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Mientras escuchaba a David, Hulan pensó una vez más que su obstinada persistencia y empuje eran lo que más amaba en él.

– Tienes razón -dijo, cogiéndole la mano-. Tenemos que acabar con esto antes de que…

– ¿Antes de que acabe con nosotros? -Intentó sonar ligero, pero al ver a Hulan asentir solemnemente sintió que el miedo le hacía un nudo en el estomago. Aspiró profundamente y exhaló el aire despacio-. De acuerdo. Sabemos que pueden seguirnos la pista allá donde vayamos. ¿Qué me dijiste aquel día en el parque Bei Hai? ¿Que había una cámara de video en cada semáforo? Pero oye, Hulan, hay gente que escapa de Pekín. Muchos de los estudiantes de Tiananmen escaparon. Los vi cuando los entrevistaron en la televisión. ¿Como lo hicieron?

– Tenían amigos que los ocultaron. Tenían conexiones en Hong Kong. -Hulan comprendiía lo que David daba a entender, pero ellos tenían un problema que los estudiantes no tenían. Los disidentes que habían desaparecido de China para reaparecer en Hong Kong o en Occidente eran chinos. David era un fan gway, un demonio extranjero.

– Necesito un teléfono -anunció el.

Hulan hizo que el taxista los dejara delante de una cafetería. Hulan marco el numero, pidió por la habitación de Beth Madsen en chino y tendió el teléfono a David, que no dio su nombre al hablar.

– ¿Se acuerda de mi? Nos sentamos juntos en el avión de Los Angeles. -Hubo una pausa mientras Beth hablaba, luego David dijo-: No, tengo una idea mejor. ¿Puede encontrarse conmigo dentro de dos horas? No, en el bar no. ¿Conoce el canal que hay frente al hotel? Salga del hotel y gire a la derecha por el sendero. A unos cuatrocientos metros verá una pequeña tienda donde venden artículos de cocina. Nos encontraremos allí. -Soltó una carcajada forzada-. Sé que suena misterioso, pero venga, ¿de acuerdo?

21

Más tarde. Huída

Cogieron otro taxi para volver a casa de Hulan, donde ella metió apresuradamente unas cuantas pertenencias y todo el dinero de que disponía en un neceser. Luego caminó por el callejón en dirección a la casa de Zhang Junying, la anciana directora del Comité de Barrio, manteniendo una expresión indiferente cuando paso junto al sedan que seguía aparcado frente a su casa. Hulan sabía que no disponía de mucho tiempo, pero no podía meter prisas a su vecina. Tomaron el té juntas. Hulan comió unos cuantos cacahuetes. Charlaron de trivialidades.

– Ayer volvía a casa del trabajo en bicicleta -dijo Hulan por fin-. Un paleto me salio al paso con su carro de nabos y choqué contra él. Se rompió la cadena de mi bicicleta y me caí al suelo y se me rompió mi único abrigo. Quería saber, tía, si me prestarías la bicicleta de tú nieto para ir a la tienda a comprar una cadena nueva.

La directora del Comité de Barrio Zhang consintió de todo corazón, pero le advirtió que tal vez le sería difícil montar en la bicicleta, puesto que era muy grande y hecha para un hombre.

– Le prometo ir con cuidado -dijo Hulan. Tras tomar un sorbo de te, añadió. Tengo que pedirle otro favor, pero me da apuro aprovecharme de su amabilidad.

– Pertenecemos a dos antiguos clanes del barrio. Nuestras familias se conocen desde hace generaciones. La considero como una hija.

– Como le decía, se me ha roto el abrigo y hace mucho frío. Hace muchos años que su nieto abandono el ejército. Quizá podría prestarme su abrigo hasta que yo pueda comprarme uno nuevo.

La anciana se palmeó las rodillas abiertas con las manos.

– ¿Llevar usted el abrigo de mi nieto? Mi nieto es muy alto. Ese abrigo le quedara tan largo que tendría que atárselo con una cuerda. Parecerá un peregrino de la sagrada montaña de E'Mei.

– Sólo será un día, tía.

La anciana se fue a una de las habitaciones de la parte de atrás y regresó con el abrigo doblado en un pulcro cuadrado y atado con un media de nilón. Hulan dio las gracias a Zhang Junying profusamente, puso el abrigo en la cesta metálica que colgaba del manillar de la bicicleta y luego volvió a su casa, empujando la bicicleta calle arriba. Paso junto al sedan y entro en su patio donde David la esperaba.

– ¿Estas lista? -preguntó.

Ella contempló el jardín, tan desolado en invierno, y asintió.

– ¿Tienes miedo?

Hulan volvió a asentir. El la abrazó y le susurro al oído: -Yo también, cariño, yo también.

Para que su plan funcionara, tenían que moverse deprisa y mantener la cabeza fría. Mientras ella se ponía su viejo abrigo, cerraba la casa y metía su bolsa en la cesta de su bicicleta, David desataba el abrigo del nieto de la señora Zhang y lo sacudíía para ponérselo. Le quedaba estrecho; pero con él, con la vieja gorra azul que Hulan había encontrado guardada en un armario y la bufanda de lana que ella le enrolló en torno al cuello, tapándole parte de la cara, se veía al menos parcialmente disfrazado. David metió su abrigo en una bolsa de plástico, que echó en la cesta de su bicicleta. Hulan lamento tener que dejar el revolver, pero dada la forma en que pensaban viajar, no podía llevárselo.

Tan pronto alzaron las bicicletas para cruzar el viejo umbral de piedra, el motor del sedan se puso en marcha. David y Hulan montaron en las bicicletas y empezaron a pedalear lentamente calle abajo. El coche hizo un cambio de sentido y los siguió sin el menor disimulo.

– No to separes de mí -dijo ella por encima del hombro cuando empezó a pedalear mas deprisa y luego giro hacia una de las calles laterales.

El sedan giró a su vez. De repente, Hulan giró hacia una estrecha calleja en la que no cabía el coche. David echo una ojeada por encima del hombro y vio a dos hombres con ropa de paisano que bajaban del coche y empezaban a lanzar imprecaciones. El y Hulan siguieron pedaleando a toda prisa, intentando no aminorar la marcha cuando se cruzaban con los transeúntes que hallaban en el angosto laberinto de calles.

David tuvo la impresión de haber dado un salto en el tiempo hacia otro siglo. Allí no había coches, ni siquiera scooters; sólo se oía el suave silbido de las bicicletas y la armonía de sus timbres, el ruido de los niños jugando y la melodiosa cantinela de los buhoneros voceando sus mercancías. Atravesaron la ciudad manteniéndose en los estrechos confines de las calles del hutong. Cuando topaban con una calle sin salida, Hulan preguntaba a alguien por donde seguir. Cuando alguien se daba cuenta de que David era extranjero, Hulan se explicaba así:

– Oh, este estúpido nariz grande se ha perdido. Yo le ayudo a volver a su hotel. Tenemos la responsabilidad de demostrar amistad a los americanos siempre que podamos, aunque sean atrasados y estúpidos.

Cuando llegaban a cruces principales, lo que ocurría con amenazadora frecuencia, David se subía la bufanda, fijaba la vista en el asfalto e intentaba mantenerse en el centro de la corriente de bicicletas que cruzaban la calle.

Tenían que parar en dos sitios antes de encontrarse con Beth Madsen. El primero era el apartamento de los padres de Hulan. Mientras ella subía, David aguardó en una calle transversal, fingiendo arreglar una rueda de la bicicleta y esperando con todas sus fuerzas que nadie se acercara a él.

La doncella abrió la puerta.

– Por favor -dijo Hulan-, deseo estar a colas con mi madre. No nos moleste.

La doncella salio de la habitación sin decir palabra. Jinli se hallaba sentada en su silla de ruedas, como siempre, mirando por la ventana.

– Mama, soy yo, Hulan. Me marcho fuera unos días. No te preocupes por mí. -Se inclinó y besó a su madre con suavidad-. Te quiero, mamá.

Se acercó entonces al escritorio. En el cajón del fondo encontró los papeles de su madre en un sobre amarillento por el tiempo. Hulan sacó el carnet de identidad de su madre, se lo metió en el abrigo y abandonó el apartamento sin mirar hacia atrás.

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