirigieron entonces al segundo edificio, que parecía ser un cobertizo de unos cinco metros por cinco con varias aberturas del tamaño de ventanas. David metió la cabeza por una de ellas. Olió el cálido aroma de la paja fresca mezclado con el hedor salvaje de otros osos, a los que oyó respirar pesadamente, pero no fue capaz de ver nada. La puerta se abrió sin dificultad y entraron, pero a la tenue luz de las estrella, el lugar era negro como boca de lobo. En aquel momento, justo delante de ellos, un poco a la izquierda, vieron el pequeño resplandor naranja de la punta de un cigarrillo cuando alguien le dio una chupada.

– Os estaba esperando -dijo una voz en inglés.

– Baba -dijo Hulan.

– Sí, soy yo. -El que hablaba prendió una cerilla para encender una lámpara de queroseno. A su vacilante luz, David vio al viceministro Liu, pero no con su habitual traje occidental sino con ropas de campesino. De su mano colgaba una pistola. David no sabía mucho de armas, pero le pareció que aquélla era de calibre largo. Liu sonrió-. Os ha costado mucho tiempo llegar hasta aquí, pero ahora que ya habéis llegado, ¿estáis sorprendidos?

– No -respondió Hulan-. Creo que empecé a sospechar de ti después de que la bomba…

– ¡Hulan! -La voz de David sonó bronca.

– Intenté decírtelo, pero tú te burlaste de la idea -le explicó ella sin apartar los ojos de su padre-. Luego vi muchas cosas más. Lo que ocurrió con la petición de aplazamiento de Spencer Lee, el hecho de que los documentos de la ejecución se hallaran tan fácilmente en el despacho del jefe de sección Zai, o que en el Ministerio nos dijeras que estuviste en Tiajin, y luego ver el campo de Pitao.

– Pero no seguiste tu instinto -dijo su padre con leve tono de amonestación.

– Oh, ba…

El tono lastimero de Hulan borró la sonrisa de su padre, que hizo una mueca de rabia. En ese momento David comprendió la terrible realidad de su situación. Estaban solos con aquel hombre a muchos kilómetros de cualquier parte. Padre e hija empezaron a hablar, pero David cerró sus oídos para concentrarse en hallar un modo de huir. El cobertizo sólo tenía una puerta. Tal vez pudiera apartar a Hulan del peligro empujándola por la puerta o detrás de una de las ocho jaulas de osos que había junto a una pared, pero ¿por cuánto tiempo estaría protegida, un minuto, cinco?

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