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– Pueden marcharse.

– Rogamos al viceministro que considere toda esta información -dijo Zai, y por primera vez David oyó su tono de súplica.

– Digo que ella puede marcharse. A América -explicó Liu-. Confío en usted, jefe de sección Zai, para que realice los trámites necesarios rápidamente. Cuanto antes se cierre este caso, mejor para nuestros dos países.

Cuando los tres abandonaron despacho, Zai susurró a

Hulan:

– Tu padre sabe lo que juegas.

Hulan echó una ojeada a David, que la miraba con asombro. No había habido nada en la conversación, fuera en palabras o en emociones, que dejara traslucir una relación íntima, y mucho menos de padre e hija.

– ¿Qué diablos significa esto? -preguntó David, agarrando a Hulan por el hombro para obligarla a encararse con él. Zai siguió andando sin mirarlos-. ¿Por qué no me lo habías dicho?

– No significa nada. El no significa nada. No tiene nada que ver con esto -insistió ella.

David meneó la cabeza con un fuerte sentimiento de frustración. Había creído que empezaba a comprender las intricadas relaciones familiares y sociales implicadas en aquel caso. Ahora comprendía, una vez más, que no comprendía nada. Cogió a Hulan del brazo v se apresuró a alcanzar a Zai.

Aquella noche, cuando Liu Hulan volvió al hutong, se dirigió a la vivienda de la directora del Comité del Barrio, Zhang Junying. Hulan comunicó a su vieja amiga y observadora que estaría fuera unos días, pero a Zhang Junying ya se lo habían hecho saber. Se ofreció para ir al complejo Liu y llevarse los alimentos perecederos.

– Desperdiciar comida es burlarse de la sangre y el sudor de los campesinos -dijo la vieja más tarde, cacareando como una gallina, cuando Hulan le entregó una bolsa de fruta y verduras. Cuando Hulan la acompañó hasta la verja del complejo Liu, la vieja la cogió del brazo y se lo apretó con fuerza. Los ojos de la señora Zhang se llenaron de lágrimas-. Siempre hemos tenido una relación estrecha con su familia. En el pasado ocurrieron cosas, no lo niego, pero siempre he respetado a la familia Liu.

– No se preocupe -dijo Hulan-. Volveré.

– ¿A tiempo para el Festival de Primavera? -preguntó la anciana con voz quejumbrosa.

– Lo prometo.

Hulan la contempló, embutida en un traje Mao acolchado de color guisante, alejarse cojeando por el callejón hasta desaparecer de la vista. Luego volvió a entrar en la casa. Sólo faltaban unos días para los primeros rituales del Festival de Primavera, la celebración del año nuevo lunar. Hulan dedicó unos minutos a preparar un altar para honrar a sus antepasados. Colocó unas cuantas naranjas en una bandeja, clavó unas varillas de incienso en un platillo de bronce lleno de arena, y luego dispuso unas cuantas fotos en marcadas y miniaturas de parientes fallecidos largo tiempo atrás, Hecho esto, preparó té y empezó a hacer las maletas. Por primera vez en muchos años, se permitió sentir un hondo pesar, incluso tristeza. Deseó que hubiera un modo de retroceder en el tiempo para reparar el daño causado, para dar un giro distinto a los acontecimientos.

Un golpe a la puerta interrumpió sus pensamientos. Hulan lo esperaba y abrió sin más. Él entró como solía, sin aguardar invitación, y se sentó en uno de los taburetes que rodeaban la mesa de la cocina. Tocó la tetera con la mano. Estaba caliente. Supo por el olor que Hulan había seleccionado su té preferido. Hulan sacó dos tazas de cerámica v se sentó frente a él, mientras éste servía. Allí, bajo la luz brillante que tenían sobre sus cabezas, Hulan vio la frialdad de sus ojos. Su voz, tan familiar, era dura e inclemente.

– Te vas mañana -dijo Zai-. Por supuesto ya has estado antes en América. Volviste cuando te lo pidieron. Esta vez, no te pediremos que vuelvas. Esperamos que vuelvas. ¿Comprendes?

– Sí.

– Es mi deber advertirte. Nuestro país ha recorrido un largo camino desde que te fuiste por primera vez. Ahora tenemos ojos y oídos en muchos sitios, no sólo en China. Si dices o haces algo que avergüence a nuestro país, nos enteraremos. Nos enteraremos si intentas ponerte en contacto con disidentes, periodistas u otros grupos que no respeten nuestro país como deben. Nos enteraremos si intentas desertar. Y desde luego nos enteraremos si intentas traicionar secretos de Estado.

– Yo no haría nada que perjudicara a China -afirmó ella.

– Liu Hulan, muchas personas te quieren. Tu madre, tu padre, ese David Stark… -Alzó una mano-. No intentes negarlo. Esa es tu debilidad. Tú lo sabes. Yo lo sé.

– Nunca he podido discutir contigo -admitió ella.

Zai no hizo caso de su comentario.

– Has sido muy afortunada. Has gozado de numerosas oportunidades. Siempre has tenido relaciones importantes. Has tenido amigos que se han preocupado por tu seguridad. Pero esta situación es diferente. Un movimiento en falso y podrías perder tu permiso de residencia. Podrían poner una nota en tu expediente personal. Podrían enviarte al campo. Podrías decirle adiós al mundo y pasar el resto de tus días como campesina. Podrías morir convertida en una vieja encorvada a los cincuenta años, sin marido, sin hijos, sin familia. -Bebió un último sorbo de té y se levantó. Apoyó una mano en el hombro de Hulan-. Espero que recuerdes esta conversación durante el viaje. Adiós, Hulan.

11

2 de febrero, Los Angeles

Cuatro días después de su viaje a China, David se hallaba de vuelta en el aeropuerto internacional de Pekín. Cuatro días los sentidos de David no se habían adaptado aún a aquella extraña terminal. La luz seguía siendo increíblemente tenue. Las salas, pintadas de un tono verde apagado, eran frías, como de costumbre, y el aire estaba impregnado del olor a pañales y fideos. En el área de salida de viajeros, unos pequeños quioscos ofrecían revistas, golosinas, cigarrillos y recuerdos de última hora: osos panda de peluche, palillos de jade baratos, pañuelos de seda. Allá donde posara la vista, como en todo Pekín, veía soldados, algunos de permiso y otros de vigilancia.

No le extrañó que no le permitieran dar una vuelta por el aeropuerto. Tuvo que aguardar con sus acompañantes en una de las salas de espera. El grupo estaba encabezado por el jefe de sección Zai, que habló sobre el deber de sus camaradas que viajaban a Estados Unidos.

– Hoy nos sentirnos orgullosos de usted, investigador Sun, por acompañar a la inspectora Liu Hulan a tierras lejanas. Confiamos en que allí hallarán el triunfo. Sus familias esperan su regreso victorioso.

Después esperaron durante dos horas a que se despejara la niebla; Zai y Sun fumaban cigarrillos Red Pagoda sin parar.

En el avión, David y Hulan se sentaron juntos. Peter se sentó en el otro lado del pasillo. Estaba exultante, sonriente, y parloteaba alegremente con su compañero de asiento.

Los agentes del MSP jamás viajaban solos al extranjero, explicó Hulan. Solían hacerlo en grupos de tres o cuatro. Pero dado que ella ya había regresado de Estados Unidos en una ocasión, el MSP sólo le había asignado a Peter para vigilarla. De modo que, una vez más, parecía que David y Hulan no iban a disfrutar de intimidad.

Durante las cinco horas de vuelo hasta Tokio, ambos hablaron en susurros sobre temas intrascendentes, conscientes siempre de que Peter se hallaba al otro lado del pasillo. En Tokio, Peter quiso ir a la tienda duty-free y los dejó vigilando las bolsas de mano y los abrigos. Tan pronto como desapareció entre la multitud, David cogió a Hulan de la mano. Se sentaron con la vista fija en la puerta de la tienda duty-free.

Durante la segunda parte del viaje, David compró una cerveza a Peter. El joven investigador picoteó la comida que le sirvieron y luego se recostó en el asiento para ver la primera película. Cuando Sun empezó a dormitar, la cabeza de Hulan ya había caído sobre el hombro de David, que pudo oler sus cabellos. Notaba también el calor de su brazo y su muslo a través de la ropa hasta llegar a la piel. Notaba el movimiento de su cuerpo al respirar. Era una sensación exquisita, prohibida y absolutamente maravillosa. También él cerró los ojos y se durmió. De este modo cruzaron el oceáno Pacífico y el meridiano de cambio horario.

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