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– Buenos días, señor embajador, señora Watson. Soy la inspectora Liu Hulan -dijo en inglés, prácticamente sin acento, y estrechó la mano de ambos.

– ¿Es nuestro hijo? ¿Es Billy? -preguntó la mujer.

– Aún no lo hemos identificado, pero creo que sí.

– Quiero verlo -dijo Bill Watson.

– Por supuesto -aceptó Liu Hulan-, pero primero tengo que hacerles un par de preguntas.

– Hemos estado en la comisaría -dijo el embajador-. Les hemos dicho todo cuanto sabemos. Hace diez días que nuestro hijo desapareció y ustedes no han movido un dedo.

Liu Hulan no hizo caso de esas palabras y miró a Elizabeth Watson a los ojos.

– Señora Watson, ¿quiere que le traiga alguna cosa? ¿No preferiría esperar dentro?

La mujer se echó a llorar y el marido fue hasta el borde del lago a grandes zancadas. Hulan sostuvo las manos de Elizabeth Watson durante unos minutos mientras ella hacía un esfuerzo por volver a aparentar indiferencia.

– Estoy segura de que cumple usted con su deber -dijo la señora Watson, como buena mujer de un político Estoy bien, querida. Estoy bien.

Liu Hulan se acercó a Watson. Permanecieron uno junto a otro sin hablar, mirando hacia el lugar del lago helado donde se había hallado el cadáver. Hulan rompió el silencio sin volverse hacia el embajador.

– Antes de que identifique el cadáver, es necesario que le haga unas preguntas.

– No sé qué más podría contarle, pero adelante.

– ¿Su hijo bebía?

– Inspectora -dijo el embajador, permitiéndose una breve risita-, Billy tenía poco más de veinte años. ¿Qué le parece a usted? Pues claro que bebía.

– Perdone, señor, pero creo que usted ya sabe a lo que me refiero. ¿Tenía problemas con la bebida?

– No.

– ¿Sabe si tomaba drogas?

– En absoluto.

– ¿Está seguro?

– Se lo diré de otra manera, inspectora. El presidente de mi país no me habría designado para el cargo que ocupo de haber existido problemas de droga en mi familia.

Bien, pensó Hulan. Enfádese. Enfádese y cuénteme la verdad.

– ¿Estaba deprimido?

– ¿Qué insinúa?

– Quiero saber si Billy era feliz aquí. A menudo los extranjeros se sienten solos o deprimidos, sobre todo las esposas y los hijos.

– Mi mujer y mi hijo adoran China -contestó él elevando la voz-. Ahora quisiera comprobar si la persona que está ahí es Billy.

– Yo le acompañaré, pero primero quisiera explicarle lo que ocurrirá. Puede que nuestras costumbres sean diferentes de las suyas en Estados Unidos.

– No estoy acostumbrado a que mi hijo muera, ni en China ni en Estados unidos, inspectora.

– Bill -suplicó su mujer con voz débil, acercándose a ellos.

– Lo siento. Siga.

– Llevaremos el cadáver al Ministerio de Seguridad Pública.

– Ni hablar. Mi esposa y yo ya hemos sufrido bastante. Queremos llevarnos a nuestro hijo para enterrarlo en nuestra patria. Lo antes posible.

– Comprendo sus deseos, pero hay ciertos hechos inexplicables en la muerte de su hijo.

– No hay nada inexplicable. Es evidente que ha sufrido un accidente.

– ¿Cómo lo sabe, senor…? -Hulan vaciló-. ¿Cómo puede estar tan seguro de que ese cadáver es su hijo?

– Le digo que si es mi hijo, me lo llevaré a Montana para darle sepultura allí.

– Tengo que pedirle disculpas de nuevo, pero eso no será posible por el momento. Verá, señor, quiero saber por qué un hombre joven, sea o no sea su hijo, andaba por ahí en pleno invierno sin la ropa adecuada. Quiero saber por qué no nadó hasta la orilla si se cayó al agua. Es necesario hacer una autopsia para determinar la causa de su muerte.

– Veamos primero si estamos hablando de mi hijo -dijo Watson, y echó a andar sobre el hielo.

Cuando Liu Hulan y el embajador llegaron al círculo, el cordón humano se separó para que pudieran pasar. Fong se puso en pie y se apartó del cadáver. El embajador se detuvo, miró hacia abajo y asintió.

– Es Billy -dijo, respirando pesadamente-. Lo quiero completamente vestido y que no lo toque ni usted ni nadie de su departamento.

– Embajador…

Watson alzo una mano para imponerle silencio y prosiguió.

– No quiero oír sus tonterías burocráticas. Ha sido un accidente. Tanto usted como sus superiores deberán considerarlo como tal.

– No puedo hacer eso.

– ¡Pues lo hará!

– Embajador, sé que esto es doloroso para usted, pero fíjese en su hijo. Hay algo raro.

Bill Watson volvió a fijar la vista en la figura congelada de su hijo, vio los ojos abiertos, la boca llena de hielo y las ventanas de la nariz teñidas de sangre. Luego alzó los ojos y contempló el lago, los edificios antiguos y los sauces pelados. Liu Hulan tuvo la impresión de que en ese instante el embajador memorizaba el último paisaje contemplado por su hijo. Watson se dirigió entonces al resto del grupo.

– Ha sido un accidente -dijo con el tono monocorde de un político bien entrenado.

– ¿Cómo lo sabe, señor? ¿Cómo puede estar tan seguro?

El embajador dio media vuelta sin contestar y caminó hacia su pálida esposa.

– No voy a dejarlo así, señor -dijo Liu Hulan a su espalda, y sus palabras retumbaron con aspereza en el silencio helado-. Voy a descubrir qué le ha pasado a su hijo y luego podrá llevárselo a casa.

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20 de enero, Los Angeles

Vestido con el convencional traje de rayas, el ayudante del fiscal del distrito, David Stark, pasó por el detector de metales y tuvo que mostrar su identificación, pese a que todos los guardias del vestíbulo lo conocían de vista. Luego cogió el ascensor para subir al duodécimo piso, donde saludó con un cordial «Buenos días, Lorraine» a la mujer atrincherada tras el cristal antibalas de recepción. Ella lo miró sin decir nada y apretó el timbre para abrirle. Algún día conseguiré que reaccione, pensó David

El despacho de David, pintado recientemente de un tono gris perla y decorado al típico estilo gubernamental, estaba orientado hacia el oeste y se consideraba que tenía una magnífica vista. Por lo general eso significaba que no se veían más que kilómetros y kilómetros de niebla, pero aquella mañana el cielo estaba despejado y de un resplandeciente azul gracias a las tormentas que habían azotado Los Angeles durante las dos últimas semanas. Sentado tras su mesa, podía ver el océano más allá de los edificios Y carreteras. A su derecha relucían las prístinas cimas nevadas de los montes San Gabriel tras la tormenta de la noche anterior.

David no tenía ninguno de los títulos y diplomas enmarcados que otros abogados colgaban de sus paredes, pero su carrera y su vida personal se hallaban representadas en unas cuantas fotografías que tenía sobre la mesa: la del día en que se licenció en la facultad de derecho, acompañado por sus padres, o la de David en la escalinata del Tribunal de Justicia Federal dando una conferencia de prensa, y aún otra, de su último año como socio en Phillips, MacKenzie y Stout, tomada durante la fiesta anual del bufete, donde aparecía en esmoquin junto a su mujer (su ex mujer), que llevaba un provocativo vestido de cóctel púrpura oscuro.

David se dispuso a trabajar de inmediato. En aquel momento se hallaba a la espera de su siguiente caso y aprovechaba el tiempo para ponerse al corriente de su correspondencia y las llamadas pendientes. Acababa de conseguir que condenaran a un grupo de hombres a los que habían arrestado cuando intentaban introducir en el país un cargamento de heroína procedente de China. El FBI había confiscado 1.200 kilos de droga que no llegaría jamás a las calles. Este caso había acaparado la atención de la prensa, lo cual, desde luego, no perjudicaría su carrera si decidía dejar el cargo y volver a la práctica privada. La publicidad obtenida por su oficina había sido importante, y esto a su vez significaría que les llegarían más casos de relieve. Todo ello era bueno, excelente incluso, pero la sentencia condenatoria había supuesto también una decepción.

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