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Lisa See

La Telaraña China

La Telaraña China - pic_1.jpg

The Flower Net

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10 de enero, parque Bei Hai

Wing Yun* (Téngase en cuenta a lo largo de la obra que la primera palabra de los nombres chinos corresponde al apellido y no al nombre de pila. N. de la T) aferraba con fuerza la mano enguantada de su nieta, a la que guiaba deslizándose despacio y rítmicamente por la extensión helada del lago Bei Hai, junto a los muros bruñidos de la Ciudad Prohibida. En la otra orilla veía a los patinadores velocistas de las Juventudes de la Ciudad de Pekín, que se entrenaban duramente. Detrás del equipo, envuelto en una neblina de humo de carbón y densos nubarrones, vio el Pabellón de los Cinco Dragones y la Mansión de los Reyes Celestiales. Cerca, a lo largo de los caminos que rodeaban el lago, unos ancianos barrían con escobas de bambú la nieve polvo de la noche anterior. Basándose en la solidez del hielo que notaba bajo las cuchillas de sus viejos patines y por las nubes de vapor que formaba con su aliento al respirar, Wing Yun supuso que debían hallarse a

– 15°C, y el termómetro no subiría más aquel día.

El prefería quedarse en la parte del lago que se extendía junto a la entrada principal del parque, donde la antigua Ciudad Circular se curvaba en torno a lo que antes fuera la fortaleza que protegía la morada de Kublai Kan. Muy cerca de la orilla se accedía a la isla de Jade por un pequeño puente. En verano solía pasear por sus senderos cubiertos, deteniéndose en los pabellones que salpicaban el camino.

Wing Yun conducía a su nieta por la zona cercana a los alta-voces. La anticuada música de baile se dejaba oír por toda la superficie helada. Aquí y allá, algunas parejas bailaban el tango y el vals. Otras parejas jóvenes reían, algunas llegaban incluso a coger-se de las manos. Ah, cómo cambian las cosas, pensó. Cuando yo era joven nadie, absolutamente nadie se cogía de la mano en público. Incluso ahora se preguntaba lo que dirían los padres de esas parejas si vieran a sus hijos comportarse con semejante descaro delante de… bueno, de tantos ciudadanos. Cerca de ellos, familias enteras (mamá, abuelos, tías, tíos y muchos niños) reían y bromeaban, formando escenas pintorescas con sus azules chaquetas acolchadas al viejo estilo, y los abrigos, guantes y bufandas de colores brillantes y estilo occidental. Algunos de los niños más pequeños, que aún no habían aprendido a mantener el equilibrio, se sujetaban a sillas de madera equipadas con patines. Sentados en esas sillas, los abuelos sonreían radiantes mientras sus nietos los empujaban.

Wing Yun conocía a muchos de los patinadores, pero aquel día, como de costumbre, había también unos cuantos desconocidos que probaban la experiencia del hielo por primera vez. Dos soldados de uniforme habían estado a punto de derribarle a él y a su nieta, pero no les recriminó su conducta como podía haber hecho, porque vio que se trataba de sencillos muchachos del campo, quizá campesinos del sur de China. Seguramente no habían visto la nieve ni el hielo en toda su vida.

El anciano y Mei Mei habían pasado muchos días juntos allí durante aquel invierno. La niña era una buena compañía. No le molestaba el silencio y a menudo parecía tan ensimismada en sus propios pensamientos como él en los suyos. En aquel instante, notaba que movía los dedos dentro del guante. Mei Mei quería patinar sola, pero él se mostraba reacio a soltarla.

– Cántame, Mei Mei -pidió Cántame esa canción sobre el hielo.

La niña alzó la vista hacia él y Wing Yun tuvo que bajarle la bufanda para poder verle las mejillas sonrosadas por el frío. Mei Mei le sonrió y luego empezó a cantar Nueve nueves, que enumeraba las nueve fases del invierno y advertía al oyente sobre los peligros de la estación. Wing Yun la recordaba de su infancia; era una canción familiar para cuantos se habían criado en la llanura del norte de China.

– Uno nueve, dos nueve: no enseñes las manos -empezó la niña con voz tan vivificante como el aire de la tarde-. Tres nueve, cuatro nueve: sobre el hielo patinarás. Cinco nueve, seis nueve: vemos los sauces del río. Siete nueve: ¡el hielo se agrieta! Ocho nueve: todo se lo traga.

Wing Yun se unió a ella en el último verso: Nueve nueve y uno nueve otra vez: los bueyes en el campo piden repetir. -Las últimas palabras de la canción se desvanecieron en el silencio helado.

– ¿En qué nueve estamos, Mei Mei? -preguntó luego Wing Yun. -En el tres nueve, porque el hielo es bueno y podemos patinar. -Eso es. ¿Y qué ocurrirá en el siete nueve?

– ¡Abuelo! -exclamó ella, indignada-. Te prometo no patinar entonces. Siempre te lo digo.

– Sólo quiero que tengas mucho cuidado -dijo él. Bien, ¿crees que estás preparada para patinar tú sola?

Una tímida sonrisa asomó a los labios de la niña, que aspiró hondo con expectación, observada por su abuelo. Wing Yun se detuvo y soltó la manita enguantada. Mei Mei se alejó sola, temblando sus esbeltos tobillos, pero ganando confianza con cada paso.

– No te acerques demasiado al centro -le gritó su abuelo, aunque sabía que en el tres nueve de enero el hielo era completamente seguro.

Aun así, la nieta aminoró la marcha y se desvió hacia una zona desierta del lago cerca de la orilla. Wing Yun la siguió, observando que allí el hielo tenía muy pocos surcos. Es curioso, pensó, cómo a la gente le gusta mantenerse junta: el equipo de patinadores en el otro extremo, las familias agrupadas cerca de la puerta principal y nadie en medio.

Cuando Mei Mei se acercaba a la orilla perdió el equilibrio. Agitó los brazos intentando mantenerse en pie, pero cayó de bruces con un fuerte golpe. Wing Yun vaciló. ¿Lloraría?

La niña se sentó con la vista clavada en el hielo y soltó un agudo gemido que traspasó la romántica música de vals, los murmullos de los jóvenes enamorados y las bromas joviales de los grupos familiares. Wing Yun patinó rápidamente hacia su nieta. Cuando llegó a su lado, también él quiso gritar. Delante de su nieta había un hombre enterrado en el hielo que los miraba con los ojos abiertos pero sin verlos. Era un fantasma blanco, un demonio extranjero, un hombre blanco.

Dos horas más tarde llegaba Liu Hulan. El ambiente había cambiado drásticamente desde el hallazgo del cadáver. Los patinadores se hallaban retenidos como testigos en uno de los pabellones de la orilla. La policía local había acordonado el perímetro de la escena del crimen, dentro del cual Hulan vio a otros hombres vestidos de paisano, algunos buscando pruebas, otros hablando con un ciudadano y una niña pequeña. En el centro del círculo había un hombre agachado sobre una forma oscura junto a un pequeño montículo de lo que parecía hielo picado. Liu Hulan suspiró, se tapó las orejas con la bufanda y el cuello de su abrigo azul lavanda, y echó a andar por el hielo.

Liu Hulan no parecía consciente del revuelo que causó su aparición entre los hombres. Si no les hubiera faltado el coraje para decir por qué les llamaba la atención, tal vez hubieran señalado que era demasiado hermosa para aquel trabajo, que se vestía de un modo diferente a las demás mujeres a las que conocían, que era vanidosa, que siempre guardaba las distancias. Unas cuantas respuestas más y los hombres habrían pasado del peligroso terreno del sexo a los seguros dominios de la crítica política que tan bien conocían.

Hubiera sido fácil atacarla por su aspecto externo, pero el caso era que no parecía especialmente interesada en las modas occidentales que podían encontrarse en la ciudad en los últimos tiempos. Hulan prefería las ropas prerrevolucionarias: las faldas largas y ajustadas a su esbelta figura y las blusas de seda bordadas de color crema y cortadas al antiguo estilo chino, cruzadas sobre el pecho. En invierno añadía a su atavío suéteres de cachemira que tejían en las aldeas de la frontera mongola y se teñían en suaves tonos coral, verde mar y blanco nieve. Estos colores realzaban su cutis de un modo que recordaba las descripciones tradicionales de las mujeres chinas: su piel era tan fina como la porcelana, tan delicada como un pétalo de rosa y tan suave como un melocotón de la buena suerte.

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