Tuvo una horrible sensación porque no podía disfrutar ni un segundo de aquel triunfo. En el instante en que se apeó del carruaje y puso los pies en la soleada plaza, llevando el perfume que inspira amor en los hombres, el perfume en cuya elaboración había trabajado dos años, el perfume por cuya posesión había suspirado toda su vida… en aquel instante en que vio y olió su irresistible efecto y la rapidez con que, al difundirse, atraía y apresaba a su alrededor a los seres humanos, en aquel instante volvió a invadirle la enorme repugnancia que le inspiraban los hombres y ésta le amargó el triunfo hasta tal extremo, que no sólo no sintió ninguna alegría, sino tampoco el menor rastro de satisfacción. Lo que siempre había anhelado, que los demás le amaran, le resultó insoportable en el momento de su triunfo, porque él no los amaba, los aborrecía. Y supo de repente que jamás encontraría satisfacción en el amor, sino en el odio, en odiar y ser odiado.
Sin embargo, el odio que sentía por los hombres no encontraba ningún eco en éstos. Cuanto más los aborrecía en este instante, tanto más le idolatraban ellos, porque lo único que percibían de él era su aura usurpada, su máscara fragante, su perfume robado, que de hecho servía para inspirar adoración.
Ahora, lo que más le gustaría sería eliminar de la faz de la tierra a estos hombres estúpidos, apestosos y erotizados, del mismo modo que una vez eliminara del paisaje de su negra alma los olores extraños. Y deseó que se dieran cuenta de lo mucho que los odiaba y que le odiaran a su vez para corresponder a este único sentimiento que él había experimentado en su vida y decidieran eliminarlo, como había sido su intención hasta ahora mismo. Quería expresarse por primera y última vez en su vida. Quería ser por una sola vez igual que los otros hombres y expresar lo que sentía: expresar su odio, así como ellos expresaban su amor y su absurda veneración. Quería, por una vez, por una sola vez, ser reconocido en su verdadera existencia y recibir de otro hombre una respuesta a su único sentimiento verdadero, el odio.
Pero no ocurrió nada parecido; no podía ser y hoy menos que nunca, porque iba disfrazado con el mejor perfume del mundo y bajo este disfraz no tenía rostro, nada aparte de su total ausencia de olor. Entonces, de repente, se encontró muy mal, porque sintió que las nieblas volvían a elevarse.
Como aquella vez en la caverna, en el sueño en el corazón de su fantasía, surgieron de improviso las nieblas, las espantosas nieblas de su propio olor, que no podía oler porque era inodoro. Y, como entonces, sintió un miedo y una angustia terribles y creyó que se ahogaba. Pero a diferencia de entonces, esto no era ningún sueño, ninguna pesadilla, sino la realidad desnuda. Y a diferencia de entonces, no estaba solo en una cueva, sino en una plaza en presencia de diez mil personas. Y a diferencia de entonces, aquí no le ayudaría ningún grito a despertarse y liberarse, aquí no le ayudaría ninguna huida hacia el mundo bueno, cálido y salvador. Porque esto, aquí y ahora, "era" el mundo y esto, aquí y ahora, era su sueño convertido en realidad. Y él mismo lo había querido así.
Las temibles nieblas asfixiantes continuaron elevándose del fango de su alma, mientras el pueblo gemía a su alrededor, presa de estremecimientos orgiásticos y orgásmicos. Un hombre se le acercaba corriendo desde las primeras filas de la tribuna de autoridades, después de saltar al suelo con tanta violencia que el sombrero negro se le cayó de la cabeza, y ahora cruzaba la plaza de la ejecución con los faldones de la levita negra ondeando tras él, como un cuervo o como un ángel vengador. Era Richis.
Me matará, pensó Grenouille. Es el único que no se deja engañar por mi
disfraz. No puede dejarse engañar. La fragancia de su hija se ha adherido a mí de un modo tan claro y revelador como la sangre. Tiene que reconocerme y matarme. Tiene que hacerlo.
Y abrió los brazos para recibir al ángel que se precipitaba hacia él. Ya creía sentir en el pecho la magnífica punzada de la espada o el puñal y cómo penetraba la hoja en su frío corazón, atravesando todo el blindaje del perfume y las nieblas asfixiantes… por fin, por fin algo en su corazón, algo que no fuera él mismo. Ya se sentía casi liberado.
Pero de repente Richis se apretó contra su pecho, no un ángel vengador, sino un Richis trastornado, sacudido por lastimeros sollozos, que le rodeó con sus brazos y se agarró fuertemente a él como si no hallara ningún otro apoyo en un océano de dicha. Ninguna puñalada liberadora, ningún acero en el corazón, ni siquiera una maldición o un grito de odio. En lugar de esto, la mejilla húmeda de lágrimas de Richis pegada contra la suya y unos labios trémulos que le susurraron:
– Perdóname, hijo mío, querido hijo mío, perdóname.
Entonces surgió de su interior algo blanco que le tapó los ojos y el mundo exterior se volvió negro como el carbón. Las nieblas prisioneras se licuaron, formando un líquido embravecido como leche hirviente y espumosa. Lo inundaron y, al no encontrar salida, ejercieron una presión insoportable contra las paredes interiores de su cuerpo. Quiso huir, huir como fuera, pero… ¿adónde…? Quería estallar, explotar, para no asfixiarse a sí mismo. Al final se desplomó y perdió el conocimiento.
50
Cuando volvió en sí, estaba acostado en la cama de Laure Richis. Sus reliquias, ropas y cabellos, habían sido retirados. Sobre la mesilla de noche ardía una vela. A través de la ventana entornada, oyó la lejana algarabía de la ciudad jubilosa. Antoine Richis, sentado en un taburete junto a la cama, le velaba. Tenía la mano de Grenouille entre las suyas y se la acariciaba.
Aun antes de abrir los ojos, Grenouille revisó la atmósfera. En su interior había paz; nada bullía ni ejercía presión. En su alma volvía a reinar la acostumbrada noche fría que necesitaba para que su conciencia estuviera clara y tersa y pudiera asomarse hacia fuera: allí olió su perfume. Había cambiado. Las puntas se habían debilitado un poco, de ahí que la nota central de la fragancia de Laure dominara con magnificencia todavía mayor, como un fuego suave, oscuro y chispeante. Se sintió seguro. Sabía que aún sería inexpugnable durante horas. Abrió los ojos.
La mirada de Richis estaba fija en él, una mirada que expresaba una benevolencia infinita, ternura, emoción y la profundidad hueca e insulsa del amante.
Sonrió, apretó más la mano de Grenouille y dijo:
– Ahora todo irá bien. El magistrado ha anulado tu sentencia. Todos los testigos se han retractado. Eres libre. Puedes hacer lo que quieras. Pero yo quiero que te quedes conmigo. He perdido una hija y quiero ganarte como hijo. Te pareces a ella. Eres hermoso como ella, tus cabellos, tu boca, tu mano… Te he retenido la mano todo el tiempo y es como la de ella. Y cuando te miro a los ojos, me parece que la estoy viendo a ella. Eres su hermano y quiero que seas mi hijo, mi alegría, mi orgullo y mi heredero. ¿Viven todavía tus padres? Grenouille negó con la cabeza y el rostro de Richis enrojeció de felicidad.
– Entonces, ¿serás mi hijo? -tartamudeó, levantándose del taburete de un salto para sentarse en el borde del lecho y apretar también la otra mano de Grenouille-. ¿Lo serás? ¿Lo serás? ¿Me aceptas como padre? No digas nada. No hables. Aún estás muy débil para hablar. Asiente sólo con la cabeza. Grenouille asintió. La felicidad de Richis le brotó entonces como sudor rojo por todos los poros e, inclinándose sobre Grenouille, le besó en la boca.
– Duerme ahora, mi querido hijo. -exclamó al enderezarse-. Me quedaré a tu lado hasta que te duermas. Y después de contemplarle largo rato con una dicha muda, añadió: Me haces muy, muy feliz.
Grenouille curvó un poco las comisuras de los labios, como había visto hacer a los hombres cuando sonreían. Entonces cerró los ojos. Esperó un poco antes de respirar profunda y regularmente, como respira la gente dormida. Sentía en su rostro la mirada amorosa de Richis. En un momento dado, notó que Richis volvía a inclinarse para besarle de nuevo, pero se detuvo por temor a despertarle. Por fin apagó la vela de un soplo y salió de puntillas de la habitación.